Hacer un viaje es siempre una aventura, porque nos saca de lo cotidiano y nos confronta con otras geografías físicas y humanas. Entonces, junto al paulatino vaciamiento de nuestras rutinas (lo que llamamos habitualmente “desenchufarnos”, y que no siempre es fácil), abrimos nuestros sentidos a la diferencia y la vinculamos con los universos conocidos. Estos apuntes sintetizan algunas sensaciones del recorrido por un sector del sur de la Argentina y de Chile.

“El pueblo del molino”

Al llegar a Trevelin, provincia de Chubut, lo primero que nos sorprende es la sabia elección del lugar: un valle amplio, al pie de las montañas cordilleranas, a la vera de un río. Poco después nos enteramos que hizo falta un año entero de exploraciones para optar por el sitio preciso donde se levantó.

Cuando nos internamos en el interior del valle llegamos al centro del pueblo y recibimos otra sorpresa: la singular urbanización, donde se destaca una plaza central de la que salen como rayos siete diagonales.

Como geselinos sentimos alguna familiaridad cuando nos topamos con un espacio como éste, con un diseño diferente al común de las ciudades del país. También percibimos un aire de familia por la fuerte presencia de la historia que se siente en Trevelin: todo confluye en la leyenda de los galeses que colonizaron un espacio inhóspito. Las casas de té, las referencias turísticas, el museo regional, el molino harinero, reflejan una epopeya de la cual el pueblo se asume como heredero. Más o menos como ocurre en Villa Gesell con don Carlos, las fotografías de los antiguos pobladores están en todas partes, y hasta asoman algunas desmesuras como el museo dedicado al caballo “Malacara”, que salvó al pionero John Evans de una emboscada tendida por los indígenas (en la cual murieron sus tres compañeros, durante una travesía de reconocimiento).

Gente dura aquellos galeses. Una mujer nos muestra una foto de su bisabuelo, el pionero Martín Underwood. “Ahí tenía 28 años”, dice, y nos deja perplejos porque vemos la imagen de un hombre al que le calculábamos, por lo menos, 40. Gente curtida…

El objetivo de la emigración era, desde mediados del siglo XIX, huir del dominio de los ingleses. No querían perder sus patrimonios, pero lo que más les dolía era verse obligados a renegar de su idioma y su cultura celtas. Por eso 150 audaces y desesperados galeses embarcaron en el velero “Mimosa” y se animaron a desafiar al desierto patagónico, la tierra que los españoles no habían podido dominar en más de 300 años.

Los aventureros bautizaron “Madryn” al primer lugar que ocuparon, en homenaje al noble galés que promovió la emigración. A medida que fueron llegando más compatriotas a las colonias de la costa (Gaiman, Rawson, Trelew), fue necesario buscar nuevas tierras, y ese fue el origen de la colonización hacia el oeste.

La colonización era un interés nacional y el gobierno argentino, en 1884, promulgó la ley de los Territorios Nacionales. El primer gobernador de Chubut, Coronel Jorge Fontana, al frente de 30 hombres (los míticos “30 rifleros”), reconoció el lugar y lo bautizó «Valle 16 de Octubre», en homenaje al día en que se promulgó aquella ley. La colonia se fundó en 1888 y las primeras familias llegaron en febrero de 1891, entre ellas las de Martín Underwood y Edwards Jones. El gobierno otorgó una legua cuadrada de tierra a cada uno de los colonos y todos se pusieron a trabajar duro por sobrevivir y progresar.

Al entrar a una de las dos casas que sirven en tradicional té galés, nos topamos con una foto grande de Martín Underwood. Con reflejos geselinos preguntamos: “¿Ese es el fundador?”. “No, aquí no hubo un fundador, sino un grupo de fundadores”, nos responde un bisnieto del pionero. Luego nos dice: “Underwood es el que puso el primer molino harinero, por eso el pueblo se llamó Trevelin, que significa, en idioma galés, el pueblo (Tre) del molino (Velin)”. La cuestión del idioma es atractiva: los galeses intentan mantenerlo vigente, y con ese objetivo fundaron una escuela bilingüe. La toponimia de Chubut tiene una fuerte impronta galesa. Trelew, por ejemplo, significa “el pueblo (Tre) de Luis (Lew, contracción de Lewis). Obviamente, nos resuena en algún lado eso de “El pueblo de Luis”, pero conviene no exagerar las asociaciones.

Cuando le preguntamos si los galeses, además de extenderse de este a oeste, intentaron colonizar hacia el sur, por las actuales Santa Cruz y Tierra del Fuego, el bisnieto de Underwood nos dice con perdurable resentimiento: “Los galeses se extendieron de este a oeste, al sur fueron los ingleses”, y agrega, con sorna: “A ocupar campos y criar ovejas, pero sobre todo a matar indios”.

Nos despedimos de Trevelin con dos testimonios no ya vinculados a la historia, sino a la menos heroica actualidad. Una artesana de Lago Rosario, promocionada como “mapuche”, ofrece mercadería de poca calidad y originalidad. Además de esta decepción, cuando la consultamos sobre tejidos de la región, nos dice que “las mujeres ya no usan el telar”, que dejaron de producir “desde que reciben esos subsidios del estado”.

En una pizzería del pueblo el mozo se queja de que en Trevelin “no pasa nada” porque el intendente no quiere que se instalen boliches ni confiterías bailables. Es un hombre morocho, soltero, solitario, que fuma constantemente. Nos dice hace 20 años vino a trabajar desde Florencio Varela, por unos meses, y no se fue más. Ahora se queja: “Es un pueblo aburrido”, dice.  “Quieren que esto se mantenga como antes, como cuando estaban solamente los galeses, pero le digo la verdad, aquí yo no vi nunca ningún galés. La mayoría son como yo, negritos. ¿Me vez pinta de galés, a mí?”. Y sonrío con picardía.

Por último: sentimos un genuino orgullo cuando entramos al museo de Trevelin y descubrimos, sorprendidos, que el libro “Crónica de la colonia galesa de la patagonia”, de Abraham Matthews, lleva el sello de “Editorial Alfonsina”, del geselino José Roza.

Como se ve, no es fácil desprenderse de Gesell.

