«Maldito» Saccomanno

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“Cámara Gesell”, la nueva novela de Guillermo Saccomanno (*), se inscribe en un clásico del refranero popular: “Pueblo chico, infierno grande”, que en términos artísticos se asimila a un aforismo, atribuido a León Tolstoi: “Pinta tu aldea y  pintarás el mundo”. Saccomanno lo hace: pinta, con su pueblo, un infierno universal: “Yo hablo de la humanidad, “La Villa” puede ser cualquier pueblo”, dijo.

“La Villa” es un pueblo costero, que rápidamente se identifica con Villa Gesell. Saccomanno vive aquí, y esta ciudad fue sin duda su fuente de inspiración. Sin embargo, no hay que confundir ficción con realidad. “La Villa” que construye Saccomanno es una invención, no existe salvo en el texto y en la imaginación de su autor. Como toda obra de arte es una transposición, al modo de los sueños: se basa en la realidad, pero hace, con retazos de esa realidad, otra cosa. En este caso, el sueño de Saccomanno es, claramente, una pesadilla.

El autor describe un pueblo condenado por sus pecados, que son “todos los posibles”: corrupción, traición, pedofilia, asesinatos, infidelidades, parricidio, filicidio, discriminación, xenofobia, abuso, incestos, autoritarismo, plutocracia, suicidios, impunidad, delincuencia, violencia, degeneración, antisemitismo, promiscuidad, etc.

Acá también hay una tradición literaria, y el autor se asume, honestamente, en ella. El libro empieza con una cita de Charles Baudelaire: “Esta noche, hipócrita lector, mi semejante…” Una cita encubierta, una clave de lectura, que Saccomanno pone de movida sobre la mesa, para el que quiera entenderla.

En el primer poema de “Las flores del mal”, leemos:

“Tú conoces, lector, este monstruo delicado, —Hipócrita lector, —mi semejante, — ¡mi hermano!” (**)

Lo que nos dice el autor de “Cámara Gesell”, desde el vamos, que va a centrar su mirada en el mal, la suciedad, la brutalidad; que va a sacar los trapitos al sol, a mostrar lo que todos conocen, y que todos, hipócritamente, ocultan: lo peor de la humanidad concentrado, como un jarabe maligno, en un pueblo chico.

El otro sustrato literario de “Cámara Gesell” es “La Divina Comedia”, de Dante Alighieri (Siglo XIV). “La Villa” tiene un Dante (el periodista), y un Virgilio (el remisero). Y tiene, más que nada, un infierno: el pueblo. En medio del cual vislumbra un Paraíso: las estrellas, que de vez en cuando asoman. Al final de la novela, el pueblo entero se une en el éxtasis de contemplar los fuegos artificiales, especie de cielo ficticio que los iguala a todos.

Hay que insistir en que se trata de una ficción. Porque más allá de que los que viven en el pueblo pueden reconocer los datos sobre los cuales se basó el autor, lo que éste construye es una atmósfera de irrealidad, de pesadilla (como Dante en su Infierno). No existe un lugar en el que “todo esté mal”. Es una exageración, una hipérbole, y en este procedimiento radica la eficacia del libro. Como las hipérboles de García Márquez (en su particular tono humorístico, en su exceso mágico), Saccomanno toma cada una de las miserias del pueblo, cada uno de los “pecados” de sus personajes, y los lleva al extremo: el extremo del espanto.

Debemos reconocer que el autor no se guarda nada, no mezquina claves al lector. En la misma novela nos informa el sentido del título: “La Cámara Gesell consiste en dos habitaciones con una pared divisoria en la que un espejo unidireccional de gran tamaño permite ver lo que ocurre en una de ellas desde la otra, pero no al revés. Los dos ambientes cuentan con equipos de audio y de video para la grabación de los diferentes experimentos. Su utilización es frecuente en la observación de la conducta de sospechosos en interrogatorios y también en la preservación del anonimato de testigos”. (Página 103 ). La “Cámara Gesell” fue inventada por Arnold Gesell, un norteamericano nacido en 1880.

