Villa bajo el agua

El viaje no tenía objetivos. Se perdieron el día anterior a la fecha prevista para partir, cuando decidí jugar al fútbol. A las tres de la tarde, con 35 grados de calor, dejé las valijas a medio hacer y fui, sospechando que era un capricho: ya estábamos con la mente puesta en el viaje, salíamos al día siguiente, temprano, para hacer una larga travesía hasta Ushuaia. Pero fui igual, atormentado por el susurro de una voz que decía: ¿para qué, si ya casi estás en viaje? ¿Para qué, si te falta todavía terminar de preparar todo? ¿Y si te pasa algo? ¿Y si justo hoy te lastimás? Pero yo huía de la voz, y me iba metiendo poco a poco en la cancha, bajo el sol abrasador, con vacilaciones constantes, y el acoso del demonio interior, molesto, certero, razonable. Para colmo, faltaban jugadores, señal de que no estaban dadas las condiciones para jugar, señal del Destino… Me vuelvo a casa, pensé: mejor vuelvo y  sigo con las valijas… Pero llegaron los buscas de siempre, los que se paran en el borde de la cancha con cara de mendigos y preguntan: “¿Falta alguno?”. Y así, con saldos y retazos, se armó un magro partido, con diez jugadores por bando. Un partido dudoso, innecesario, fatal: a los 15 minutos choco de un modo insólito con un defensor y quedo en el piso, con la mano doblada, un dolor fuerte en la muñeca… El susurro maléfico se disipa, se materializa, el verbo se hace carne y hueso, ya no hace falta ninguna advertencia. Vuelvo a casa pasmado, manejando con la mano izquierda, la derecha colgando. Cada mínimo movimiento me hace ver las estrellas. Es una fractura. El viaje se posterga dos días, por el yeso y los controles. Y el rumbo cambia: Usuahia es mucho recorrido para que mi compañera se haga cargo, ella sola, de conducir el auto. Barajamos destinos. Decidimos ir al norte de Neuquén y al sur de Mendoza. El cercano oeste del país. Pampa, lagos, ríos, montañas… Ella se anima. Yo tengo el brazo derecho enyesado hasta arriba del codo. Te cebo mate, le digo. Pero no, no puedo maniobrar con el brazo rígido. Te cuento el paisaje; leo. Ella sonríe. Y suspira. Ahí vamos.

Llevo un libro titulado: “Sexto tántrico. El camino a una conciencia superior a través del Tantra-kriya yoga”. Salimos de Villa Gesell y, pasado un rato, abro el libro y empiezo a leer la lección 1. No, dice mi compañera, no leas todavía. Recién empezamos el viaje. Dame tiempo si querés sacarme buena. Retrocedo, leo para mí la introducción. El objetivo es alcanzar la unificación de la conciencia. “En nuestra cultura occidental, cada individuo posee algún tipo de neurosis, y la mayoría de nosotros nos encontramos fragmentados entre nuestras partes aceptadas y las rechazadas”. Recuerdo el partido de fútbol, miro el yeso todavía fresco que envuelve mi brazo, reconstruyo el momento del golpe: estoy en el área, veo a Juan Olivares entrando por la derecha, se la pido, manda un centro preciso, bajo la pelota, doy media vuelta para encarar el arco, confusamente mi mano derecha estalla contra la espalda de Marcelo Acquavota, escucho un crrraaakkk, caigo de rodillas, miro la muñeca, el hueso escalonado, intento moverlo, puntada intensa, estrellitas, desvanecimiento, puteadas… Vuelvo al libro. Leo: “Tú serás tu propio gurú…” Dejo el libro. Despacio. Ella tiene razón. Hay que ir despacio.

Con la noche llegamos a Carhué. Imaginábamos hermosas termas, pero nos topamos con los muertos ahogados del cementerio, y con las ruinas de Villa Epecuén. Es curioso, pero las dos atracciones principales del lugar son versiones del apocalipsis. Una, la paz desmembrada de un camposanto inundado durante veinte años. Hace cinco, el agua se retiró y dejó al descubierto tumbas empapadas, piedras removidas, cruces corroídas, estatuas piadosas descabezadas, nichos vacíos. La otra, una villa turística cubierta por la misma crecida de 1985: la bajante descorrió el velo y mostró la vana prosperidad de este mundo exhibida con toda crudeza: hoteles, restaurantes, iglesias, residencias, plazas, todo cubierto del blanco sepulcral que dejó en ellos la caricia tenaz del agua salitrosa. Ahora se hace turismo para ver las ruinas, y hay un museo recientemente inaugurado que desanda la fábula de la efímera gloria del lugar, donde se cruzan acusaciones, nostalgias, fatalidades… La Epecuén es la última de las Encadenadas, un sistema de vasos comunicantes: se llena la primera, rebalsa hacia la segunda, y así sucesivamente hasta la última.

Situada a siete kilómetros de Carhué, Villa Epecuén fue creada en 1920 y creció hasta recibir 25 mil turistas en las últimas temporadas. Pero, de acuerdo a ciclos naturales, la laguna tuvo importantes oscilaciones en su nivel de agua. Durante una gran bajante, la temporada se puso en riesgo y la gente reclamó medidas al gobierno. Incluso pensaron en utilizar la máquina de hacer llover de Baigorri Velar, una caja del tamaño de un televisor, cargada de reactivos químicos y conectada a una batería: mediante un mecanismo de electromagnetismo, juntaba nubes en su área de influencia y provocaba la lluvia. No era joda: Baigorri había triunfado en Santiago del Estero, en San Juan, y el 2 de enero de 1939 había obtenido su máximo logro, provocando lluvia en Buenos Aires, en abierto desafío el entonces Director del Servicio Meteorológico Nacional, el escéptico Ingeniero Alfredo Galmarini. Baigorri incluso había pasado por Carhué el 7 y 8 de febrero de 1939, donde después de tres años, había logrado que cayera del cielo la bendita agua. Pero en la década del 80 ya no estaban Baigorri ni su artificio: el mago de la lluvia había muerto, y con él su máquina, nunca más encontrada.

Los funcionarios provinciales, atendiendo al reclamo popular, derivaron agua de las encadenadas hacia Epecuén. Y el agua y el alivio llegaron, pero algo pasó después: nadie se ocupó de volver las cosas a su normalidad, y el domingo 10 de noviembre de 1985 el agua desbordó los terraplenes e inundó la Villa, avanzó como un malón indomable hasta el cementerio de Carhué, y se detuvo a las puertas de la ciudad. (Sobre las causas de este episodio, puede consultarse el libro de Roberto Hugo Laspiur, “Cien días en la inundación de Epecuén, crónica de una criminal inacción”, Editorial Dunken).

Tal vez la causa mítica de la inundación, la verdadera, esté en la leyenda, que leemos en un folleto que nos entregan en la Dirección de Turismo. Con lenguaje ampuloso, el texto relata el frustrado amor entre el “bizarro” cacique Carhué y la “bella” princesa Epecuén, de “ojos azules y carne cetrina”. Un destino de dolor, lágrimas y ausencias. Dice la leyenda que luego de amarse, y habiéndose prometido, una extraña enfermedad acabó con la vida del guerrero Carhué. La bella Epecuén huyó por los campos, y “lloró, lloró mucho, las lágrimas corrieron por sus mejillas que nadie besara, como un hilillo al caer, como un brillo de fuego fatuo en la noche de sus pupilas. Siguió llorando, las lágrimas fluyeron abundantes, tan abundantes que poco a poco semejaron un delgado manantial, que bajaba fugaz, cristalino, en su llanto inacabable. La nocturnidad la cobijaba, con leve ademán de madre, en el centelleo de las estrellas y las diáfanas tinieblas. Y al fin de Epecuén no quedó nada. Sólo una pequeña laguna de lágrimas acerbas. El dolor había convertido a Epecuén en esa cuenca de ternura acuosa, que podía ser su alma de lágrimas, nada más que lágrimas”.

