Nostalgias de Hispania

publicado en: Blog | 0

Los relatos del viaje a España y Portugal son 13… Va el correspondiente a Extremadura, una tierra brava que merece ser visitada y recorrida… Abrazo!!

***
En famosas guerras, tan famosas como crueles (las llamaron “purinos polemos”, en griego antiguo, “devastadoras guerras”), los romanos sometieron a los lusitanos, el pueblo originario que ocupaba Extremadura. Les costó mucho derrotarlos, en luchas parejas y sangrientas, hasta que Serbio Suplicio Galba convocó a un gran acuerdo de paz, y cuando 30 mil lusitanos acudieron, sin armas, a la entrevista, su ejército masacró a nueve mil y vendió los demás en la Galia, como esclavos. De esta generación de traicionados surgió Viriato, líder que usó el resentimiento y las artes de la guerrilla para mantener en vilo a los romanos durante años, y fue también la traición el modo de vencerlo (lo mataron sus lugartenientes, sobornados por los romanos). Viriato se convirtió en mito, un mito clásico, al reunir en sí valentía y tragedia y muerte joven. Y sus hazañas quedaron, como quería Homero, inmortalizadas en los cantos de los poetas. Quevedo le dedicó un poema; párrafos elogiosos los propios historiadores romanos, y pintores y escultores hicieron obras en su honor. Sobre este cúmulo de crueldades y crímenes se edificó en Extremadura la hermosa civilización romana: calzadas, puentes, arcos, teatros, circos, templos, embalses y acueductos de altísimas columnas, sobre las cuales hoy reinan las cigüeñas, como ángeles custodios, bajo un cielo límpido, impasible.
Recalamos en Zafra, antes de llegar a Mérida, porque nos gustó el nombre, y estábamos cansados. Fuimos a la deriva buscando hospedaje y dimos con un antiguo convento franciscano que funciona como albergue para peregrinos del camino de Santiago. Había disponibilidad, y alquilamos una habitación por 30 euros, el precio más bajo de todo el viaje. El edificio conservaba esencialmente su estado primitivo, techos altos, paredes anchas, espacios amplios y a la vez acogedores que invitaban al silencio y el recogimiento. Y además estaban los devotos caminantes, un heterogéneo grupo de extranjeros, con aire reconcentrado y aspecto deportivo.
Ya ubicados salimos a la suavidad de la noche y caminamos por calles pacíficas hasta que dimos con el mesón La Fea, que nos atrajo por su aire de fonda pero también por la curiosidad de conocer a la propietaria. Nos atendió una moza joven y bonita que nos convenció rápido de las virtudes del lugar; la fea estaría adentro, pensamos, y nos dejamos conducir al comedor interno, sombrío y sin ventanas, pero muy bien diseñado con motivos taurinos. La Linda nos trajo la carta. Yo había leído minutos antes, en pizarras de restaurantes, ofertas de “jabalí con mermelada de fresa”, “venao estofado”, “muflón con boletus” y “conejo ajillo”, pero no pude no elegir “Rabo de toro”, un estofado servido con una salsa preparada con cebolla, ajíes, ajo, zanahorias, tomates, puerro y laurel; P. armó su ensalada con la precaria oferta vegetariana en ese reino de muerte y sangre animales. Desde las paredes nos miraban amansadas cabezas de toros y cuadros con recortes de diarios y fotos, en los que un mismo torero era el héroe. La moza contó que el gran torero era su abuelo, y ya dije que no era fea, pero sí áspera y de pocas pulgas. Lo demostró al defender las corridas de toros con muerte: “Ese es el destino de los toros, morir en la plaza, están para eso”. Más tarde vimos un cartel anunciando una corrida en Almendralejo, a beneficio de Cáritas. Con 6 novillos y 6 toros de El Madroñal, y la participación de los toreros Joa Moura Caetano, Leonardo Hernández y Andrés Romero.
Con el sueño del toro en las venas, y acogidos por el aire santo del monasterio, dormimos mansamente, nos levantamos temprano, desayunamos como falsos peregrinos, y partimos a recorrer la pequeña ciudad, cuya perla y orgullo son dos placitas céntricas —la chica y la grande— unidas por un angosto portal. Y fue una fiesta descubrir el negocio del productor de jamón Joaquín Luna. Vendían al paso unos sandwiches exquisitos y sanos: el local estaba ilustrado con afiches explicativos de las cualidades del “jamón ibérico”, producido con cerdos que se alimentan exclusivamente con bellotas de encina, en las propias dehesas de don Joaquín. Yo creí haber llegado al paraíso. El jamón crudo, tan señalado por los médicos como enemigo de la salud, es aquí una suerte de elixir, productor de colesterol bueno, antioxidante, proteico, protector cardiovascular, vitamínico, abundante en minerales, zinc y ácidos grasos mono insaturados. ¡Jamón crudo en lugar de rosuvastatina! ¡Y más barato!