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De la cordillera al mar

Cruzamos a Chile por el paso Futaleufú. Esta palabra, mezcla de cascada y viento, pierde magia en la traducción al castellano: “Río grande”.  Vimos, a este río poderoso, abrirse en grandes anchuras, encabritarse en rápidos, zigzaguear entre bloques de piedra y enredarse en las penumbras de la selva valdiviana. Los expertos lo consideran entre los más aptos del planeta para travesías en kayac y para el rafting. Como si esto fuera poco, alberga más de 30 lagos, entre ellos los resplandecientes Espolón, Lonconao y Yelcho.

Íbamos camino a Chaitén. Desde la frontera son 200 kilómetros de ripio, que recorrimos custodiados por las grandes montañas saturadas de vegetación, en las que cada tanto asoma la inmóvil lengua blanca de un glaciar. A diferencia del lado argentino, el paisaje ofrece contrastes más acentuados entre montañas, vegetación y agua. Por la constante llovizna y la tremenda vegetación, por momentos nos sentimos en la mesopotamia o en el trópico…

Para probar nuestra fraternidad con los chilenos decidimos llevar a los que hacían “dedo”. Entonces descubrimos personas verborrágicas, comunicativas, abiertas, dispuestas a contar lo que fuera, a opinar sin prejuicios. Gente simple, agradecida, y pícara. Uno de ellos nos sorprendió:

-¿Así que vienen de Villa Gesell? Eso queda acá cerca.

-¿Cerca? Estamos a dos mil kilómetros…

-¿No me creen? Miren ese cartel.

En el cruce con el acceso al lago Yelcho, vimos un gran letrero publicitario:

VILLA GESELL LODGE

A 5 kilómetros. Cabañas, pesca.

Nuestro acompañante, que nunca había escuchado hablar de una ciudad argentina llamada así, no dijo que Gesell era el apellido del dueño, un chileno hijo de alemanes (¿?¡!).

Chile ofrece un concentrado de paisajes: montaña, nieve, hielo, lagos, ríos, selva, y ahí nomás, el deslumbrante océano Pacífico. Las flores y los frutos, alimentados de tierra y agua pura, llegan hasta la orilla misma del mar. Conviven los mariscos y los peces con la selva florida y esto da una mezcla indefinible de colores y aromas. El pueblo de Chaitén está allí, engarzado entre inmensidades, con sus coloridas casas de madera, mojado por“las largas eles de la lluvia lenta”, como escribió Pablo Neruda en un hermoso verso. La lluvia está siempre y es notable cómo la gente la tolera como si fuera aire, forma parte de un todo al que los habitantes están acostumbrados. Ni siquiera usan paraguas, simplemente se mojan. Por un misterioso contagio, la lluvia no nos molestó: no había que mirarla, ni escucharla. Era como el aire.

Chaitén es un cruce de caminos y también un límite: solamente se comunica con el continente a través de transbordadores. Son 12 horas hasta Puerto Montt y también se puede cruzar a la isla de Chiloé, navegando 6 horas. Nuestro itinerario era este último, de modo que mirábamos el mar con ansiedad y temeroso respeto, sabiendo que por ese camino sin huellas seguiría nuestra aventura.

En Chaitén, la mezcla de aromas se concentra en las “cocinerías”, espacios públicos concesionados a mujeres nativas. Allí disfrutamos de platos exquisitos, a precios populares: la paila marina, preparada con variedad de mariscos (cholga, choro, chorito, loco, almeja, vieira, piure), el caldillo de congrio, y los salmones recién pescados. Aunque había bonitos restaurantes, nada mejor que comer ahí, donde uno podía ver a las señoras cocinar con antiquísimo arte.

Instalados en un hospedaje, decidimos visitar el parque Pumalín, propiedad del magnate americano Douglas Tompkins. Nos encontramos con un lugar prolijo, cuidado, ejemplarmente organizado para la visita de turistas. Subimos por ordenados senderos hasta hermosas cascadas, metidos en la selva profunda, y llegamos a puntos panorámicos desde donde admiramos el volcán Michimahuida. A la vuelta, llevamos hasta Chaitén a tres jóvenes –dos chicas y un chico- guías de turismo de Puerto Varas. De inmediato charlamos sobre la polémica en torno al parque y a su propietario. Un tema siempre presente entre los chilenos de la zona.

El empresario americano compró 289 mil hectáreas de cordillera, selva, lagos y glaciares. Su presencia allí despertó sospechas y resquemores, pero el tipo convirtió ese lugar en una reserva, que desde el 2003 está consagrada por ley como “Santuario Natural” y administrada por una fundación.

–Los que se quejan son los industriales, tanto de la madera como de las salmoneras, porque les puso un freno– dijo una de las guías.

Este mismo empresario compró 70 mil hectáreas en la costa argentina, al norte de Río Gallegos, sobre el kilómetro 2385 de la ruta nacional 3. El objetivo es crear el primer parque nacional costero y la primera porción de estepa patagónica, con su fauna y con su flora autóctonas, preservada formalmente. En este proyecto esté involucrado la fundación Vida Silvestre, de modo que hasta ahora, el “yanki bueno” parece estar ganando la batalla por la credibilidad. En Chile, sus enemigos son los industriales, pero también hay planteos basados en la soberanía nacional y en las reservas de madera y agua…

Conocimos otros americanos: siete pescadores que paraban en el mismo hospedaje que nosotros. Estaban con dos guías de pesca chilenos, que les cobraban 2500 dólares a cada uno por una excursión de dos semanas, con todo pago (menos el pasaje aéreo). Luego de pescar salmones hasta saciarse (habían sacado 59 en una sola jornada, con la modalidad de pesca y devolución), esperaban el avión que los llevaría de vuelta a Puerto Montt. Como había tormenta de viento, andaban encerrados en el hotel sin saber qué hacer, preocupados por la demora. Los guías nos comentaban que, sin pesca, era difícil entretenerlos. La solución que encontraron fue traer abundante pisco sauer y esta bebida mágica los mantuvo alegres y bullangueros hasta la tarde. –Es increíble lo que chupan estos tipos –nos dijo uno de los guías. -Lo más notable es que al otro día, a las seis de la mañana, ya están listos para ir  pescar-.

Misteriosamente, el viento calmó y en cuestión de minutos, todo volvió a la normalidad. Nuestro trasbordador se dispuso a partir hacia Chiloé, “la isla de las gaviotas”. Cruzaríamos un brazo de mar. El viaje se hacía más largo y profundo.