En el hotel de Carhué, categoría cuatro estrellas, nos cambiaron de habitación porque en la primera que nos ubicaron no funcionaba la ducha (no salía agua de una de las canillas). Como éramos los únicos inquilinos, nos habían dado “la mejor habitación del establecimiento”, con vista a la calle céntrica. Pero nosotros, con el cambio, salimos ganando: la nueva estaba de espaldas a la calle, las canillas funcionaban, y las ventanas se habrían al campo.

Una tarde paseamos por la plaza, amplia, prolija, cubierta de pasto verde, canteros de flores de colores vivos y añosos árboles. Bellísima, llena de vida y de pájaros –vimos varios carpinteros prendidos a los troncos de las palmeras-. Otra tarde visitamos el museo, y registramos datos de la historia del lugar, marcada por la conquista del desierto. El paraje fue ocupado en 1876 por el Teniente Coronel Nicolás Levalle, como parte del plan de avance de la frontera interna contra el indio. El plan incluía la ocupación de Trenque Lauquen, Guaminí, Carhué y Puan. Levalle disputó el territorio a los indios, y en uno de los paneles del museo, se recuerda su famosa arenga: “Camaradas de la División Sud, no tenemos yerba ni tabaco, ni pan, ni recursos, ni esperanza de recibirlos; estamos en la última miseria, pero tenemos deberes que cumplir y los cumpliremos. Adelante… y ¡Viva la Patria!”

Otro panel hace una síntesis de los resultados de la Conquista del desierto: “Finalizadas las campañas (1879/1885), las tierras se repartieron entre militares, soldados, estancieros y especuladores. Argentina poseía alrededor de 30 millones de hectáreas para repartir. Se abrió así el camino para que el estado se desprendiese de tierras y que pasasen a manos privadas, generando en algunos casos verdaderos latifundios…La apropiación y distribución de tierras constituyó una importante ampliación patrimonial para los beneficiarios. La ley 947 de 1878 favoreció la formación de latifundios, al disponer que no se harían adjudicaciones menores a una extensión de 4 leguas (10.000 ha). La superficie total incorporada abarcaba 20 mil leguas de territorio. La valorización de las mismas, a medida que el modelo tomaba auge, generó una fuerte ganancia por simple tenencia, favoreciendo negocios especulativos…  La ley 1265 de 1882 de venta en remate público a precios irrisorios y la utilización de testaferros condujo a una acaparación de tierras a bajo costo. La ley 1628 de 1885 distribuyó tierras a los participantes o herederos de las campañas, en escala descendente de acuerdo a la jerarquía militar”.

Al llegar la noche caminamos por las calles pacíficas, acariciados por el viento tibio, con olor a campo. La comida casera de un restaurante tradicional coronó los momentos placenteros, que compensaron las dramáticas imágenes del cementerio y la villa destruida. Nos acostamos con la ventana abierta para seguir disfrutando de la brisa suave y olorosa. Pero entonces nos llegaba con ella, lejano, el rumor de un oleaje manso, confundido con el canto agudo de los grillos.

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La pampa es un viejo mar…

Al dejar Carhué, nos queda impresa en la conciencia la marca de la Conquista del Desierto, último drama histórico sobre el cual se estableció el nuevo orden (ocupación, alambrados, escrituras). A la luz de esta conciencia leemos las palabras de los antiguos idiomas desparramadas en la inmensa llanura, como si la cultura indígena, desaparecida violentamente, volviera en voces, en nombres, para perdurar sobre la tierra que absorbió para siempre su sangre: Catriló, Atreuco, Quatraché, Utraca, Curaco, Hucal, Quehué… Sonoras palabras que se mezclan con nombres de generales, curas, y pioneros de las grandes estancias que se conformaron a sangre y fuego para poseer el “desierto”. (Juan Domingo Perón escribió un libro que es consulta obligada para los que les interesa el tema: “Toponimia patagónica de etimología araucana”, publicado en 1935). La caricatura actual de esta supervivencia es la moda de bautizar con nombres mapuches o araucanos a los establecimientos turísticos, notable desde la costa atlántica hasta la cordillera y hacia el extremo sur del país.

Con mi rígido codo en el apoyabrazos, me pierdo en la contemplación del paisaje y desvarío ante la monotonía de este inmenso mar. Voy más atrás, más lejos que los gritos de los indios, las explosiones de los fusiles, la percusión del galope de los caballos: “Este campo fue mar/ De sal y espuma. /Hoy oleaje de ovejas, / Voz de avena. /Más que tierra eres cielo, / Campo nuestro. /Puro cielo sereno… /Puro cielo. /¿De tu origen marino no conservas/ Más caracol que el nido del hornero?” (Oliverio Girondo). Leo, en un folleto turístico, un verso de Juan Ricardo Nervi (no confundir con Amado Nervo): “La pampa es un viejo mar…”. Entonces, como los poetas, imagino aquel campo líquido sin tranqueras, y escucho el rumor de un oleaje lejano, puro pastizal ondulado por el viento.

Hacemos picnic en la plaza de Macachín, al amparo de un enorme ombú (sus raíces son gruesas víboras sinuosas emergiendo de la tierra, concentrándose en el tronco enano y disparándose luego hacia arriba, en robustos brazos de piel de elefante). Intento copiar la postura del buda sentado bajo el árbol; no puedo. Ella sí puede, y lo hace bien; le pido que se quede un momento y le saco una foto. Llevo la cámara conmigo, y disparo a repetición, maniobrando con una sola mano (la menos diestra).

Frente a la plaza hay un edificio grande y feo, con un cartel que dice: Euzko Alkartasuna. Mientras mi compañera despliega mantel y vituallas, voy a curiosear. Es un hotel. Alguien me informa que está cerrado por un conflicto laboral: después de 15 años, la concesionaria se fue intempestivamente, y dejó sin trabajo a siete empleados. Alcanzo a leer que el Centro Vasco fue creado en 1959 por León Chapartegui, Ignacio Garmendia y Felipe Zubizarreta y que en 1966 se inauguró el hotel, que también es la sede del Centro. Recuerdo que en una oportunidad los “Hacheros de Macachín” hicieron una exhibición en Villa Gesell. Pregunto por ellos, si hay un grupo o una institución, pero no saben informarme. Parece que eso fue hace mucho.

Dejamos la sombra del ombú y seguimos por la ruta, que pasado el mediodía parecía incendiarse. Pusimos proa a Casa de Piedra, con una breve escala en General Acha para tomar un helado (tuvimos que elegir entre unas diez heladerías donde se arracimaban jóvenes), y una  visita frustrada a Parque Provincial Lihue Calel, que no podía recorrerse bajo el ardiente sol. Nos llevamos un folleto explicativo, un saludo cordial del guardaparques y el impacto visual de una margarita amarilla con sus pétalos brillantes creciendo entre las rocas, flor vulgar pero exclusiva de este pequeño oasis pampeano.

Casa de Piedra es una villa turística en construcción. Casas nuevas, grandes, pomposas, en medio de arboledas jóvenes, viento y polvo. Parece un adolescente que “pegó el estirón”, y tiene manos grandes, piernas largas, el rostro inflamado por la nariz y los granitos… Acá se ven estas desproporciones; también el empuje voluntarioso de que en tiempo no muy lejano todo crezca, encaje y armonice. El problema –la pregunta- es si la armonía puede generarse artificialmente, en lugar de dejar que las cosas maduren a su tiempo. Acá se lucha contra el tiempo… (La Villa es un artificio construido por la voluntad política de los gobernantes, una invención que podrá ser feliz o desastrosa, de acuerdo a las previsiones que se hayan tomado y a la relación de convivencia que establezca con la Naturaleza). Hay abundante publicidad y entusiasmo. Folletos, carteles, oficinas, la señalan como una joya provincial en crecimiento, y proponen la compra de lotes frente al lago: una gota de agua de 36 mil hectáreas, engarzada en la piedra. Y nosotros, viajeros disponibles, recibimos un soplo de este milagro urbanístico pampeano: es domingo, el restaurante frente al lago está cerrado, pero unos hombres salen a recibirnos. Son empleados estatales. El que parece Jefe se aproxima, ante el silencio de los otros. Nos observa un momento. A un gesto suyo, uno de los muchachos trae unas llaves, y nos invita a pasar la noche en una de las casas propiedad de la Provincia. Lo seguimos hasta un chalet muy vistoso y amplio. “Es el que usa el gobernador cuando viene a inspeccionar las obras”, nos dice el muchacho. Ante nuestro asombro, agrega: “Tiene todas las comodidades, y estamos autorizados a prestarlo para promocionar el lugar. Pásenla bien, mañana antes de irse dejen la llave en el restaurante”.

