Acerca del padre

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Desde Dios hasta Homero Simpson, la imagen paterna es una clave de nuestra vida individual y de comunitaria. Estos apuntes son el resultado de mi recorrido personal por la literatura de este amplio tema, en función de una novela que escribí a lo largo de una década, y que di por terminada en diciembre del año pasado.

“Un cactus tan joven es especialmente vulnerable. Por esa razón he plantado este árbol al lado, como protección. Si un cactus joven no tiene un viejo árbol al lado ¡olvídalo! no sobrevive”, le dice el tío (Jerry Lewis) al sobrino (Johnny Deep), en El sueño de Arizona, film de Emir Kusturica. ¿Qué pasa cuando no está el árbol? ¿Construimos uno, imaginario? ¿Quedamos a merced de quien se aproveche de esa fragilidad? ¿De los vientos cambiantes?

Un autor contemporáneo, Paul Auster (EEUU, 1947), aborda el tema en dos novelas: La invención de la soledad y El palacio de la luna. La primera tiene un tono desgarrado y confesional. Dice, por ejemplo: “Pensé: mi padre ya no está, y si no hago algo de prisa, mi vida entera se desvanecerá con él”. Lo que hace es escribir, y de un modo directo enfrenta –y los lectores con él- esta ausencia del padre con la mejor respuesta que puede articular. Viene entonces una elaboración afectiva y crítica, emocionalmente desbordada, de lo que fue y no fue su padre. “No hay nada que recordar, no hay más que una especie de vacío”, dice, y resuelve, en un personal “descensus ad inferos”, la cuestión –a matar o morir- encerrado en la soledad de una habitación -ese infiernillo de las grandes ciudades-. Auster usa varias analogías: Jonás en el vientre de la Ballena, Pinocho sumergido en el mar, Eneas huyendo de Troya con su padre Anquises al hombro, Ana Frank en su encondrijo… De la soledad infernal saldrá el hijo vivo o muerto; en el mejor de los casos: renacido y adulto.

La segunda novela es más ficcional y por lo tanto tiene mayor distancia. Construye una trama objetiva en donde despliega la experiencia personal del protagonista en relación a un padre ausente. Y parte de la necesidad de vincularse “con algo más grande que uno”, instancia imprescindible y fatal para poder crecer. La falta de padre implica vacío, deriva, “non sense”, quedar peligrosamente a merced de otros, porque alguien aparecerá y cubrirá ese lugar que el sujeto reclama para sí, necesario para la forja de la identidad en un proceso de identificación y diferenciación. En esta novela se da un proceso gradual-evolutivo, con tres figuras: el tío Víctor, el viejo paralítico, y el padre biológico. Los tres van ocupando el espacio destinado al padre ausente, con relaciones marcadas por la desesperación y la ambigüedad: adhesión, rechazo, amor-odio, y aprendizajes que van dibujando una conciencia. Cada uno dejan un legado: Víctor dice: “cada uno escribe su propia historia”; el Viejo: “no des nunca nada por sentado”; el Padre biológico, la mejor enseñanza: develarle su verdadera identidad. El legado también es cultural: Víctor le deja su biblioteca; el Viejo sus lecturas-escrituras y dinero y el padre, la verdad, la aceptación.

La búsqueda y las sucesivas crisis de identidad llevarán al protagonista al anonadamiento y el abandono, del cual es rescatado por un amigo verdadero, y una mujer que lo ama. Esto dará lugar a un nuevo comienzo. El protagonista sobrevive, sale renacido y con identidad propia: es ahora su propio padre. Podemos afirmar que las dos novelas se complementan. En El Palacio de la Luna Auster ficcionalizó y objetivó la confesión desgarrada de La Invención de la Soledad.

Veamos ahora el Alcestes, de Eurípides (Grecia, 480 A.C.). Por decisión de los dioses, Admeto, que es rey de Tesalia, recibe la gracia de sortear la hora de su muerte, y le conceden que alguien muera en su lugar. Entonces Alcestes, su esposa, se ofrece al sacrificio. Admeto, horrorizado, le pide a su padre que se inmole y evite la muerte de la reina. El padre no acepta, discuten. Eurípides construye un diálogo brillante: Admeto trata de convencer a su padre con el argumento de que es viejo, que ya vivió suficiente, que salvando a la reina morirá con gloria. El padre responde que es un hombre libre: “mi deber fue criarte, no morir por vos, no es ésa una ley griega”, dice y agrega: “tu vida es la tuya, la mía es la mía, no quiero morir, quiero seguir gozando de la luz del día, el tiempo que me toque, cada uno cumple con su destino”. La confrontación se agudiza cuando la esposa efectivamente se inmola y muere. Entonces se culpan mutuamente: el hijo acusa al padre de cobarde, de haberlo  privado a él de una esposa y a los niños de una madre, de ingrato; el padre acusa al hijo de asesino: “¿Qué ley es esa de que un padre deba morir en lugar de un asesino de su esposa, culpas a otro de tu propia culpa”. La tragedia relación termina con mutuas maldiciones…

Franz Kakfa (Praga, 1883), en su célebre “Carta al padre”, muestra descarnadamente su condición de hijo sometido a un padre omnipotente, descalificador, frío, despectivo, obtuso, competitivo, egoísta, egocéntrico, caprichoso, injusto, hipócrita. Tal padre deja su huella en el hijo, que se siente agobiado por la incapacidad, la desconfianza en sí mismo, el miedo, la timidez, el fracaso, la autodescalificación, la autodestrucción. Ese árbol viejo no guía al retoño: le hace sombra, lo aplasta. El hijo no puede enfrentarlo y busca refugios, intenta “desaparecer”, pasar desapercibido, ocultarse de esa mirada, del severo juicio paterno. Ante cada decisión personal sufre una crisis de angustia y desesperación, no puede actuar, no tener permiso para ser: siente el castigo, la culpabilidad, la sanción previa a todo lo que realice. Kafka-hijo encuentra en la literatura el único universo autónomo y discriminado del agobiante peso de su padre. Sin embargo, el largo brazo descalificador del padre también lo alcanza en su guarida: Kafka juzga su dedicación a escribir como algo muy menor, muy insignificante: “Como un gusano que tiene aplastada la parte de atrás, y gatea para ponerse a un costado de la ruta”, escribe. Antes de morir, pide a su amigo Max Brod que queme todos sus escritos (la mayoría de su obra permanecía inédita). Último gesto de negación de sí que afortunadamente, Brod desobedeció.

¿Cómo no citar ahora otra obra maestra, “El príncipe Hamlet”, de William Shakespeare (Reino Unido, 1564)? El padre le da el mandato de vengar su muerte, y él desea cumplirlo, pero cuando debe pasar a la acción, entra en crisis. La locura de Hamlet es miedo, desesperación, parálisis que se transforma en delirio verborrágico, filosofía,  cuestionamiento del mundo, celebración de lo absurdo… El famoso pasaje: “To be or not to be”, no significa en este contexto “Ser o no ser”, sino “hacer o no hacer”.

En un segundo momento, Hamlet ingresa en el tormento de la conciencia culposa, el autocastigo, el sentimiento de pequeñez, de cobardía. Y la duda se instala, la pregunta: “¿Qué es más virtuoso, soportar las injurias o actuar contra ellas?”. Todo termina en un desastre general, y Hamlet-Shakespeare finalmente reflexiona, casi a modo de moraleja: “La conciencia debilita el sano impulso a actuar, grandes empresas pierden por esto su curso…”

¿Cuál hubiera sido el posible curso de este ejemplo de relación hijo-padre? ¿La venganza bien planeada, de una mente fría y valiente? ¿La decisión de ignorar el mandato paterno y acomodarse sin culpas a las circunstancias?

En “La muerte de un viajante”, de Arthur Miller (EEUU, 1915) se muestra la relación agobiante de admiración-proyección de un padre hacia su hijo mayor. El deseo que el padre proyecta en el hijo refleja su propia frustración, enmarcada en “el sueño americano” de progreso y éxito, pero él es apenas un viajante de comercio mediocre que nunca alcanzará el rango de “ganador”, salvo en la fantasía, y en su proyección delirante. Este exceso es destructivo para el hijo, que se cree mucho más de lo que es, y se ve impelido a sostener ese ideal para no defraudar a su padre, que es el reverso del kafkiano pero igualmente disfuncional: el hijo vive en la fantasía del padre, y éste alimenta esa fantasía, sin permitir que la realidad la desmienta. El camino fatal es el fracaso, la inadaptación, las transgresiones… El pibe no funciona como el padre pretende, y la realidad entra por las rendijas: mala conducta del hijo en la escuela y caída del ideal cuando el pibe descubre la infidelidad del padre, o sea, la mentira de su construcción. Lo llama “falso”, pero no tiene fuerzas más que para huir. Toma distancia de la familia y vuelve diez años más tarde. Cuando el hijo regresa (la obra teatral empieza aquí,  con la vuelta del hijo, de modo que la trama transcurre en el presente y por vía de flash-backs), el padre ya está en una espiral decadente: lo echan del trabajo, el sistema lo escupe, el sueño americano está definitivamente roto. El hijo, en cambio, ha logrado alguna lucidez, y viene a saldar cuentas. Se corre finalmente el velo del pasado, se develan los secretos, y el pibe logra que el padre, lo “deje ir”. Se rompe la simbiosis, y el hijo se libera. El padre tiene un postrero acto heroico, pretendidamente redentor: se suicida para que la familia cobre el seguro de vida.

Una cita final. En el cine, además del film citado al principio, hay otro que aborda el tema y puedo recomendar: El gran pez (de Tim Burton). En el clímax de la historia, el padre (Albert Finney) le dice al hijo (Ewan Mc Gregor): “yo siempre fui auténtico, tu problema conmigo es un problema tuyo”. Podemos imaginar la silenciosa respuesta del hijo: “Claro, para vos es fácil decirlo, papá…”

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