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Chiloé, iglesias y brujos

Hasta el mediodía habían soplado vientos de 80 kilómetros por hora, por lo tanto era natural que nos preocupara embarcar a las cuatro de la tarde. ¿Puede calmarse el océano en tan pocas horas?

Desde Chaitén no se veía la isla grande de Chiloé, como habíamos imaginado: apenas se vislumbraban los contornos de las primeras islas pequeñas de archipiélago. ¿Qué estaría pasando allá, en mar abierto? Llovía y bajo esa cortina gris subimos al trasbordador sin pensar en nada, ya jugados a sobreponernos a los temores reales o infundados. A poco de navegar, nos dimos cuenta que el viaje sería apacible. El oleaje era suave, la línea del continente se iba perdiendo y seguíamos el camino del poniente, que ofrecía toda su gama de colores en minuciosa transformación.

Pronto hubo un espontáneo contacto con la variada fauna que poblaba el barco. No éramos muchos, pero sí de diversas nacionalidades. Los más atractivos eran los ciclistas solitarios, entre ellos un japonés que ya habíamos visto en la ruta desde Futaleufú a Chaitén. Con paciencia nipona y rostro inexpresivo pedaleaba bajo la lluvia, con un montón de bártulos que lo desbordaban, pero que mantenía en un extraño equilibrio. Un rato antes de subir al trasbordador, volvimos a verlo, en una postal melancólica: estaba metido en un refugio para ómnibus, bajo el “rumor atareado de la lluvia”, con sus cosas desplegadas sobre un banco. Permanecía inmóvil pero cada tanto miraba una foto y su cara de piedra se transformaba en una expresión de honda tristeza. ¿Qué misterio encierran estas personas, que salen al camino solitarias, durante meses y meses? Por suerte esta visión quedó compensada cuando lo vimos estallar en un grito de alegría al encontrarse, ya en la nave, con una pareja de ciclistas suizos. Aunque viajaban por separado, era evidente que se había cruzado varias veces, quién sabe en qué lugares del planeta.

Al llegar a la isla grande uno entiende que todo viaje se despliega en el espacio, pero también en el tiempo. Junto a las lanchas chilotas, las infinitas bahías, los infinitos puertos, los mariscos sin nombre, las matas de vegetación colgadas de las montañas y los manchones de campo verde, aparecen las iglesias, integradas al paisaje, como una segunda naturaleza. ¿Por qué hay más de 150 iglesias en un territorio que no supera en extensión a la provincia de Tucumán?

Las iglesias de Chiloé son uno de sus rasgos más visibles y más promocionados. En el 2000 la UNESCO eligió dieciséis y las declaró Patrimonio de la Humanidad. ¿Será que esta abundancia encubre una tensión oculta e intensa del catolicismo conquistador con la mitología nativa? El temprano desembarco de los españoles en 1550 y el natural aislamiento del lugar permitieron un cruzamiento prolongado, que derivó en una sociedad fuertemente integrada. Con un esfuerzo de imaginación, podemos recrear la vida cotidiana de esa sociedad, separada de todo, a la que llegaban barcos muy de vez en cuando, forzada a convivir y especialmente a sobrevivir. Los españoles y los indios, en parecida pobreza de medios, no tardaron en soñar juntos y compartir fantasías. Expediciones en busca del la Ciudad de los Césares partieron desde Castro en 1620 y se repitieron en los siglos posteriores. Chiloé fue el punto de partida de los jesuitas para muchas exploraciones, entre ellas la de sacerdote Mascardi, que llegó hasta las orillas del Nahuel Huapi. Las supersticiones nativas también sobrevivieron: seres mitológicos y una zoología fantástica floreció junto a curanderos y brujos, que llegaron a formar una sociedad secreta llamada “Recta Provincia”. Pero la colisión debía llegar, necesariamente. La historia registra un proceso a unos cien “brujos y machis”, en 1880, que fueron arrastrados desde sus refugios y juzgados en Ancud.

Chiloé es “el jardín de iglesias”, como lo llamaron los propios jesuitas, pero oculta, como la otra cara de la luna, un complejo estrato mágico y mitológico, que no se repite en ningún otro lugar de Chile.

Nuestro recorrido por la isla, de sur a norte, se inició en Quellón (significa “puerto de auxilio”, en veliche). Su fisonomía repite un modelo: puerto, palafitos (construcciones sobre pilotes, en el agua), bahías, islas e islotes a la vista, casitas de madera, montañas y morros. Hicimos una recorrida breve por la feria, donde nos impresionaron las bolsitas de almejas y cholgas crudas, al punto que nos animamos a comerlas en ese momento. Nos gustó la simpatía y buena onda de las vendedoras, pícaras y comunicativas chilenas que se reían todo el tiempo exhibiendo sus dientes cascados.

Al día siguiente, a poco de andar por la obvia carretera principal, decidimos incursionar en los caminos laterales para conocer los pueblitos del interior. Fuimos hacia el oeste, recorriendo las orillas del Huillinco y el Cucao, lagunas y ríos de aguas arcillosas, de color rojizo. Llegamos, por un camino de ripio rodeado de vegetación, al pueblo de Cucao. Las aguas mansas de la laguna, a través de un riacho que zigzaguea, llegan tímidamente hasta un océano abierto, distante, temible. Las playas medanosas y extensas se entreveran con la selva. El conjunto forma un paisaje único.

Una cocinera de edad indefinible nos recibió en el comedor de su casa, y allí degustamos un sabroso pejerrey de incierta filiación: el mar y la laguna tienen una zona intermedia, en la que se mezclan sus aguas, y allí pescan estos pejerreyes que aquí o allá, siguen siendo los grandes reyes del sabor.

