Kafka y los dioses olímpicos

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La relación de K. con los funcionarios del El castillo es análoga a la de los griegos con sus dioses: una fractura, un abismo existencial los separa. Sin embargo hay puentes de ida y vuelta que facilitan un roce pasional y promiscuo, que nunca se convierte en abrazo verdadero, en equivalencia.

En página 16 de El Proceso, otra de las grandes novelas de Kafka, el relato exhibe esta fractura, el malentendido infranqueable entre Josep K. y los funcionarios que lo detienen:

“…el asunto no puede tener mucha importancia. Lo deduzco del hecho de que soy acusado sin que pueda encontrar la menor falta que se me pueda reprochar. Pero esto es secundario. La cuestión esencial es saber de qué soy acusado. ¿Qué autoridad rige el proceso? ¿Son ustedes funcionarios? Ninguno de ustedes lleva uniforme… Estoy persuadido de que después de la explicación podremos despedirnos de la manera más amistosa.

El oficial dejó la caja de fósforos sobre la mesa.

Está usted –dijo- en un profundo error. Estos señores que están aquí y yo solo desempeñamos en su asunto un papel puramente accesorio. Casi nada sabemos de él. Aunque llevásemos uniformes lo más en regla posible su asunto no sería peor. Tampoco puedo decir que esté usted acusado, o mejor no sé si lo está. La verdad es que usted está detenido y  yo no sé mas”.

En realidad Josep K. está procesado (no sabe, ni nunca sabrá por qué delito), entonces pregunta, indaga, pelea, se dispone a luchar. Parece que olvidó que no se le deben hacer preguntas a los dioses/jueces/funcionarios, que hay un abismo entre él y ellos, entre su destino y las decisiones que lo determinan. ¿Cómo es que no lo sabe? Debería saberlo, así lo educaron. Así lo dejó en claro Apolo, luego de disputar por los hombres con su tío Poseidón. Es que, por esas sensiblerías que tienen los dioses, a veces se dejan arrastrar por pasiones humanas. Apolo, el que hiere de lejos, prefería a los troyanos. Poseidón, el que bate la tierra, a los aqueos. Entonces, durante la guerra de Troya, intervienen en la batalla salvando a algún preferido, o perjudicando a un adversario.  Pero cuando la pasión crece, y los enardece, se frenan. Justo antes de llegar a las manos recuperan la cordura, la distancia.

Dice Apolo:

“¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si combatiera contigo por los míseros mortales que, semejantes a las hojas, ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Abstengámonos, pues, de combatir, y peleen ellos entre sí”. (Ilíada, XXI, 461-467.  Siglo VIII A.C.).

En otro párrafo, Poseidón es el que disuade a Hera, esposa de Zeus.

“¡Hera! No te irrites más de lo razonable, que no es decoroso. Ni yo quisiera que nosotros, que somos los más fuertes, promoviéramos la contienda entre los dioses. Vayamos a sentarnos en aquella altura, y de la batalla se ocuparán los hombres”. (Ilíada, XX, 132).

Para los dioses apasionarse, apiadarse y disputar por los hombres es un juego que pueden permitirse, hasta cierto límite. Luego vuelven a la distancia olímpica, y a divertirse observando la carnicería humana que se desarrolla abajo. Vuelven a reír, libres, como están, de preocupaciones.

Cuando empecé a releer El proceso, el mundial de fútbol había terminado, pero ahí estábamos los argentinos ocupando otra vez un lugar incómodo en el concierto de las naciones, peleando no ya con los alemanes y su maquinaria futbolística, sino con los fondos buitres y sus representantes. Llevamos una verdadera selección: funcionarios del gobierno, políticos de la oposición, y hasta banqueros locales. El milagro de una unidad transitoria se había producido, y como telón de fondo de esta escena se veía el baño de sangre en medio oriente. Cuerpos destrozados, edificios derrumbados: la masacre de Gaza.  ¿Por qué una masacre semejante, en el siglo XXI?, pregunta el Hombre, pregunta Josep K. ¿Cuál es la culpa, por qué el castigo? Pero no hay respuestas. Los dioses callan o ríen. Los funcionarios del castillo son inalcanzables, se ocultan en los corredores laberínticos, cada tanto resuelven algo, lo formulan en un texto, una declaración, un papel que va a parar a alguna de las infinitas oficinas.

En El Proceso los oficiales se indignan porque Josep K. quiere sabe de qué se lo acusa. “No haga tantos alardes de inocencia”, le dicen. Y no pregunte, le dicen. Y ríen otra vez. La ONU se indigna, el gobierno de EEUU protesta, pero el papel que escriben llega tarde, cae como un ala de paloma muerta sobre las ruinas, y los buitres sobrevuelan los pedazos, buscan la sangre todavía fresca, como el águila sigue comiéndose el hígado de Prometeo, el que osó rebelarse contra Zeus, el tirano del Olimpo. Tendría que saberlo Josep K. Así lo educaron en academias y universidades.