El sol rompe el horizonte y entra en el lago, incendiándolo. La orilla nos llama. Dejamos los bolsos y caminamos hasta el borde del agua. No, no es el placer de estar ante la inmensidad del mar, ni el estupor frente a los lagos de la cordillera. Hay piedras y barro. Pero con trabajo, pinta para paraíso, sobre todo para los pampeanos que viven los veranos con el único refugio de la sombra de los árboles, y extrañan, tal vez, un remoto pasado:

“Usted no conoce el sur

 y piensa que es el desierto.

No sabe como es La Pampa
Ni conoce su secreto:

La Pampa es un viejo mar

Donde navega el silencio”.

(En Casa de Piedra, los pampeanos intentan recuperar el mar…)

Al día siguiente navegamos por las últimas aguas del desierto y entramos en la Provincia de Río Negro. La ruta del valle es un bullicio de camiones y frutas. Nos alojamos dos noches en el Motel del Automóvil Club de Cipolletti, donde disfrutamos de la pileta al aire libre y degustamos exquisitas truchas. Desde allí, visitamos las bodegas de San Patricio del Chañar: NQN, Fin del Mundo, Schoeder. Bañados también por dentro por el vino sanador, seguimos viaje: Antelo, Plaza Huincul, Cutral Có y Zapala, donde pasamos la noche en el hotel del Círculo de Policías. Es una casona antigua; la recepción tiene el mismo olor de las comisarías bonaerenses, pero no hay nada que temer. La habitación es cómoda, de piso de parquet y techo alto. Mi compañera merece atenciones, condujo el auto con seguridad y paciencia. Yo le conté secuencias del paisaje: las hileras de viñedos, la constancia del viento, pero no logré cebarle mate. Ahora leemos Tantra Yoga. “La esencia del hombre es la Conciencia Universal que sustenta la vida del cosmos. Hay que reconocer esta auténtica esencia humana, conectar con ella… El tantra yoga utiliza la unión sexual como vehículo para la iluminación cósmica… El tantra es sexualidad en un contexto espiritual… El retorno a la matriz cósmica es la última iniciación… El hombre nace con una erección y morirá con otra…”

Noche de relax en el corazón de una dependencia hotelera-policial –cárcel de amor-. Nacemos y morimos, y al día siguiente, renacemos con unos mates en el comedor del hotel. Desde un auto estacionado en el parque nos llegan canciones de Los Beatles. Es el chileno Andrés, que se ha sumado a los homenajes al cumplirse 30 años de la muerte de Lennon. Como todo chileno, es de fácil comunicación y palabra suelta. Nos cuenta la hermosa historia de amor que lleva a flor de piel. Vivía en un pueblito cerca de Temuco, donde tenía un programa de radio. En el ‘73 tuvo que exiliarse. Estaba de novio con Dorotea, de 17 años, hija de una familia adinerada. Se separaron con mucha tristeza pero para los padres de ella fue triunfo y alivio. Lo detestaban por su baja condición social y sus ideas revolucionarias. En Argentina hizo una vida errabunda, hasta que se casó y tuvo dos hijos. Diez años después, su esposa lo dejó por su  mejor amigo. Quedó totalmente destruido, se sintió solo para siempre; empezó a fumar (hasta tres paquetes diarios), engordó (llegó a pesar 112 kilos, su estatura es de un metro sesenta). Aún así sobrevivió dieciocho años trabajando de gastronómico, y luego de camionero. Buscó aventuras: viajó en moto hasta Ecuador; quiso alejarse: hizo los trámites para emigrar a Australia… Por diversos medios tuvo noticias de Dorotea: supo que los padres la casaron, por conveniencia, con un hombre mayor, prenda de negociación de una cuestión de dinero y propiedades; tuvieron cinco hijos… Un día Andrés volvió a su pueblo. Habían pasado 27 años de su partida, y en una estación de servicio se reencontró con Dorotea. “Yo  no la reconocí”, cuenta emocionado, “pero ella sí”. Mientras terminaba de cargar nafta, él la vio acercarse. Ella lo miraba, lo miraba. Cuando estuvo cerca, él se dio cuenta de quién era. Ella se puso a llorar. “Me dijo que hacía mucho que me buscaba, que había escrito varias cartas a la embajada de Australia, suponiendo que yo estaba allá”. Hacía siete años que había logrado separarse del marido, luego de denunciarlo por golpeador. Pero la valentía tuvo precio: ella tuvo que irse de la casa, y quedó en la calle. Cuando enviudó recuperó su patrimonio gracias a la buena relación que tiene con sus hijos. “Desde que nos vimos no nos separamos nunca más”, dice, “y ahora ella se va a comprar un Ford Escort, que es lo que siempre quiso”. Andrés tiene hoy 63 años, escucha a los Beatles y es feliz.

Cuando culmina su relato, me mira el brazo enyesado. “Fue justo el día anterior de salir de vacaciones”, cuento. “En realidad, íbamos a ir a Ushuaia…”  Mi compañera sonríe y sale para la cocina, para renovar el mate. Yo sigo el relato, ante la mirada atenta del chileno: “Estaba en el área, me llega un centro, doy la vuelta –así, con toda la fuerza- y me encuentro –increíble- con la espalda de un defensor; siento crasskkk, acá en la muñeca derecha, caigo de rodillas…”

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Hacia el cercano oeste

Nuestro mapa indicaba: Zapala-Chos Malal, 196 km, Andacollo, 250 km. Lo que no aparecía en estas abstracciones eran la aridez creciente del clima, y el ardiente calor, que entraba por la entretela del yeso y la piel, y se concentraba en mi brazo. Para rascarme utilizaba un lápiz, pero cuando la picazón estallaba cerca del codo, no había forma de llegar hasta allí. Entonces me pellizcaba la piel del dorso de la mano, y tironeaba rítmicamente, para lograr allá adentro una mínima frotación. No había más que hacer. Paciencia. Tenía que relajarme y pensar en otra cosa, con la esperanza de que el proceso de la picazón se agotara. Con entusiasmo comprobé que era posible, que pasado un rato, la picazón menguaba, aunque a veces sólo se trasladaba a otro lugar de la piel para reiniciarse. Busqué alternativas: saqué el brazo por la ventanilla y lo coloqué con los dedos contra al viento; el aire entraba sin resistencia, me acariciaba con su roce agradable, y secaba el sudor; sujeté el yeso con un pañuelo y até la otra punta al pasamano: el brazo quedaba suspendido, y esto abría el espacio entre el yeso y la piel, despegándolos, y también aliviaba. Además, esta posición me permitía descansar el hombro, que había empezado a contracturarse. Durante esos ratos de relax, me recostaba contra la puerta, conversaba con mi compañera y la observaba manejar. Su perfil se recortaba contra el paisaje del fondo, que pasaba rápidamente, como en una escenografía de película. Ella, en un gran primer plano, mantenía la mirada fija en la ruta y las manos apoyadas firmemente en el volante, concentrada y distraída a la vez, canturreando, jugando con sus pensamientos, entretenida. Yo hacía comentarios, y cada tanto le preguntaba si iba todo bien, dando a entender que comprendía que la había cargado con toda la responsabilidad, que era conciente de que la situación se había originado en el partido de fútbol, en la fractura de mi muñeca derecha, y que ahora todo el peso estaba sobre sus hombros. Pero yo tuve que aprender algo nuevo: el papel exclusivo de acompañante. Me di cuenta que tenía que plegarme completamente a su modo personal de conducir: la forma de hacer los cambios o de resolver las situaciones complicadas (calcular la distancia para sobrepasar un auto o un camión, sobrellevar el acoso de un conductor neurótico que quiere sobrepasarnos a toda costa, decidir ante un cruce de rutas). Tenía que aprender a callarme, y era un duro ejercicio interior que implicaba respeto, humildad, atención a las necesidades que pudieran surgir. Luego de meditar mucho alrededor de esta materia, y ante la perspectiva de que en pocos días encararíamos peligrosas rutas de montaña, tomé una decisión: no la acosaría con consejos, ni le señalaría errores –salvo algo que revistiera peligro-, y me limitaría a alentarla, estimularla, y darle confianza. Estaba jugado…y enyesado.

Antes de llegar a Chos Malal no detenemos en Chorriaca, una comunidad mapuche ubicada a pocos kilómetros de la ruta. El centro urbano es minúsculo, con una placita rectangular a cuyo alrededor están la municipalidad, la escuela, el puesto sanitario, y algo más apartadas, la delegación policial, la capilla, y dos iglesias evangélicas. Hacemos pic nic en la soledad de la plaza, que está bien cuidada y tiene mesas y bancos, y cestos para residuos. Unos jóvenes del grupo de danzas municipal nos venden empanadas recién hechas (juntan fondos para solventar sus actividades). Conversamos. Nos cuentan que Chorriaca tiene setecientos habitantes, la mayoría pertenecientes a las familias Quilapi y Calpán. La comunidad vive de la trashumancia, y de un yacimiento de sal, que hace más de cien años fue disputado por araucanos y pehuenches, episodio conocido como la guerra de la sal.

El único monumento de la plaza es un pequeño monolito con una placa de homenaje al maestro Pablo Lobo. Me llama la atención el dato, porque un mes antes del viaje había leído el original del último libro Guillermo Saccomanno, sobre la vida del maestro neuquino Orlando “Nano” Balbo. ¿Quién habrá sido Pablo Lobo?, me preguntaba. ¿Tendría algo en común con el maestro que homenajeaba Saccomanno en su libro? Los chicos del grupo de danza no tienen idea y no hay nadie a quién preguntarle. Más tarde, busco en Google y encuentro tres referencias: Pablo “Lobo” Segat, “skater” neuquino; Pablo Lobo, joven luchador de Kid Boxing, y Carlos de Pablo Lobo, investigador de la llamada “Depuración del Magisterio español tras la Guerra Civil Española». Desde 1936 hasta 1975, el franquismo realizó una tarea depurativa, que tuvo su fase más cruenta en la primera etapa de la dictadura. Se formaron comisiones, y se investigó y sancionó a los maestros que no habían cooperado con la causa nacionalista, o que hubieran cometido acciones u omisiones que implicaran antipatriotismo y conducta contraria al Movimiento Nacional. Las causas de sanción se fijaban con “carácter enunciativo y no limitativo”, lo cual dejaba la puerta abierta para que cada Comisión Depuradora Provincial pudiese añadir las que considerara pertinentes (pura arbitrariedad). Los castigos iban desde la ejecución hasta la separación del cargo, el traslado forzoso o la inhabilitación. Aunque no encontré nada específico sobre un maestro neuquino llamado Pablo Lobo, apareció una relación con el libro de Saccomanno, que es el descarnado testimonio de un docente que fue secuestrado y torturado pocos días después del golpe militar de marzo de 1976. ¿Quién habrá sido Pablo Lobo, homenajeado por la comunidad de Chorriaca? Seguramente, un maestro dedicado al pueblo. Y así, por la deriva y las coincidencias, vemos que cuestiones distantes se acercan y conectan. Leo un párrafo del Tantra Yoga: “Percibimos la realidad como dual, pero el sabio sabe que todo es uno”. Estas conexiones son las que me impresionan en la experiencia de los viajes, y también en la vida y en la escritura: detrás de toda narración, de todo impulso literario, está la percepción de la unidad: regularidades y semejanzas que descubrimos en el (aparente) caos del devenir.

A la tarde llegamos a Chos Malal, donde nos recibe el rugido de la Cordillera del Viento, cadena montañosa más alta que la Cordillera de los Andes. El viento nos ataca, nos despedaza, no nos deja bajar del auto. Pero la ciudad está engalanada, porque es la víspera de la VI edición de la Fiesta Nacional del Chivito, la Danza y la Canción, con  Teresa Parodi y Rally Barrionuevo como principales artistas. A nosotros, el viento nos empuja, y además está previsto más viento para el fin de semana, y frío y tal vez lluvia. A pesar de todo, hacemos una recorrida por el pueblo: tiene una bonita plaza central, y frente a ella se destaca un edificio de adobe donde funcionó la primera sede de la Gobernación. Chos Malal tuvo un pasado de gloria: hasta aquí llegó la división oeste de la Campaña al Desierto, comandada por el General Napoleón Uriburu, y en este edificio –torreón y fuerte- se instaló, en 1879, el fundador de la cuidad y primer gobernador de Neuquén, Coronel Manuel Olascoaga. Por el momento, no podemos saber más, porque el edificio, hoy convertido en museo, está cerrado (nos dice el ordenanza que tiene un baño roto). La excelente atención de un joven en una oficina de turismo nos reconforta: dejaremos para la vuelta la visita al museo, el recorrido por el Tromen y el Domuyo, y seguiremos viaje hacia Andacollo. El muchacho desliza un nombre sonoro: Huinganco. Dice que es una villa turística construida en la altura, a pocos kilómetros de Andacollo. El nombre promete, suena como un cántaro, nos gusta, allá vamos.

Por la ruta 43, pasando El Alamito y La Primavera, se abre un camino que llega a Huinganco, sin necesidad de pasar por Andacollo. La ruta de tierra se interna en valles rodeados de una incipiente forestación de coníferas, que está transformando el paisaje árido en quién sabe qué otra cosa. Es bello. Además, cuanto más al noroeste avanzamos, la amalgama de campos áridos, ríos verdes, montañas manchadas de nieve, cielo celeste y nubes crea imágenes nunca vistas. Están los mismos elementos de tantos paisajes conocidos, pero acá se entraman de una manera original. Sobre todo parece haber una relación particular entre el cielo, el viento y las nubes. Porque el cielo es intensamente celeste, y sobre él, como sobre una tela etérea, el viento dibuja con las nubes formas bellísimas. Las redondea, formando discos, platos, pelotas; las estira, lanzando chorros blancos, copos voladores, salpicaduras; las dispone en capas, en superficies aserradas, en cortinas casi transparentes… El cielo aquí participa del paisaje activamente, es una fiesta explosiva, una maravilla que compite con la belleza terrestre.

Huinganco se empieza a ver a poco de andar por estos mágicos caminos, y cuando llegamos, no nos decepciona. Es un pueblito apretado contra las montañas, boscoso, envuelto en el aire fresco y puro de la altura. Nos alojamos en la cabaña “Los Lirios”, del complejo “Rayen Mapu”. La noche cerrada y silenciosa se quiebra con la percusión blanda de la nieve que empieza a caer suavemente, como golpeando nuestros sueños. A la mañana siguiente disfrutamos de la visión de las cumbres cubiertas de blancura. El aire gris huele a nieve reciente. Los dueños de la cabaña, un matrimonio de abuelos, nos sorprende invitándonos a una fiesta comunitaria: la celebración del “Día de la madre tierra”. Es una reunión informal donde cada uno lleva algo para comer, preparado por sus propias manos. Aportamos algo de nuestras reservas: almendras peladas. Y acertamos, porque las almendras no son habituales allí, así que las disfrutan como una exquisita novedad. El encuentro es agradable: gente que se conoce bien, amigos, parientes, y muy rica comida, sobre todo mucho pan casero preparado de variadas formas. Nos agasajan como únicos turistas presentes. Isidro, un ex cura de sesenta y pico de años que oficia de líder natural de la comunidad, dirige unas palabras explicando el sentido del encuentro. Al día siguiente nos invita a su casa, su pequeño reino: tiene sus propios piletones con truchas, y un molino en el que muele huaco, un cereal del que resulta una harina sabrosa, especial para tomar con cerveza. Imagino un chorro de bock o de staut cayendo sobre el oloroso grano triturado, poción mágica que me sensibilice y me ayude a disfrutar esta aventura por el cercano oeste del país.

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Vértigo y bendiciones

A medida que avanzamos, el paisaje es más uniforme: montañas, valles, ríos, cañadones que asustan. Pero recién estamos en los umbrales de la cordillera del viento, en su puerta de oro: Andacollo (significa “oro brillante”, y así fue bautizada por los mineros que llegaron de Chile). Los primeros que sacaron el oro fueron los jesuitas, y después de la conquista del desierto, el omnipresente Olascoaga, fundador de Chos Malal, impulsó su explotación y se entreveró con los aventureros que llegaron de todo el mundo. Uno de éstos hizo fama y fortuna: el norteamericano Corydon Hall logró extraer media tonelada del precioso metal, se casó con Belinda, la hija de Olascoaga, y terminó como un auténtico héroe de película: en 1902 unos bandoleros chilenos lo asesinaron, luego de robarle 12 kilos de oro.

También la trashumancia es una tradición aquí, pero más antigua: se remonta a los pehuenches, primitivos habitantes del lugar. En la ruta nos hizo dedo un muchacho de 14 años, Amado Orellana. Nos contó que viajaba a buscar a su padre, para empezar la veranada: la travesía consistía en llevar los rebaños desde los campos de invernada, en Alamito, hacia los de veranada, en Manzano Amargo. Amado no es tímido, ni callado: es silencioso. Esto parece una virtud que le viene de la vida que hace, el tiempo lento en los valles, los largos recorridos junto a cabras, ovejas y chivos. Silencioso, porque esta sereno en su mutismo, y contesta nuestras preguntas con soltura y convicción. Dice que no quiere irse a la ciudad, ni quiere estudiar: quiere dedicarse a los rebaños, quiere seguir la tradición familiar. Pasará el verano entre las montañas. Lo dejamos en medio de la ruta, donde no hay caminos: los suyos están marcados por valles y arroyos, montañas y estrellas; la suya es una ruta que no fue trazada por el progreso, como la que nosotros seguimos, sino una más antigua, formada por millones de pisadas, de huellas, donde reinan el viento y el silencio, la intimidad de las noches a la intemperie. Porque así duermen: al aire libre, tapados por una manta.

Manzano Amargo es un pueblito de 500 habitantes, ubicado en la ribera oeste del río Neuquén. Alquilamos una cabaña en lo alto de la barranca, desde donde se ven las casitas dispersas del pueblo, y la mirada se pierde siguiendo el curso del río hasta sus orígenes cordilleranos. A la mañana siguiente, bien temprano, caminamos hasta la Cascada La Fragua, ubicada a 4 km. del pueblo. Voy trepando por las piedras con mi único brazo útil –el izquierdo- mientras el derecho descansa en el cabestrillo. Llevo colgada del yeso la cámara de fotos, y poco a poco entro es la vorágine de sacar fotografías en cada descanso; disparo aquí y allá, antes incluso de observar lo que hay alrededor: el agua que corre entre pastos y piedras, los remansos y remolinos, las matas de flores minúsculas de sutiles formas y colores. Disparo y disparo, y cuando empezamos el descenso, me doy vuelta y veo que mi compañera toma una flor de “panadero”, la levanta hacia el cielo y la sopla. Y veo los filamentos blancos estallando en la luz, y atrás, el abanico de gotas traslúcidas de la cascada, y veo el perfil sonriente de ella despidiendo este instante luminoso, toda ella integrada a él con el rostro resplandeciente… Quedo extasiado por la imagen, que se desvanece inmediatamente, y enseguida siento el peso absurdo de la cámara, y de las decenas de fotos que tomé aquí y allá, y comprendo que la mejor imagen, la única que valía la pena guardar, se ha perdido en el aire, en la luz, en el milagro del tiempo fugaz… Desde entonces guardo la cámara y me dedico a disfrutar de los momentos; mi conciencia se aclara, se limpia de filamentos que vuelan al aire, soplados por la inspiración y el gozo de una mujer inmersa en el presente, despreocupada por capturar y congelar.

“…Y aunque no llevan nada, en todo el viaje no carecen de nada, pues

 a dondequiera que lleguen están en casa” (Tomás Moro: Utopía)

Varvarco es el último contacto con la civilización antes de ingresar a las montañas más altas de la Cordillera del Viento. La ruta angosta, con piedras sueltas, curvas y contracurvas, la montaña a pico de un lado y el precipicio del otro, es la prueba de confianza más fuerte de mi vida. Estoy en manos de mi compañera: ella conduce y yo debo, como me prometí a mí mismo, darle confianza, refrenar mis temores. El paisaje es enteramente inmenso: sobrecoge la profundidad, la altura, los quiebres, las formas, la lejanía. Espiando de reojo la profundidad del abismo, experimento lo que denominamos “cagazo” (contracción súbita e involuntaria de esfínteres) y “vértigo” (temblores, aligeramiento corporal que eriza los pelitos de la nuca). El más complicado es un tramo de cinco kilómetros: me sumerjo en un silencioso rezo, y en un mar de íntimos sudores. Superamos finalmente la prueba y llegamos a la villa de Aguas Calientes. No es nada mejor ni peor que otras termas naturales que hemos conocido: unas suaves cascadas, con agua de mayor o menor temperatura. Pasamos un par de horas allí, y retornamos al arduo camino, y esta vez, más distendidos, disfrutamos de las excepcionales vistas que ofrece la altura.

Todo va bien, hasta que detenemos el auto a un costado de la ruta para dejar pasar una camioneta. Entonces el motor se apaga, y no vuelve a encender nunca más. Eran las cinco en punto de la tarde y estábamos a 20 km. de Varvarco. Yo, que tengo un brazo enyesado y no llevo ni siquiera un destornillador encima, gasto todo el crédito del celular intentando conversar con mecánicos amigos. Pasa una camioneta de Vialidad, con algunos obreros en la caja. Meten mano al motor, revisan cables, no encuentran la solución. Intentan comunicarse con el único remolque de Varvarco: está de viaje. Se van con la promesa de buscar un remolque alternativo, pero sus gestos no pueden no ser pesimistas (aunque disimulen). Una hora más tarde, Tito y Guillermina, un matrimonio de jubilados y pescadores, se detienen y nos brindan todo su esfuerzo: nos prestan el celular, intentan aportar alguna idea (Tito fue mecánico, pero de los de antes; no entiende de estos nuevos sistemas electrónicos, computarizados). Se hacen las siete. Tito y Guillermina se van con la promesa de mandarnos algún auxilio (son convincentes). Mi compañera recorre la zona buscando ramas para hacer un fuego, ante la perspectiva de pasar la noche allí. A las ocho vemos llegar un viejo Falcon, largando humo y rugidos de león veterano. Un morocho grandote está al volante: es José Guerrero, un lugareño tosco y amable; entusiasta, voluntarioso, decidido a ayudarnos. A puro corazón, el Falcon nos arrastra con una cuarta (que le dieron Tito y Guillermina, sin devolución). Avanzamos a diez kilómetros por hora, y cada badén es una pesadilla: sacudones, golpes, choques inevitables, pedazos de paragolpes del Falcon que se rompen y obligan a volver a sujetar la cuarta. A las diez de la noche llegamos a Varvarco. No hay lugar donde alojarse; nuestro salvador nos invita a su casa. Es sencilla y cómoda. Nos sentamos en el comedor, y confirmo lo que sospeché desde el principio: es gente cristiana, hay estampas de Jesús por todas partes –había una en el Falcon-. José y su mujer son pastores (de rebaños y de almas). Ella, de una belleza curtida, serena y dulce; él, tosco, aniñado, molido por el dolor, renacido por la fe. Tiene nariz de boxeador, mirada limpia, y es cargado de espaldas, robusto. Nos dan la mejor habitación, y mi compañera luego de ducharse, se duerme enseguida, agotada. Yo me quedo cenando con ellos, que me agasajan con una costilla de chivo que preparan en el momento. Duermo como un rey y al día siguiente, tomamos mate y charlamos. José nos cuenta su historia: efectivamente, es pastor evangélico, alcohólico recuperado, inflamado de un agradecimiento y un amor que transmite a flor de piel. Habla de Dios, de su conversión. Su decir es inculto, pero sabio. Recuerdo cuando Jahvé le ordena a Moises que sea guía de su pueblo: Moises le dice que él es un rústico, que ni siquiera sabe hablar. Jahvé le contesta que no se preocupe, que llegado el momento, él pondrá palabras en su boca. José Guerrero es de esa estirpe. Su narración es cautivante, convincente, emotiva, y cada tanto se ahoga un poco, como si el corazón le subiera a la garganta.