El viaje a Cucao fue nuestra única incursión al oeste. El desarrollo de la isla se dio en la otra orilla. Allí están los archipiélagos habitados y lo que aquí llaman la “cultura bordemar”: un modo de vida que integra la tierra y el mar y se caracteriza por los palafitos, el uso intensivo de la madera, las artesanías, el cultivo de la papa, la cría de ganado, la pesca y el desarrollo de la navegación en lanchas chilotas. Allí vamos…

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Paisajes y personas de Chiloé

Cuando dejamos Cucao, en el extremo oeste de la isla de Chiloé, llevamos una pareja de jóvenes que hacía dedo. Aparecieron de pronto en la tarde clara y lluviosa, y tal vez fue el aura de amor que se les notaba lo que nos decidió a llevarlos. Un rubio y una morocha. Un alemán de la frontera con Austria, de rasgos típicos pero no de los sosos sino de los que tienen salero. Una australiana de tez oscura, rasgos indígenas, belleza enigmática. Se habían conocido en Santiago. Ella perfeccionaba sus conocimientos de español, él viajaba como guía de turismo. Estaban de paso y la flecha de cupido los atravesó de lado a lado. Largaron todo y comenzaron un viaje que ya llevaba seis meses por territorio chileno. Los dejamos en un cruce de caminos, flotando en una especie de felicidad sin rumbo, como si ese viaje pudiera durar toda la vida.

De Huillinco nos llevamos una muñeca hecha con lana hilada a mano, obra de la artesana Cleofa, una anciana de la comunidad huilliche que nos recibió en su casa. La viejita nos convenció de comprar una, asegurándonos que los revendedores de las ciudades la ofrecían al doble de precio. Sus modelos repetían mujeres erguidas en actitud serena, con las manos unidas sobre el estómago. Cada tanto este predominio femenino resultaba alterado por uno masculino en actitud ociosa, sentado y despreocupado. La viejita soltó una ironía: “los hago así porque esa es la actividad principal del hombre chilota”. Sonreímos con ella, compramos y seguimos viaje con la muñeca, a la que naturalmente que bautizamos “Cleofa”.

Enriquecidos por estas fugaces experiencias continuamos hacia el norte, deslizándonos por la piel de la isla que nos deslumbraba con su paisaje. Suponíamos poco más que una roca pelada, húmeda y habitada por gaviotas, y nos encontramos con selvas, pájaros, frutos, ríos, valles y montañas. Al corrernos de la ruta principal, rápidamente nos perdimos en caminos de ripio, franqueados por la misma vegetación exuberante del continente: nalcas (plantas de hojas gigantes con las que se prepara el curanto), arrayanes (allí abundan como la acacia en Gesell), ulmos (cuya flor blanca produce una miel de gusto rarísimo), fuxias (nuestras aljabas), coihues (árboles gigantescos), colihues (cañas), maitenes, tinneos y variados cipreses. Esta incursión horizontal en la selva valdiviana se combinaba con un viaje vertical hacia las alturas. Cuando ya el camino parecía perderse en el cielo aparecían vistas panorámicas con la misma postal: islotes de variada extensión recostados sobre un mar silencioso y azul.

Visitamos el museo de Chonchi, donde conocimos parte de la historia y probamos las “roscas chonchinas” y el “licor de oro”, productos típicos del lugar. Quien tiene gimnasia en el tema “atractivos turísticos”, sabe que a veces basta con que unas señoras hagan tortas fritas, las promocionen como características de la zona y el tiempo las convierta en un “producto típico”. Algo así pasaba con las “roscas”, que no eran otra cosa que harina, agua y azúcar. Otro “producto típico” era un musiquero que atacaba a los visitantes con la bandoneona y desplegaba un discurso poco creíble sobre la “musica chonchina”. Sonaban rancheras y otros ritmos clásicos, y los turistas –incluidos nosotros- nos debatíamos entre comprar un compact, por compromiso, o escapar de allí ante la primera distracción del musiquero. Cuando ingresó en tumulto un contingente de jubilados lento, bullanguero y oloroso a colonia nos escabullimos.

Ahora bien, salvando estos detalles poco importantes, esta visita nos sirvió para revalorizar los museos y su gente. En este caso, una mujer muy preparada explicaba con detalle y pasión aspectos de las costumbres lugareñas. Nos mostró, entre otras cosas, el “fogón familiar”, centro de la vida de los nativos de la isla, donde se comía y “estaba” la mayor parte del tiempo. En el techo las características “troneras” evitaban tanto el humo como el ingreso del agua de lluvia. Nos quedó como enseñanza que para cualquier turista un museo es un espacio esencial. Los que tenemos en Villa Gesell son muy buenos, y la gente que trabaja en ellos también, por lo tanto debemos darles cada vez más apoyo, importancia y jerarquía.

En esta encrucijada del relato, citamos una frase de Bioy Casares: “Los viajes, porque nos enriquecen de recuerdos, agrandan la vida”. Y como la vida no cabe entera en estas páginas, debemos esquematizar nuestro recorrido hacia el norte, que a partir de Chonchi paso por Castro, Dalcahue, Curaco de Velez, Achao (Isla de Quinchao), San Juan y Quemchi. En esta última ciudad paramos en una cabaña, propiedad de un hombre mayor que rápidamente nos contó su vida. Había sido elegido tres veces intendente de la comuna representando al minoritario partido radical que forma parte de la coalición del actual gobierno nacional. Aunque se retiró de la política, dejó herencia: el actual intendente es uno de sus hijos. Descubrimos que, en el Chile de hoy, “Bachelet” no rima con “Pinochet”… Y sin embargo hay una cultura cívica que parece hacer posible esta “convivencia de los contrarios”, aunque en delicado equilibrio.

Quemchi es otra maravilla de la naturaleza pero tiene, como todo el mar que vimos en Chiloé, las manchas del progreso: las salmoneras. Desde hace treinta años, cada vez de modo más agresivo, esta industria modificó el paisaje y la vida del archipiélago. La gente vive este progreso con sentimientos encontrados: algunos valoran que se hayan creado fuentes de trabajo, pero otros –los más pensantes- ven la otra cara de la moneda. Nuestro amigo está decididamente de este lado. En primer lugar, dice, los convenios de concesión de firman en la Capital, nosotros como estado municipal no recibimos ningún beneficio; en segundo lugar, el modo de trabajo, con criterios de empresa globalizada y turnos rotativos, atenta contra la cultura y la salud de la población; en tercer lugar, el abuso de alimento balanceado y los excrementos de los salmones, están contaminando el mar. Por suerte –continúa- las tormentas cada tanto rompen las jaulas, y los salmones se desparraman por lagos y ríos. Estos accidentes, que se repitieron una y otra vez, dan como resultado una fiesta para los pescadores, pero también un efecto nocivo: la depredación de las especies nativas.

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En las orillas del Petrohué

Dejar Chiloé fue como empezar a volver a casa. Era el extremo de nuestro viaje: lo demás sería un lento retorno hacia lo conocido. En Quemchi, al este de la isla, nos despedimos cruzando hasta el islote Aucar, unido al continente por un puente de madera de 500 metros, muy pintoresco. El islote es pequeño pero muy hermoso. Allí confluyen en armonía un jardín, una iglesia y un cementerio. Pasear por él es impregnarse de estas tres heridas: vida, amor, muerte.

Nos alejamos de Quemchi, cruzamos desde Chacao (30 minutos de transbordador) al continente y viajamos hacia el lago Llanquihue. La vista del volcán Osorno, puntiagudo, simétrico y solitario nos acompañó desde entonces. Es una presencia absoluta: desde todos los puntos, entre arboledas, nubes, lagos y caminos, su figura emerge poderosa, única, dominante.

Pasamos de largo Puerto Montt y llegamos a Puerto Varas, pero el exceso de gente nos disparó hacia Ensenada y luego al Parque Nacional Petrohué. Este río se aleja de las orillas del Llanquihue y corre hacia la cordillera para desembocar en el Lago Todos los Santos. En la confluencia un imponente hotel cinco estrellas espera a los turistas que pueden pagar doscientos dólares por noche. No era nuestro caso. Atardecía y estábamos resignados a volver cuando vimos un cartelito: “Hospedaje de la familia Kuschel”. Lo buscamos, sin éxito. Salvo la exclusiva hostería, no había más que bosques y playas vacías. Como en las calles no había un alma decidimos preguntar en la conserjería del lujoso establecimiento.

Allí una chica poco informada nos dijo que el hospedaje quedaba en la otra orilla del río, pero que no había puente, ni camino. “Tienen que venir a buscarlos en un bote o conseguir alguna lancha que los cruce”, nos dijo. Le pedimos el teléfono. “No tienen”, apuntó. Ante semejante solidaridad acudimos a ritos primitivos: nos acercamos al río y comenzamos a gritar hacia la otra orilla. Era casi de noche y mirábamos con esfuerzo las casitas de enfrente, quietas y silenciosas. Cuando ya nos resignábamos se encendió una luz en el amarradero y el agua se movió: un bote había empezado a cruzar.

Un muchacho llamado Harold Kuschel nos recibió con naturalidad. “Tienen que tocar bocina”, explicó como si tal cosa. En una breve charla supimos que era bisnieto del primer ocupante del lugar, un alemán que huyó de la guerra y se instaló en medio de la naturaleza virgen. Con el tiempo, superando innumerables obstáculos, el guerrero alemán logró prosperar y obtener del gobierno chileno un derecho precario de ocupación.

El encuentro con esta familia fue uno de esos milagros que suceden en los viajes, cuando uno menos lo espera y en situaciones críticas. Tuvimos el “paisaje cinco estrellas” desde un cuartito humilde, metido en el laberinto de una casa construida con maderas, a la que le fueron agregando dormitorios a medida que la familia crecía. Toda la propiedad ocupaba una franja de cien metros por un kilómetro de largo, apretada entre la orilla y la montaña: justo donde el lago se adelgaza para encauzarse en el fogoso río. Además del paisaje, disfrutamos de las truchas ahumadas que la anciana María preparó con la naturalidad que otorgan los años lentos…

Cuando amanecimos en ese rincón extraordinario del mundo nos esperaba un desayuno con pan, dulce y queso, todos productos caseros preparados por la sabia mujer. Al salir a la luz fresca del día, me topé con una imagen perturbadora: Harold fileteaba un enorme salmón. Había pescado tres. Este era el más grande: pesaba 18 kilos. Ya le había sacado las tripas y éstas, desparramadas por el piso, alimentaban a gallinas, gansos, gatos, perros y chanchos. Un mundo animal en armonía, satisfecho y por lo tanto, sin desesperación ni agresiones, se nutría de los frutos del río.

Mientras el muchacho prometía llevarme a pescar, yo observaba la escena con sorpresa y alegría. Comprobaba cómo los lugareños zafaban de una perversión que imponen en todo el sur. Me refiero a que en la zona de ríos y lagos la relación de las personas con las truchas (y salmones) es perversa. Los peces están ahí pero no se los puede usar. Sólo se permite la pesca con las modalidades “fly cast”, “spining” o “trolling”. La primera (con mosca) es para entendidos. Hay que tener buenos equipos –caros- y practicar interminablemente para tomarle la mano a la técnica. Por otra parte, en la mayoría de los cotos rige la pesca “con devolución”, lo que significa que hay que volverlas al agua sin siquiera sentir el aroma exquisito de su carne. El spining es más común. Se usan cucharitas o señuelos, pero los ríos y lagos han sido tan transitados por impacientes y torpes turistas que las truchas son impermeables a todo engaño. Difícilmente muerden el anzuelo adornado con esos alimentos ficticios. El tercero es efectivo: se pesca con el bote en movimiento y la caña fija. Pero también es “efectivo” su costo: hay que pagar como mínimo 100 pesos por hora de excursión.

Si la pesca es cara, la compra de truchas es cara y compleja. En las pescaderías, paradójicamente, ofrecen filet de merluza. Hay que acudir a los escasos criaderos, donde por “módicos” 30 pesos se puede comprar un kilo de trucha, con el siniestro mecanismo de elegir el ejemplar mientras corretea encerrado en piletones. Hay, también, una ofensa peor: te ofrecen pescarlas en un lago artificial, sin cargo adicional. De este modo la caricatura de pescador en que uno se convierte captura de ese balde gigante las truchas que va a comprar y a comer…

La forma más simple y natural de pescarlas, es decir con carnada, está prohibida y penalizada. Salvo para los lugareños. Ellos zafan de esta prohibición perversa: ahí están los peces y ellos los capturan. Usan lombrices, ranitas, páncoras. Luego los comen o los venden. Yo miraba el proceso de fileteado, que era una fiesta digna de un dibujito de Disney, y me esperanzaba en compartir una tarde de pesca. Fantaseaba, en realidad con entrar, de la mano de los lugareños, al reino de la libertad.

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Despedida de Chile

Un científico afirma que hay siete razones por las que cree en Dios. Una de ellas es “la variedad inagotable de recursos de que se vale la vida para realizar sus fines, lo cual es manifestación evidente de la una Inteligencia que preside todo lo creado”. Y pone este ejemplo: “El salmón joven, después de pasar varios años en el mar vuelve a su río y remonta su corriente siguiendo la margen por la cual afluye el tributario en que nació. ¿Qué lo hace regresar a su punto de partida con esa infalible precisión? Si se lo transporta a otro tributario se dará cuenta de que se ha apartado de su camino natural y se esforzará por bajar de nuevo el curso de ese afluente hasta llegar al río principal y entrar en aquél donde ha de cumplirse su destino”. Si le agregamos que algunas especies mueren después de desovar tenemos algo más, algo infinitamente trágico y sutil. Morir y dar mi vida, dar vida y morir. Los salmones del Petrohué pertenecían a esta última raza y ante tal manifestación de arte divino se empequeñeció mi deseo de pescarlos. También perdió rigor y sentido la prohibición que pesa sobre los pescadores. ¿Qué más da dejar ahí o sacar del agua a esos animales agónicos, quietos en los pozones como submarinos averiados esperando su hora? Para pescar con los lugareños debíamos esperar hasta el día siguiente y para mí implicaba poner las vacaciones en función de la pesca, lo cual era descortés. De modo que como buenos turistas recorrimos los imponentes saltos del río y seguimos nuestro camino.

Rodeamos la costa este del lago Llanquihue atentos a que los camiones de las salmoneras no nos pasaran por encima en alguna curva del sinuoso camino de ripio. No pasó nada porque nuestra actitud fue la de los perritos que ante un adversario grande deciden aniñarse y pasar por inofensivos. Recostados sobre la vegetación espesa que colgaba de las piedras los dejábamos pasar. No teníamos apuro. Preferíamos respirar tranquilos la humedad de la selva valdiviana, mirar desde los distintos puntos panorámicos el gigantesco lago Llanquihue y admirar, una y otra vez, la inmóvil, serena y patriarcal autoridad del volcán Osorno.

Al llegar a la localidad de Las Cascadas nos debatimos entre visitar a dos mujeres que habíamos conocido en Chiloé o seguir nuestra ruta hacia Frutillar. Detenernos significaba pasar al menos una noche allí. Una de las señoras tenía una casona frente al lago y nos había invitado a hospedarnos. Temíamos por el exceso de amabilidad que habían mostrado, una efusividad que tal vez provenía del propio aburrimiento. ¿Cuál es la necesidad de establecer, ansiosamente, vínculos tan inmediatos mientras se viaja? Un momento compartido, una charla ocasional, el gesto oportuno incluso solidario en ciertas circunstancias está bien pero una invitación a compartir más tiempo ya implica otro compromiso. Decidimos seguir de largo. Esa misma tarde recorríamos la costanera de Frutillar. Algo curioso sucede en este prestigioso lugar turístico: está partido en dos. La zona de la costa se limita a unas pocas manzanas y es pintoresca, prolija, algo lujosa. La zona alta está a un kilómetro de distancia y allí vive el pueblo llano. Están separadas por un espacio verde y seguramente por algo más. Y todo indica que este designio de dos “frutillares” diferenciados continuará en el tiempo, indefinidamente. En el Frutillar Bajo el predominio de la colectividad alemana es evidente y se hace visible en dos instituciones: el club alemán y el museo de la colonización alemana. Este museo es magnífico, en todo sentido, y muestra la epopeya de los alemanes que llegaron a partir de mediados del siglo XIX.

Nos alojamos frente al lago, en la hostería “Del Arroyo”. Los geselinos conocemos bien las ventajas de viajar fuera de temporada: los lugares cuestan la mitad. También conocemos, por experiencia propia, la tristeza de los centros turísticos cuando quedan vacíos. Frutillar estaba así: muy barato pero impregnado de melancolía. La pieza de la hostería era enorme, de techo alto, blanco con manchas de humedad en las esquinas, piso de parquet y una cama como para cuatro. Transmitía un antiguo esplendor, una grandeza perdida. Una señora mayor de rostro sereno, muy hermosa, tejía en la recepción junto a una gran estufa de corazón encendido. El esposo iba de aquí para allá. Era un hombre bajo, calvo, enérgico, que parecía empeñado en mantener un dinamismo a contrapelo de la mansa soledad que lo rodeaba. Habían comprado la hostería quince años atrás para vivir una vejez retirada y tranquila. Ahora estaban ansiosos por venderla para volver a  Santiago donde viven sus hijos y nietos. ¿Qué sentido tiene estar aquí sin ver crecer a los retoños de nuestro amor?, se preguntaban. Cada día les parecía tiempo perdido…

Dejamos Frutillar rumbo al norte, hacia los lagos Rupanco y Puyehue. Al empalmar la ruta que va a Entrelagos notamos que se acercaba un auto a gran velocidad. Nos hacían luces, tocaban la bocina, no entendíamos qué podían pretender de nosotros. Eran las dos mujeres de Las Cascadas. Se bajaron del auto y nos abrazaron amistosamente. Habían reconocido la camioneta y nos siguieron para reiterar la invitación a hospedarnos en la casona frente al lago… Con amabilidad les dijimos que no, que seguiríamos viaje. Se mostraron afectuosas y no insistieron, demostrando que se trataba de dos mujeres con ganas de vivir, de comunicarse y de genuina bohomía. Simplemente teníamos planes diferentes.

Esa misma tarde llegamos a las Termas del Puyehue. La hostería era muy cara pero había una alternativa, ocho kilómetros más adentro del parque nacional: las termas Aguas Calientes. Con cabañas a precios módicos, desayuno abundante y acceso a las piletas.

Nos sumergimos en las aguas curativas en tres etapas: en la pileta cubierta departimos con una mayoría de lentos ancianos que recorrían el agua con la torpeza de los recién nacidos, perplejos y felices. En la pileta al aire libre sentimos el frescor de la atmósfera. El contraste nos revitalizaba. Por último tuvimos nuestro encuentro con la plenitud y el éxtasis en los pozones diseminados por la orilla. Fue nuestra despedida de Chile. Bajo las pesadas hojas de coihues, ulmos en flor, arrayanes y cipreses el río zigzagueaba oscuro y nebuloso. Lentamente nos sumergimos en el agua caliente, sobre lechos de piedra, rodeados de corrientes de agua helada. Quietos, flotando en una intimidad ajena, escuchábamos los mínimos rumores del río, las gotas de lluvia. Del fondo de la selva, como dulce trueno se soltó el trino del chucao. Y enseguida, a pocos metros de nosotros, el saludo de huet huet. Reiterado, cálido, amigable, como si quisiera iniciar con nosotros un diálogo imposible.

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Encrucijada

Cruzamos por el paso Samoré y llegamos a Villa la Angostura. Antes de continuar con el relato sacamos el mapa, lo apoyamos sobre la mesa y miramos atentamente. Veamos. Desde este lugar podemos trazar dos recorridos: el de regreso a Villa Gesell o el que baja hacia el sur. El primero pasa por Confluencia, Neuquén, Choele Choel, Bahia Blanca, Mar del Plata. El otro por Bariloche, El Bolsón, Cholila, Parque Nacional Los Alerces, Villa Futalauquen. ¿Qué hacemos? El relato llegó a esta encrucijada por esos caprichos de la inspiración: quiso empezar en Trevelin. Por eso nuestro primer apunte de viaje se tituló: “el pueblo del molino”. Ahora bien, si ya mismo tomamos la ruta de regreso nos quedará sin contar –para siempre- el primer recorrido importante de este viaje. ¿Se ve claramente el dilema? Los textos son como las líneas de los mapas: indican la realidad pero no son como ella. Podemos empezarlos en cualquier punto. Nos tomaremos entonces esta licencia y llevaremos el relato rumbo al sur. Ya habrá tiempo para contar el regreso.

Caprichosamente decidimos no entrar a Bariloche y seguir hacia El Bolsón. Este famoso lugar nos pareció desabrido y gris. Llovía sobre este agujero desde un cielo plomizo y no encontramos otro consuelo que las murras silvestres que abundan por todas partes. Como si Dios las hubiera puesto para antídoto natural contra la tristeza. Andábamos todo el tiempo con los dedos morados. Las comíamos mezcladas con yogurt, helado, miel, azúcar. Nos alojamos en una cabaña de Lago Puelo y aprovechamos las jornadas lluviosas para descansar y ponernos al día. Entre la bruma reconocimos algunos encantos de este lugar: la subida al Piltriquitron, la cerveza artesanal, las caminatas a las cascadas (en todos lados hay caminatas que llevan a cascadas), El Hoyo de Epuyén. La Feria Artesanal nos dejó un sabor agridulce: vimos algunos puestos buenos pero predominaba el hippismo decadente.

Visitamos una granja para comprar queso casero. Nos atendió un hombre singular. Vestido con mameluco se ocupaba de todo el trabajo. Tenía vacas, chanchos, conejos; plantaba tomates, zapallos, frutillas. Era descendiente de alemanes. No quería vender su parcela de tierra a pesar de las ofertas que recibía. Casi todo el campo alrededor estaba vendido a precios increíbles pero él porfiaba en sus labores, en su rutina, de sol a sol. Parecía un personaje de El Principito, solo y completo y atareado en su mundo. Cuando llegamos estaba en un galpón ordeñando tres vacas de ubres gigantescas. Nos pidió disculpas, nos pidió que esperáramos unos minutos hasta que terminara. Las vacas estaban alineadas una junto a la otra. Adelante tenían un recipiente para la comida, atrás un piletón para los excrementos, en el medio las enormes tetas caían sobre baldes. En esa posición pasarían todo el invierno, produciendo 20 litros de leche diarios cada una. ¡Veinte litros! Nos convencimos de que nuestro conocimiento de la naturaleza es muy pobre. Fue como volver a poner en la hoja en blanco: redacción tema La Vaca. El día que comprendamos este fenómeno natural que nos da la leche, la carne y el cuero habremos alcanzado la más alta sabiduría.

Pasamos Cholila y entramos por el norte al parque nacional Los Alerces. Comprobamos que este parque es la máxima expresión del paisaje de montañas, ríos y lagos del sur argentino. En el bosque andino patagónico abundan los cohiues, ñires y lengas, las tres del género nothofagus Pero lo singular de esta región es que este bosque predominante limita hacia el oeste con la exuberante selva valdiviana, donde habitan los alerces milenarios.

El alerce se llama lahuan en idioma mapuche. La ambigüedad y la tensión entre las denominaciones española e indígena se filtran constantemente. Por ejemplo: los folletos del parque oscilan entre ambas. Se promocionan excursiones al Alerzal Milenario, al Viejo Lahuán, Alerce Abuelo, al Lahuán Solitario. Se trata del mismo árbol nombrado por dos culturas distintas, contrapuestas. Es evidente que una no puede terminar de aplastar a la otra, al menos en su riqueza lingüística. Uno de los guías nos dice que el alerce es una conífera europea. “Nada que ver con este árbol, pero algún europeo lo bautizó así”. ¿No será mejor que el alerce siga siendo alerce en europa y aquí llamarlos lahuán?

Ajenos a los vaivenes de nuestros nombres, que son la expresión de un dominio sobre la tierra y sus frutos, y que fracasan al intentar atraparlos, ellos asombran con su presencia. Son gigantescos y antiquísimos. De este lado de la cordillera hay un ejemplar de 2600 años, del otro lado hallaron aún más viejos. Es la segunda especie más antigua del planeta y ésta es una de las razones por las que los cuidan como si fueran oro. Son, en realidad, más que oro. Son tesoros de tiempo acumulado casi tan silenciosos y lentos como las piedras: sus troncos crecen a razón de un milímetro por año.

Habría que ser poeta para describir el impacto físico que produce el encuentro con los lagos Rivadavia, Verde, Menéndez y Futalaufquen. Y con el río Arrayanes. Y con el brillo secreto del lago Cisne, donde no llegan las truchas a causa de los enormes saltos del río que lo desagua. Antes estos paisajes nos quedamos sin aliento, sin palabras. Con las personas es diferente, tal vez porque se parecen más a nosotros. Y por esta misma razón es la materia que más nos atrae. Conocimos a los Coronado, lugareños con derecho de ocupación de una franja de orilla del lago Verde. Uno de los jóvenes de la familia es guía de pesca. Lo contratamos una tarde y pudimos pescar seis truchas haciendo “trolling” en el lago Menéndez. Cinco fueron al agua y trajimos una para la cena. (..)

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Fin de viaje

“Me gusta el aire de aquí”, escribió Atahualpa Yupanqui. Este verso es la mejor manera de expresar lo que sentimos al volver a Villa Gesell. Haber visto paisajes incomparables no nos quita el gusto por nuestra ciudad, al contrario parece potenciarlo. Así lo sentimos cada vez que volvemos de un viaje, largo o corto. Puede ser que en éste, cuyo relato hoy concluye, haya influido –por contraste- el recorrido que hicimos antes de llegar. Fue un paseo por algunos lugares de la costa atlántica que no conocíamos: Dunamar, Claromecó, Mar del Sur.

El primero es un barrio parque fundado por Ernesto Fridolin Gesell, el hermano mayor de Carlos. Conocer Dunamar era una deuda histórica y la verdad es que nos encontramos con unas pocas manzanas de médanos forestados. Es curioso y forma parte del entramado sicológico de la familia Gesell que Ernesto haya comprado 500 ha de médanos vírgenes quince años después de que su hermano menor comprara la fracción que hoy es Villa Gesell. Uno supone, ligeramente, una competencia fraterna que se resuelve de un modo atípico: comprando arena y forestándola. Lo cierto es que Dunamar es un bonsái de Villa Gesell, una reproducción reducida. El paisaje es similar pero tiene unas pocas manzanas urbanizadas. Lo recorrimos en un par de horas. Buscábamos indicios “geselinos” y por cierto encontramos la casa de la hija de Ernesto, Isabel, quien junto a su esposo Angel Fangaut fueron escenciales en la forestación y consolidación del lugar. Llegamos por indicaciones de los vecinos. Nos encontramos con una casita en el bosque, donde se vende miel, dulces y hongos. Golpeamos pero nadie atendió. Había un televisor encendido y vimos la figura de una persona mayor caminando por la casa. Nos alejamos sin insistir.

Un breve paseo por Claromecó nos inyectó deseos de volver. Desolado, seco, polvoriento, sin árboles ni jardines, fue la demostración de cuántos lugares feos y descuidados hay en la costa. Con Mar del Sur la experiencia fue parecida. Hay una extraordinaria reserva de árboles que nace en Miramar pero se corta al llegar a esta pequeña localidad. Es indudable que en temporada estos lugares se transforman y cobran vida, pero son incomparables con Villa Gesell, tanto en verano como en invierno.

Volver paseando fue una estrategia para amortiguar el final de las vacaciones. Por más que uno vuelva al lugar de pertenencia, el regreso siempre tiene sabor a lunes… Cuando cruzamos desde Chile por el paso Cardenal Samoré pasamos por Villa La Angostura. Desde aquí partimos hacia Confluencia rumbo a Neuquén, atravesando el paisaje lunar que acompaña al río Limay y las represas de Alicurá y Piedra del Aguila. En el Chocón nos encontramos con un mundo de dinosaurios rescatados por investigadores aficionados. Este valle que hoy se ve reseco y arcilloso hace cien millones de años era caluroso y húmedo. Por alguna extraña razón un gigantosaurus se metió en este terreno resbaladizo y quedó sepultado hasta el 25 de julio de 1993, cuando lo encontró Rubén Carolini, un neuquino dedicado por vocación a la paleontología. A 18 kilómetros de la villa El Chocón, el animalito de 10 toneladas de peso y 14 metros de longitud estaba sepultado en estratos de arcilla y arenisca compactadas, en lo que fue alguna vez la costa de un río o laguna. Tal vez por torpeza o por un impensable impulso hacia la fama lo empujó a meterse en un terreno blando, que no podía sostenerlo y se hundió. Ahora se lo puede ver en el Museo y dejó el anonimato para tener nombre: “Gigantosaurus Carolini” (giga: gigante; noto: sur; saurus: reptil). Como un dato aleatorio pero importante, apuntamos que nuestro monstruo neuquino superó al archifamoso Tiranosaurus Rex, protagonista de Jurassic Park. El nuestro es, en el género de los dinosaurios carnívoros, más antiguo y más grande.

La ruta hacia Choele Choel es siempre difícil por la presencia abrumadora de camiones que transportan frutas y verduras del valle. La compensación de estas incomodidades es comer fruta verdadera, de la que ya es difícil conseguir. Es decir: ésta no sale de ninguna “cámara de frío”, como muchas de las que comemos aquí, generalmente sin olor, ni textura ni sabor. Pasamos una noche en Choele, en casa de amigos y seguimos viaje. Antes de llegar a Tres Arroyos ya era de noche de modo que decidimos entrar a Coronel Dorrego. A esta ciudad se accede por un camino paralelo a la ruta. Esto la hace permanecer oculta y la sensación que produce ingresar a la ella es la de un descubrimiento. Aparece con toda su riqueza pampeana, típica, característica: plazas, edificios tradicionales (son monumentales los del Banco Nación, la Iglesia y el Municipio), casas antiguas y sobre todo una calma proverbial que se notaba especialmente el domingo a la tarde. Buscamos un hotel –hay dos, uno estaba cerrado: fuimos al otro-. Cuando cayó la noche salimos a la vereda y nos quedamos impactados: una fila de autos pasaba delante de nosotros; avanzaba dos cuadras y doblaba por la calle que bordea la plaza principal. De inmediato pensamos en un cortejo fúnebre, pero el semblante de los vecinos no era funerario. Al contrario, vestían ropas de fiesta y miraban con rostros ligeros y despreocupados a los que se les cruzaban. Imaginamos una procesión, una fiesta local, el festejo de un acontecimiento deportivo… La fila no terminaba nunca y se retroalimentaba. No distinguimos -porque no estábamos tan atentos- si acaso los que ya habían pasado volvían a sumarse a la misma ronda interminable. A la vez notamos que éramos blanco de curiosas miradas. Nos observamos: la misma ropa de todo el viaje, lavada y reciclada; nada que pudiera llamar la atención. Volvimos al hotel y preguntamos qué sucedía. El conserje, una mujer joven nos dijo con naturalidad: “no pasa nada. Es la vuelta del perro”.

Salimos ahora más advertidos y entretenidos por el fenómeno. En los bares había grupos de personas mirando hacia las veredas. Todos de algún modo participaban de este ritual, menos nosotros. Estábamos afuera, aunque por poco tiempo: en unas horas nos sumaríamos a nuestra propia vuelta del perro. Hasta el próximo viaje.