En “Prometeo encadenado”, tragedia del gran poeta Esquilo (Siglo V A.C.), Hefesto, luego de cumplir la orden de Zeus de encadenar a Prometeo a una roca en los confines de la tierra, le dice:

“Vendrá la noche, ansiada de ti, y te ocultará la luz con su estrellado manto; de nuevo enjugará el sol el rocío de la mañana, pero el dolor del presente mal te abrumará sin tregua”.

Este castigo se complementará con otro:

“…el can alado de Zeus, el águila carnicera vendrá a ti, convidado importuno, todos los días, y voraz te arrancará la carne a pedazos, y se cebará con el negro manjar de tu hígado”.

Prometeo, que es un dios, sabe cuál es su falta: haber beneficiado a los hombres entregándoles el fuego y la esperanza, contra la voluntad de Zeus, que prefería destruirlos.  Pero además, Prometeo carga con otra falta, irritante:“una lengua demasiado jactanciosa”.

“Tú no eres nada humilde, ni cedes a los males, antes quieres sobre los males presentes traerte otros”, le dice Océano, uno de sus hermanos que va a visitarlo a escondidas.

Esto también se condena: el discurso atrevido contra los dueños del poder. Cristina, nuestra Presidenta, dio cuenta esto, metafórica y crudamente, con lengua filosa:

“Cada vez que la Argentina se ha tornado viable, que ha adquirido cierto grado de autonomía, es cuando comienzan lo que yo denomino los misiles y los bombardeos permanentes”.

De algún modo bombardean, de algún modo comen los hígados de los encadenados, aunque también esto tiene un límite para las águilas-buitres: el de ahogarse en la sangre de sus víctimas. A propósito, Kafka escribió el siguiente relato, titulado, justamente, El buitre.

«Érase un buitre que me picoteaba los pies. Ya había desgarrado los zapatos y las medias y ahora me picoteaba los pies. Siempre tiraba un picotazo, volaba en círculos inquietos alrededor y luego proseguía la obra.

Pasó un señor, nos miró un rato y me preguntó por qué toleraba yo al buitre.

-Estoy indefenso -le dije- vino y empezó a picotearme, yo lo quise espantar y hasta pensé torcerle el pescuezo, pero estos animales son muy fuertes y quería saltarme a la cara. Preferí sacrificar los pies: ahora están casi hechos pedazos.

-No se deje atormentar -dijo el señor-, un tiro y el buitre se acabó.

-¿Le parece? -pregunté- ¿quiere encargarse del asunto?

-Encantado -dijo el señor- ; no tengo más que ir a casa a buscar el fusil, ¿Puede usted esperar media hora más?

– No sé -le respondí, y por un instante me quedé rígido de dolor; después añadí -: por favor, pruebe de todos modos.

-Bueno- dijo el señor-, voy a apurarme.

El buitre había escuchado tranquilamente nuestro diálogo y había dejado errar la mirada entre el señor y yo. Ahora vi que había comprendido todo: voló un poco, retrocedió para lograr el ímpetu necesario y como un atleta que arroja la jabalina encajó el pico en mi boca, profundamente. Al caer de espaldas sentí como una liberación; que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre irreparablemente se ahogaba».

El mundial de fútbol terminó; otro mundial se juega en el corazón mismo de el castillo, pero lo peor de todo es el telón de fondo: la masacre. Una de tantas. Auschwitz o Gaza, la Inquisición o la Yihad. Tal vez sea la misma masacre. Como escribió Borges:“Caín mató a Abel, eso es todo”. Un crimen que es todos los crímenes, que se viene repitiendo infinitamente, de hermano contra hermano. Las bombas, los misiles, caen como rayos de Zeus, desde arriba, inexplicables, inexorables, sobre los míseros mortales, seres de un día: mujeres, hombres, niños, encalles, casas, escuelas, hospitales… ¿Cómo es posible? ¿A qué humanidad pertenecemos? Esta pregunta me desconcierta, y me desvela. Miro las imágenes de niños destrozados por las bombas, inertes o agonizando o aullando de dolor, y veo a mis hijos, a mis nietos. Es que, más allá de razas o nacionalidades o geografías, los niños son hermosamente, terriblemente iguales. Cierro El proceso y miro las interminables imágenes, la recurrencia del dolor, la matanza, lo inconcebible. Las palabras no significan ya nada, nada frente al llanto, el llanto, el llanto. Basta por ahora de literatura, esa frivolidad.

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