Su infancia transcurrió en el valle, como hijo de criancero. Entonces empezó a beber: “Nosotros hacíamos la esquila, y para esas ocasiones, mi padre preparaba cien litros de vino, y desde tres días antes de la esquila hasta tres días después, tomaba. Y nos daba a nosotros, con cuchara, para que salgan frunciditos como papá, decía. Éramos doce hermanos, muy pobres; a los ocho años mi padre me prestó a un hombre, porque en esa época se prestaban los hijos. Estuve prestado hasta los 14. Yo era un desastre, mi casa era un infierno, usted no se imagina lo que es una familia abandonada por el vino. Mi mujer, Amada, tenía 14 cuando nos casamos, yo 24. Yo no fui un hombre que supo valorarla desde un principio, pero Dios lo quiso así y hay que aceptarlo. Yo no hacía nada, ella hacía todo… A mí me tenían miedo, la gente se escondía, yo era muy burlisto, y si me contestaban algo, enseguida peleaba. Policías o no, entre tres o cuatro necesitaban para contenerme, me llevaban al calabozo y me pegaban. Esto fue así hasta que entré en la Iglesia, gracias una señora de a caballo, que venía y hacía reuniones en una casita. Ahora soy un instrumento de Dios. Así dice la Biblia: el más aborrecido llega a ser el más querido de la gente; el más aborrecido, pero que está arrepentido de verdad. Está en el evangelio, con el ejemplo de María Magdalena. Jesús vino a buscar lo que se estaba perdiendo, porque los sanos no tienen necesidad de médicos, sino los enfermos. Yo estaba enfermo, estaba arruinado, abandonado, me estaba  muriendo…” Escuchamos absortos el testimonio de José, que rubrica su discurso con una generosidad maravillosa, desinteresada. Un amigo suyo, electricista, descubre que el problema era un fusible de la alarma: lo cambia, y salimos andando nuevamente. José me dice que le pague la nafta, que con eso es suficiente. Le pago lo que considero justo, aunque no hay palabras ni dinero para agradecerles, a él y a su esposa Amada, y al puñado de hijos que son el fruto de este amor sufrido y sublime. Si andan por allá, visítenlos y reciban su bendición: José Guerrero, plazoleta de La Bandera, Varvarco.

 

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Al pie de la cordillera

Como les venía contando, nuestro viaje pasó por un fugaz proceso de muerte y resurrección: de la perspectiva de volvernos en micro y mandar el auto con un auxilio, a retomar el camino y proseguir el plan de ruta. Coincidió, esta pausa, con el plazo para hacerme una placa del brazo fracturado: si no estaba sellando bien, había que volver a casa. Tuvimos doble festejo. Por el auto arreglado, y porque en el hospital de Las Ovejas el control resultó positivo: el callo se estaba formando en tiempo y forma.

Esa tarde nos instalamos en una cabaña ubicada sobre una barranca alta, frente al río Nahueve, en el kilómetro 7 de la ruta 45. Llegó pronto la noche y la oscuridad nos envolvió: allí abajo el ruidoso río expandía su gravitación en el silencio, y enfrente la línea de la montaña se recortaba contra la escasa luz que derramaban las estrellas. El fuego de la noche estelar había empezado temprano, y su transcurrir fue lento, con pequeñas hogueras heladas encendiéndose en los rincones del espacio infinito, negro, mientras abajo perduraba el monótono decir del agua, escalofrío sucesivo corriendo siempre y a la vez inmóvil, imagen fija con peces de espuma sobre el fulgor opaco de las piedras. Conocimos entonces otra versión del tiempo, el sueño fue y vino una y otra vez y la noche siempre estaba ahí, y las estrellas, libradas de las miradas de los hombres, danzaron en el cielo, cruzándose, cayendo, subiendo, revueltas en una hoguera cósmica inaccesible y muda. Al amanecer, el tantra nos dice, íntimamente: Alquimia interna, regeneración a través del fuego cósmico. Muerte, resurrección, renacimiento.

 

Junto al río Nahueve, caudaloso y magnífico, las lagunas Epulaufquen son lo más bello de esta región. La primera, denominada Inferior, está todavía en la estepa patagónica, y el viento la inquieta y sacude sin pausa. La segunda o Superior en cambio penetra hasta tocar los pies de las cordilleras Blanca y Pincheiras. El contraste impresiona: el agua, como intimidada por las masas de piedra nevada que la rodea, permanece quieta, reconcentrada, azul. Avanzamos bordeando la orilla pedregosa y entramos en un bosque de robles pellín, en cuyo umbral nos recibe un duende pintado sobre una madera: “Te invito a recorrer mi hogar; te guiaremos a la cascada”, nos dice, y desde entonces el enanito, como un Virgilio inmóvil, puro espíritu, nos guía lentamente en la penumbra. Hacemos crujir con nuestras pisadas el sotobosque milenario (¿gemidos de duendes?), cruzamos arroyuelos, sorteamos gigantescos troncos derrumbados, encontramos y perdemos el sendero y sus señales semiocultas (flechas pintadas en los troncos, en las rocas). El bosque es una lonja verde entre la pared de piedra y la laguna, que se eleva hasta cierta altura, y termina. Viene enseguida la roca pelada, como una meseta de transición, y a medida que sigue el ascenso empieza otra vegetación: allí nos internamos siguiendo el curso de un arroyo que baja de la cascada. Voy con mi brazo único, y me las arreglo para no resbalar, para llegar hasta la cima: un mirador desde donde se ve caer el agua, explotar en el pozón oscuro, desbordarse y bajar hacia las lagunas, luego hacia el Nahueve, pasar frente a nuestra cabaña y seguir viaje hacia el mar.

Del fuego cósmico a la paz del bosque, y enseguida, a LA GUERRA HUMANA. A orillas del pequeño río que une ambas lagunas hay un extenso valle con una referencia histórica: “En el área natural protegida Epulaufquen se libró la última batalla por la independencia americana, el 14 de enero de 1832, entre los hermanos Pincheiras que defendían la corona española y el ejército chileno que peleaba por la liberación de América”. Resumen Lerú o Wikipedia: se enfrentaron aquí el General Manuel Bulnes, al frente de 1000 hombres, contra José Antonio Pincheira y su ejército irregular de 350 combatientes. Saldo: ningún muerto del lado patriota; 198 muertos, 196 prisioneros y 66 prófugos del lado rebelde. Todos los años, entre el 7 y el 14 de enero se celebra aquí la “semana pincheirana”, y hay un permiso especial de cancillería argentina para que jinetes chilenos crucen a caballo la Cordillera de los Andes con el fin de realizar los actos conmemorativos. Los Pincheiras lucharon del bando realista contra la independencia, recibieron apoyo de la Corona Española, del Municipio de Chillán y de la Iglesia. Ocuparon las zonas altas de la cordillera y mantuvieron la resistencia desde 1817 hasta 1832. Eran seis, todos hijos de Martín Pincheira: Santos (murió ahogado), Pablo (fusilado), Antonio (fusilado), José Antonio (huyó de la batalla de Epulaufquen, negoció su entrega y el presidente de Chile, José Joaquín Prieto, lo contrató como encargado de su hacienda, donde vivió hasta su muerte, a los 84 años), Rosario y Teresa (capturadas junto a 300 cautivas). El valle extenso donde estamos ahora, donde fue la batalla, está cubierto totalmente de flores silvestres de un color rojizo que tiñe toda la llanura.

Volvimos a Chos Malal y al museo -habían arreglado el baño- y pudimos conocer las mil caras del Coronel Manuel Olascoaga: fundador del pueblo, militar, dramaturgo, dibujante, geólogo, explorador, empresario, ingeniero, político… Todo el museo está impregnado del recuerdo de sus múltiples hazañas. Pero esta misma naturaleza lo muestra muy cambiante. Por ejemplo, frente a la campaña al desierto, tiene una postura inicial de encendida defensa de los nativos pehuenches: “Por qué se ha de suplantar a esta noble raza, que parece ser la verdadera fundadora de nuestra nacionalidad. La que nos habla con su filosófica y clásica lengua en toda la topografía del continente, la que no alargó su mano al oro para llevárselo, sino que ocupó y cultivó la tierra, realizando su riqueza en la cordillera, los llanos y en Chile”. Más tarde, cambia y defiende con el mismo ardor la lucha contra el indio: “Podía decirse que el desierto nos invadía, pues habíamos visto campear al norte del paralelo 35 los caciques más bárbaros y feroces. La triste experiencia nos había enseñado esta ley fatal: la civilización y la barbarie eran dos fuerzas que vivían invadiéndose. No era posible un límite, teníamos pues que sobreponernos a la barbarie venciéndola, desde luego, en el terreno natural, y en todas las acepciones de su influencia. Ver entrar humilde y juiciosamente a las ciudades aquella muchedumbre de indios, de todas las edades y sexos –se refiere a los prisioneros– distribuirse entre las familias, los establecimientos, la educación y la industria, instalándose inmediatamente en la vida civilizada, era el espectáculo más satisfactorio y moralizador que podía ofrecerse a un pueblo civilizado, la transformación patente de la barbarie en la civilización, el momento visible de la dignificación de la humanidad, el hecho palpable de convertirse el elemento de destrucción en elemento de progreso”.

Entre sus logros literarios, figura dos dramas musicales: “El Huinca Blanco” y “Facundo”, inspirado en la homónima obra sarmientina.

Oportuno es para este relato recordar ahora que el complejo de cabañas a orillas del Nahueve se llamaba Mallín Malal: mallín (bañado) y malal (corral), porque recién estuvimos en Chos Malal (corral amarillo), y ahora vamos hacia Tricao Malal (corral de loros). Tricao está dentro del Circuito Tromen y es un pueblo de veinte manzanas, rodeado por los volcanes Domuyo (4709 msnm), Tromen (4114), El Palao (3583) y el Negro (2540). Habitado por tribus pehuenches, que lo bautizaron así por una de las tres subespecies de loro barranquero (tricao), el pueblo celebró el centenario el 10 de marzo de 2010, y las huellas de los festejos se ven todavía: hay carteles, folletería, revistas alusivas. Y se recuerda a un baqueano que recorría el Domuyo, nacido aquí: don Ropajito Olate. Don Ropajito es el prócer de la ciudad.

Toda esta zona tuvo un pasado de esplendor, porque alrededor de “la cordillera del viento” hay enormes valles, y además, abunda el agua: el Curi leuvú (río negro) es una vena ancha que recorre todo este cuerpo de piedra, y le da vida (para los nativos era un rió místico). Este fue uno de los centros poblacionales más activos de los Pehuenches, porque la naturaleza permite un rango de altura que facilita la trashumancia: entre 1000 y 1500 metros la invernada (orillas del río); más de 2000 metros la veranada (faldas de los volcanes). Esta alternancia montaña-llanura, ya lo aprovechaban los pehuenches, que vivían de la cría de animales y del comercio con Chile.

En el circuito del Tromen hay otro Malal: Caepe. No sabemos qué significa Caepe. Es un paraje rural ubicado dentro de la Villa Curi leuvú y tiene un museo comunal que lleva el nombre de su mentora, la Licenciada Ana María Biset. Este resultó ser un sitio de contacto indígena-hispano relevante, y se exhiben elementos indígenas e hispanos: cerámicos, adornos cefálicos, armas de hierro, brazaletes, botones, partes de una coraza, elementos ecuestres. Aquí florecieron los pehuenches, desde tiempos inmemoriales. Ya en 1563 hubo noticias de ellos  por parte del cronista Mariño de Lobera, quien los distingue de los indígenas de Chile por “su lengua, contextura física y costumbres”. Pero su destino fue trágico, según la crónica que podemos leer en el museo: “finalizado el avance militar la población pehuenche fue suplantada por población blanca de origen chileno y cuyano. Sobre el verdadero destino de las tribus neuquinas existe un vacío informativo en la documentación oficial. Muchos murieron en las operaciones militares, otros fueron trasladados hacia centros poblados y allí fueron repartidos. Los que quedaron murieron luego de la expropiación de sus tierras como botín de guerra. Mecanismos de destierro, desarraigo, reparto y reducción, que ya eran practicadas por las autoridades españolas”. Este último párrafo hace alusión al proceso de quinientos años llamado Reconquista (722-1942), por el cual los españoles expulsaron de la península a los árabes, judíos y moriscos.

Nos alejamos recordando el Bañado de Los Barros, un humedal ubicado dentro del Area Natural Protegida El Tromen, donde nidifican especies acuáticas migratorias y que es utilizado como abrevadero para los rebaños. Es extenso, y nos recuerda un oasis en medio de las piedras resecas y los pastos duros. Se me ocurre que podría llamarse Malal-co (corral de agua), o Co-malal (agua acorralada), porque las montañas lo ciñen por los cuatro puntos cardinales.

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Cielo y tierra en el sur mendocino

Tierra áspera y calor y escasa presencia humana al dejar Chos Malal y tomar la ruta 40 hacia Mendoza. Cruzamos la frontera, transitamos cuarenta kilómetros de pavimento e ingresamos en el tramo de la famosa ruta famoso por su pésimo estado: piedra suelta, polvo, pozos, restos de pavimento antiguo. Sin embargo, tanto nos habían advertido de estos desastres que nos resultó menos malo de lo que esperábamos. No se puede afirmar que es intransitable. Con cuidado, y a menos de sesenta kilómetros por hora, se viaja sin problemas. Ahora bien, el que pretende no bajar de ciento veinte y devorar espacio y tiempo para llegar en un horario prefijado a alguna parte, debe abstenerse de hacer este tramo. Hay que frenar, ir despacio… El Tantra habla de dos caminos, el de la Voluntad y el de la Entrega. En este caso, hay que elegir el segundo, “permitir que las cosas sean justo lo que son, dejando a las corrientes cósmicas que te lleven adonde ellas deseen. Exige una sorprendente confianza”.

Así que, relajados y confiados fuimos andando estos kilómetros, en los que la lentitud combina bien con la contemplación del paisaje: un espacio de geoformas volcánicas, solidificadas, que según averigüé más tarde, son las coladas más grandes del planeta, solo comparables con las de Marte. Las coladas son el oleaje de lava que durante una intensa actividad volcánica inunda los espacios de alrededor. Aquí, la marea ardiente se derramó en los enormes valles, y dejó las huellas de su paso en cráteres, farallones, torres, mesetas, y miles de intrincadas formas que luego la erosión del viento y la lluvia terminaron de esculpir. Aquí vemos al Río Grande correr encajonado por piedras negras y arena, e incluso atravesar cortando altas murallas, que pueden verse desde “La Pasarela”, un puente de madera que cruza el desfiladero de apenas ocho metros de ancho, muy profundo. Pasamos ligeramente por los atractivos turísticos; incluso no visitamos ni la Caverna de las Brujas ni la Payunia, por no haber previsto con tiempo suficiente las excursiones. Pero en la ciudad de Malargüe pudimos pegar un salto al universo gracias a las visitas al Planetario y al Observatorio “Pierre Auger”, confirmando que todo el sur de Mendoza está destinado a reflejar el cielo. No sólo por el paisaje volcánico y su parecido a Marte y a la Luna, sino porque el hombre eligió esta región para intentar conectarse con el cosmos.

Lo primero fue mirar hacia arriba para medir el tiempo, establecer las regularidades observables en el movimiento de los astros, fijarlas en números, trasladarlas a fórmulas abstractas: en el planetario hay réplicas de los antiguos relojes de sol, el primero de ellos inventado por los egipcios hace 3500 años. Después la mirada se amplificó con los telescopios, y este empeño sigue hasta hoy, con aparatos sofisticados que captan cien mil veces más luz que el inventado por Galileo Galilei. Se ve apenas un puntito blanco, pero es una nebulosa gigante, matriz donde nacen continuamente nuevas estrellas. La gran ambición de la ciencia astronómica, en esta etapa, es encontrar el punto crítico desde donde poder captar estos nacimientos, que provienen de inimaginables explosiones, que son a la vez el resultado de la agonía y la muerte violenta de las estrellas más viejas. Se trata de un movimiento vital, constante, incandescente, que preside la vida del universo, un ciclo que acaso haya tenido su principio en el llamado Big Bang, hace 14 mil millones de años.

Todo esto, en realidad, es para intentar entendernos a nosotros mismos. Nosotros en nuestro contexto: la habitación en que dormimos, la casa en que vivimos, el barrio, la ciudad, el país, el continente, el planeta, el sistema solar, la galaxia, el cosmos… Y establecer además nuestra familiaridad con otros seres: hongos, esponjas, medusas, gusanos, insectos, crustáceos, arañas, moluscos, peces, anfibios, ranas, reptiles, aves, mamíferos, rumiantes, monos: la vida en incesantes procesos de absorción, transformación, circulación, crecimiento, liberación, síntesis… Nosotros, que producimos 250 millones de espermatozoides diarios, que tenemos células que se reproducen un número limitado de veces (y envejecemos inexorablemente, como las estrellas). Nosotros, que tenemos 100 m2 de pulmones, y 100 mil millones de neuronas. ¿No es esto que habita en nuestro cuerpo parte de la desmesura cósmica? ¿No expresa acaso nuestra identidad con las nebulosas, las galaxias, los destellos constantes que revuelven el universo? Nosotros, que queremos saber, y montamos gigantescas y costosas estructuras con esa finalidad. El observatorio Pierre Auger, por ejemplo, dispone de 3000 km2 de superficie, donde se han instalado 1600 detectores (a simple vista son tanques de agua pero tienen una estructura compleja) distanciados a 1,5 km entre sí, y telescopios de alta sensibilidad, especialmente adaptados para captar rayos cósmicos, estudiar su composición e intensidad, con la esperanza de entender algo más sobre el origen del universo. De la iniciativa participan veinte países, ochenta instituciones y quinientos científicos de todo el mundo. El gran objetivo es captar un tipo de rayo cósmico superenergético, pero se sabe que en un siglo sólo llega una de esas partículas a cada km² de la superficie de la Tierra, de manera que es extremadamente difícil su detección. Por eso se necesitan grandes superficies para experimentar. Se trata, ante todo, de una enorme inversión de recursos económicos y humanos, y de una paciencia eterna… ¿Llegaremos por fin a entender de qué se trata todo esto? ¿Lo que nos inquieta desde que el primer hombre, hace muchísimo tiempo, se detuvo a mirar el cielo, y se preguntó: Qué carajo hago acá, y luego salió corriendo a refugiarse en una cueva, porque se moría de frío?

El Museo Regional de Malargüe exhibe un ictiosaurio. Este ejemplar nadaba desprocupadamente por el mar hasta que un día lo sorprendió la aparición de gigantescas montañas que dividieron el agua de la tierra, y su destino fue quedar del lado terrestre, donde murió de sed. Y allí quedó, inmóvil, hasta que un puestero de campo lo encontró, 150 millones de años más tarde. El paisano dio aviso del hallazgo, y los especialistas reconstruyeron el pez y lo bautizaron con palabras del antiguo griego: ictus: pez; sauros: largarto. Tenía una dentadura terrible, que hoy todavía asusta, con la que masticaba moluscos y calamares gigantes. La réplica que se exhibe aquí es de un tercio del tamaño original, y aunque yo no pesqué en todo el viaje, por tener el brazo derecho enyesado, me tomé una foto con este pez antiguo, para agregarla a mi álbum de pescador, y para que no me digan mentiroso.

Pasamos muy al vuelo por el sur de Mendoza, porque ya se nos acababa el tiempo. Al irnos, nos proponemos volver por más, y hacer un recorrido completo por esta geografía que merece mayor detenimiento. Bajamos entonces rumbo San Rafael, último punto de nuestro viaje antes de deslizarnos hacia el mar y volver a casa. Mi compañera muestra gran destreza en el manejo del auto durante el recorrido por el Cañón del Atuel. Definitivamente ha logrado graduarse de conductora, y no sé cuál será mi destino luego de curarme del brazo, tal vez quede relegado al rol de conductor suplente. El cañón del Atuel merece la fama que tiene: es un paisaje magnífico, análogo al que comentamos antes: volcánico, con el corte a cuchilladas del río, y la sensación de estar viajando por una arruga del planeta. Salvo que la intervención humana aquí es determinante: todo el curso del río está regulado por la empresa provincial del agua. No se puede hacer picnic, ni caminar por la orilla; no se puede hacer nada salvo pasar en auto y mirar el paisaje. Y tal vez no haya más remedio que aceptarlo, porque así esta región puede mantenerse abastecida de agua, y superar la zozobra que proviene de las oscilaciones entre abundancia y sequía. De esta circunstancia proviene entonces los feos tramos secos del río, los bellos diques y los grandes lagos El Nihuil y Valle Grande. Lo mismo puede decirse del río Diamante, que en su curso superior contiene los deslumbrantes diques de Agua del toro, Los Reyunos, El Tigre y Galileo Vitale.

Para buscar tranquilidad nos alojamos en una cabaña ubicada a cinco kilómetros de la ciudad, y a cuatrocientos metros de la ruta. Tan tranquilo es el lugar, que ni siquiera el dueño se hace presente: un encargado nos recibe, nos asigna una de las tres cabañas rústicas disponibles, y se va. Quedamos solos durante dos días, disfrutando de la pileta y de la proximidad de las vides, por las que asoma la luna cada noche como bendiciendo la tierra, y sube lentamente hasta posarse en nuestra ventana a la hora de dormir. El 24 de diciembre llega una pareja joven. El aislamiento del mundo y la inesperada intimidad nos impulsa a compartir la cena. El muchacho toma la iniciativa y propone hacer un asado. Nos toca una noche cálida, de cielo limpio, silenciosa, hasta que aparecen estallidos de petardos y silbidos zigzageantes de cañitas voladoras. La chica se hace humo. A la hora de cenar somos tres: nosotros dos y el muchacho. Ella sigue metida en la cabaña, escuchando música a todo volumen. El joven nos explica que su novia sufre de pánico. La aterra el ruido de las explosiones. Siempre fue así, y nadie sabe por qué. No hay forma de cambiar esto. De modo que él come algo con nosotros y le lleva, por etapas, la comida a su novia. Cuando vuelve por segunda vez a la mesa, trae en un frasco una enorme araña muerta. “Se cayó del techo de la habitación”, comenta, sin rastros de temor.  “Es lógico”, reflexiona, “los techos son de paja, el clima es caluroso y seco, el techo está lleno de arañas gigantes”.

Minutos antes de las doce se despide y se encierra con su novia. Cuando llega la hora del brindis, arrecian las explosiones y la música de la cabaña vecina compite con ellas. Mientras vaciamos la botella de champán, nos recostamos en las reposeras, junto a la pileta de agua inmóvil. La noche avanza rápidamente, la atmósfera se lentifica, se enfría, los estallidos se van espaciando y apagando. Mi compañera decide acostarse. Dentro de la cabaña de nuestros vecinos ha cesado la música. Me quedo un rato más contemplando el cielo; respiro hondo; algunas estrellas viajan horizontal o verticalmente, se deslizan, caen, se funden en la oscuridad, reaparecen, como celebrando una navidad perpetua. Disfruto, y no me pregunto cómo funciona el universo.