En la novela, ¿Quién está detrás de la Cámara? ¿Quién ve, sin ser visto, el espectáculo del pueblo, la Comedia humana? El autor, el escritor, que asume la mirada de Dios. Es escritor es El Ojo de Dios, que ve a todos y cada uno de los mortales vivir y morir como moscas en su propio fango de miserias y defecciones. La posición de Juez Divino del escritor es letal: frente a su vara de pureza moral, nadie se salva. Todos tienen algo que ocultar. Desde este punto de vista, la novela puede parecer anacrónica, moralista. Un Dios, con las tablas de la ley en sus manos, condena a un pueblo por sus pecados. Reedita la condena Bíblica a Sodoma y Gomorra. Para condenar, para sentenciar, hay que pararse del lado del Bien. Y desde esta perspectiva, sin duda polémica, es desde donde mira el autor: “Fijémonos alrededor, veamos cuántos en este pueblo se cagan en la sangre. Familias enteras puedo nombrarte. Padres contra hijos. Hijos contra padres. Sobrinos contra tíos. Abuelos contra nietos. Nietos contra abuelos. Y ni hablar de hermanos contra hermanos. Madres, hijas, nietas. Acá no se salva nadie” (Página 179).

El mecanismo literario, como se dijo, es la hipérbole. Exagerar lo malo. Y para hacerlo, asume muchas voces. Éste es uno de los aspectos brillantes de la novela: la voz del narrador está en todas partes y en ninguna. Hay un narrador omnisciente que de pronto se transforma en uno y en todos: un cura que habla de la “paternidad” (Página 26), una esposa que refiere el tedio de ser la mujer de un hombre poderoso, un poderoso que habla de sus propias miserias y miedos, un pedófilo que justifica su accionar (“Nadie que no lo haya hecho tiene autoridad para juzgarme”, página 151). Centenares de voces multiplicadas que determinan una novela coral, polifónica, escrita por todos y por nadie. En este sentido, el narrador se disemina y alcanza la dimensión de la conciencia humana, en diversidad de matices, en sus secretos y oscuros mecanismos.

“Cámara Gesell” es una distorsión excepcionalmente lograda. “Los personajes son Frankesteins”, dijo el autor. Cada personaje está hecho con retazos de varios. Los hechos también: un episodio de abuso infantil, un crimen, un apriete, un hecho de corrupción o de violencia, cualquiera de los datos de que dispone el autor son manipulados en una dirección, que es, generalmente, “el peor desenlace”. Transposición de la realidad a la ficción, que, al igual que los sueños, reordenan los materiales y construyen un mundo ficcional.

«Toda buena novela debería ser una transposición poética de la realidad», declaró García Marquez a propósito de Cien años de soledad. Macondo no es Aracataca. La Villa no es Villa Gesell. Hay que entender esto. Podría decirse, también, que esta transposición es una “caricatura”, una acentuación de rasgos. Pero veamos un matiz: la delicada relación entre realidad y ficción. Podría cuestionarse que, en algunos casos, el autor no ha tomado suficiente distancia entre realidad y ficción. Cuando algún medio de prensa le planteó esta objeción, Saccomanno dejó en claro que se trata de obra de ficción, y tomó distancia de cualquier identificación. “En todo caso, al que le quepa el sayo, que se lo ponga”, dijo.

Tomando la cita del comienzo del libro, parece muy claro que Saccomanno se inscribe a sí mismo en la lista de “escritores malditos”. Una estirpe literaria de larga tradición y prestigio, a pesar de las pesadillas que construyeron y las polémicas que despertaron. Aquellos que, como en estos casos, comienzan su obra insultando al lector (¡Hipócrita!). A propósito, amables lectores, les recuerdo que estamos hablando de un libro. El gran desafío para ustedes, como lo fue para mí, es leer sus 549 páginas. Se escuchan comentarios en el pueblo, críticas y elogios a “Cámara Gesell”, pero la mayoría de los que comentan el libro no lo leyeron. Para juzgarlo bien hay que leerlo. Abran el libro (la puerta del infierno) y entren. Gracias a Dios no es más que buena literatura.

Aníbal Zaldivar

* Guillermo Saccomanno es un escritor de larga trayectoria. Premio Nacional de Literatura con su novela “El buen dolor”, ganó varios premios internacionales, entre ellos el Tusquet 2010 por la novela “El oficinista”, y el Gijón 2011, por “El maestro”. Vive en Villa Gesell desde hace 20 años, y alterna su vida geselina con viajes a Buenos Aires, donde da talleres de narrativa.

** La publicación del libro de poemas “Las flores del mal”, en 1857, desató una violenta polémica. La obra fue considerada una ofensa a la moral pública y a las buenas costumbres, y Baudelaire fue procesado. Ante las acusaciones, respondió: “todos los imbéciles de la burguesía que pronuncian las palabras inmoralidad, moralidad en el arte y demás tonterías me recuerdan a Louise Villedieu, una puta de a cinco francos, que una vez me acompañó al Louvre donde ella nunca había estado y empezó a sonrojarse y a taparse la cara. Tirándome a cada momento de la manga, me preguntaba ante las estatuas y cuadros inmortales cómo podían exhibirse públicamente semejantes indecencias”.

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