Entonces vimos las ruinas de Mérida, las mejores conservadas después de las de Roma. Llegamos al acueducto sobre el río Albarregas, llamado “de los milagros” porque es increíble que todavía se mantenga en pie. Caminamos bajo el sol, luego cruzamos el puente y por la ribera derivamos al centro de la ciudad. Los romanos, al igual que los árabes, estuvieron 700 años en la península, pero mucho antes: desde el siglo II a.C. hasta el V d.C. Y fueron los fundadores de todo, y fueron cristianos, por eso hay una continuidad entre romanos—visigodos—cristianos, que no existe con la cultura árabe. La presencia del pasado romano es señal de identidad para los extremeños, y reflejo de esto un abundante merchandising, en crecimiento, así como fiestas que recrean las costumbres de la Hispania. Si el mito heroico lusitano se fijó en Viriato, el hispano tiene uno singular: el auriga Cayo Apuleyo Diocles, nacido en Mérida, en el año 104 DC. Fue el ídolo que produjo Hispania para todo el Imperio, y su carrera es posiblemente inigualada hasta hoy: a lo largo de 24 años, compitió en 4257 carreras y ganó 1462. En una librería de Zafra encontré una novela histórica publicada en el 2004, titulada “El auriga de Hispania”, de Jesús Maeso de la Torre, basada en este ídolo global. Según el historiador Peter Struck, Diocles es el deportista mejor pago de la historia. Ganó 35.863.120 sestercios, equivalente a 15 millones de dólares. Por encima de Tiger Wood, Michael Jordan, Roger Federer y Lío Messi. Sobre estos héroes de guerra y deporte, y muchos otros que sería largo enumerar —deberíamos aquí recordar a visigodos y árabes— dejaron su huella en América una lista de célebres extremeños: Hernán Cortes, Francisco Pizarro, Ñuflo de Chávez, Alonso Valiente, Vasco Núñez de Balboa, Almagro, Orellana, Pedrarias del Aligmesto, secretario de Lope de Aguirre, la mayoría hijosdalgos sin propiedades ni oportunidades. También los extremeños fueron record en los primeros siglos de la conquista: 15000 en el S. XVI, 5000 en el XVII. Al fin en Mérida recorrimos parte de los monumentos romanos: el anfiteatro, el teatro, el templo de Diana, y la alcazaba, construida por los árabes de Abderramán II en el 813. Fue toda una tarde de sol intenso, que nos alcanzó para estos tres lugares, y un paseo por las calles. En pleno mediodía fuimos a un mercado a comprar una bebida bien fría, y reincidimos en el tinto de verano Don Simón. “No tiene mucha graduación alcohólica”, nos dijo la vendedora, “si no se lo toman de golpe no pasa nada”. Antes de las dos de la tarde nos tomamos el litro y medio, bien frío, alimonado, irresistible. En el último monumento visitado, terminamos riéndonos sin parar sobre las bases de qué se yo qué columna o mezquita o cabeza de toro, P. con la botella de plástico agitándose en sus manos.
En Cáceres repetimos la fórmula y fuimos al albergue de peregrinos Las Veletas. No tenía la atmósfera religiosa del convento de Zafra, y lo atendía un matrimonio español demasiado amable y ruidoso. Y había más peregrinos, igualmente devotos y deportivos. Llegamos al lugar luego de una larga peripecia, donde sufrimos otra vez las desventuras del parking, la dificultad para encontrar un espacio donde estacionar el auto, a no ser que uno esté dispuesto a pagar mucho, aunque de todos modos no se solucione el hecho de quedar lejos del hospedaje. Logramos un hueco frente a una plaza, y recorrimos cuatro cuadras en subida hasta el albergue. La otra cuestión fue llegar al domicilio Margallo 36, copiado en el GPS, que no hizo más que enloquecernos con la palabra recalculando, repetida como un mantra kafkiano, ante la maraña de manos y contra—manos, calles sin salida, peatonales, etc. Sólo durante ese atardecer paseamos por la ciudad vieja de Cáceres, que no es un monumento extático, sino ciudad activa que se mantiene igual que hace siglos. Allí viven los descendientes de las familias nobles, hoy muchas de ellas empobrecidas, y ligadas a un patrimonio valioso pero económicamente inútil, pues han declarado sus casas monumento intangible, y no pueden venderlas ni reformarlas. Entrar a esa ciudad es un viaje al pasado.
Nuestra visita terminó purificada por el fuego. No el sagrado, sino el que surgió de las viejas lanas de un sofá, abandonado en el patio del albergue. Hasta él voló una irresponsable colilla de cigarrillo, y a las tres de la madrugada al grito de ¡Fuego! ¡Fuego! nos hicieron salir a todos en calzones a la calle, en medio del humo y la desesperación. P. quiso seguir durmiendo, creyendo que soñaba, y tuve que insistirle que íbamos a quemarnos vivos en unos minutos. Recién entonces, resignada, se levantó… No hubo víctimas, y a la mañana temprano partimos hacia Badajoz, luego de comprar una torta del Casar, producto de marca local que nos endulzó la mañana luego de la aventura.
Para ir de Cáceres a Badajoz tomamos la ruta Ex 100, y nos vimos envueltos en un paisaje agreste de sierras y montes que nos invitaba a bajarnos a estirar las piernas y a internarnos unos metros para apreciar árboles y flores. Se veían carteles de cotos de caza, donde se practica tiro al pichón. Hicimos un pic nic allí, en un remanso cerca de Puebla de Ovando —poblado incrustado en el valle, que se veía dese la altura donde estábamos—. Busqué mi libreta. Había anotado algo que no entendía —me pasa con frecuencia—. P. se alejó por un sendero salpicado de flores amarillas, entre árboles de troncos carcomidos (¿alcornoques? ¿encinas?). La vi desviarse del camino, arrancar la flor de diente de león —un plumerillo—, levantarlo y soplarlo: los pétalos volaron, desintegrándose en la luz. Miré bien y reconocí el texto de la libreta: “pista de petana”. Un cartel que había visto en una plaza de Cáceres. Indicaba una cancha de bochas. Al lado, había anotado otro nombre: “Barraeca”. Era la denominación indígena del río que los romanos habían mantenido (y los árabes rebautizaron Albarregas). Es que los romanos, que tanto destruían, se cuidaban de los dioses de los pueblos que conquistaban. En este caso, del dios fluvial, para que éste protegiera las obras públicas que estaban construyendo.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *