Cusco en las alturas

Esto es Cusco, el ombligo del mundo, corazón del Tahuantisuyo. Vista panorámica de la ciudad construida en un gran valle, detenida en el tiempo: no hay edificios altos, nada sobresale, salvo cúpulas de iglesias y conventos. Fortalezas que muestran dos mundos superpuestos: abajo el incaico, arriba el español; abajo, grandes piedras irregulares misteriosamente engarzadas por los grandes arquitectos; arriba, el estilo que trajeron los occidentales a través del mar, con la cruz y la espada.

Entre la maraña de techos rojos, líneas anchas como ríos: avenidas que unen las plazas amplias y arboladas, y otras, delgadas como arroyos: callecitas que suben y bajan y confluyen en la Plaza de Armas.

Entrar en la ciudad es bajar a un laberinto fascinante. La sensación de sumergirse en el pasado choca con la velocidad de los autos; los bocinazos resuenan entre voces de múltiples idiomas; todo es mezcla y combustión y el ruido sobrevuela el silencio de los cusqueños, que miran, cuchichean, y se acercan ofreciendo pulóveres, gorritos, llamitas de lana, reproducciones de arte, dibujos, anteojos. La imagen se completa con las chicas voceando masagges, nice masagges; con mujeres y niñas vestidas de collas, ofreciéndose a dos soles la foto. En oleadas, y sin parar, te acosan, pero no llegan a incomodarte: ante el primer gesto de negación desisten y van hacia otro turista que pasa. Desisten, pero no se resignan: las veinte veces que pasás por el lugar vuelven a acercarse y a ofrecerte lo mismo, mecánicamente, desde el amanecer hasta el atardecer. Son parte del paisaje, de la mezcla inquietante, de la combustión.

Cusco tiene el rostro de una reina antigua, maquillada y engalanada para deslumbrar. Está limpia, ordenada, cuidada y en proceso de recambio en todos los servicios. La nueva conquista tiene un nombre genérico: capital extranjero. Sin cruces ni espadas, toma forma en hoteles, hostels, restaurantes, bares, locales. Todo se está removiendo: las casitas de adobe mutan en comercios de cemento y piedra. Hay, eso se nota, precaución por no romper todo. Las fachadas cambian, pero las puertas, los balcones, ciertos matices de la arquitectura colonial se preservan. Y pasados los umbrales, afloran los patios andaluces remozados, que mantienen la frescura de sus canteros de flores y sus aljibes centrales.

Empezamos a respirar el resultado de mundos en colisión, en abrazo, en simbiosis violenta y silenciosa -un proceso de siglos. Pero nuestros sentidos están embotados. Venimos del mar, de otro aire, y no podemos ni debemos entrar de golpe en una atmósfera tan opuesta. Sin embargo, lo hacemos, y la altura nos castiga. Sube la presión sanguínea, y en mi caso, en dos días me lleva al hospital. Pero para eso falta. Estamos dando los primeros pasos en el hermoso laberinto, más alto que las nubes.

Buscamos asirnos de algo: un plano, un folleto que indique los puntos de atracción. Reviso lo que trajimos en el bolso: algunos datos, libros. Veo el Fedro, de Platón. ¿Para qué lo traje? Fedro o Sobre el amor. Leí algo en el vuelo, así, a vuelo de pájaro, y no voy a leerlo aquí. Tan lejano este mundo de aquél, mediterráneo, europeo. Vamos a los museos, entramos en la Casa de Garcilaso. Está de gala, porque se cumplen 400 años de la primera edición de los Comentarios Reales. Lo elijo de compañero, entonces, en lugar de Platón. Su voz está ahí, todavía vibrante: hijo de un capitán del grupo de Pizarro, y de una noble inca, su sangre estuvo en la fragua misma, en la fundición, y con esa sangre escribió su obra, su testimonio desgarrado y lúcido.

Respiramos la mezcla, por momentos sofocante, dentro de las iglesias-museo: la Catedral, el Triunfo, San Blas, Santo Domingo, San Francisco, Santa Catalina, Casa Arzobispal, San Antonio Abad. Ante el despliegue barroco de imágenes, la multiplicación de santos viejos y nuevos que sembró la Iglesia aquí desde 1533, cuesta creer que llegó para predicar el monoteísmo. ¿Por qué tanto exceso, tanta saturación de arte religioso? ¿Fue el modo de cubrir la conquista, de tapar y sofocar la apropiación de un mundo ajeno, desplazando gobiernos y dioses? Así parece. Tapar y difundir, evangelizar con imágenes, porque había aquí una civilización grandiosa, pero que desconocía la escritura. Por razones de marketing la Iglesia, con su gran capacidad de adaptación, aceptó transgresiones impensables en Europa: vemos una pintura de la Santísima Trinidad, una figura con tres cabezas idénticas. Es una violación del dogma, porque la Trinidad es el misterio de tres Personas distintas en Una, no tres personas iguales. El epígrafe explica: se permitió para que los nativos entendieran mejor la verdad del Dios uno y Trino. Cuestión de didáctica.

El arte cuzqueño, fruto de este cultivo de las imágenes, nació del choque y la asimilación, y fue fructífero y singular. Síntesis de indigenismo, realismo español, barroco, escuela de Flandes, manierismo. Con artistas excepcionales como Diego Quispe Tito. Vemos una gran pintura suya de la procesión de Corpus Christi: un cuadro imponente, un fresco de época, con más de cien personajes. La iglesia asimiló este festejo con el Inti Raimi, la fiesta del Sol. De todo el imperio llegaban los caciques con sus ofrendas, para compartir el encuentro anual que renovaba su visión del cosmos, con el Sol en el centro. Luego, la misma procesión de todos los pueblos, con las mismas ofrendas, llegaba a Cusco a celebrar la gran fiesta católica.

Salimos del submundo a respirar: la plaza mayor nos recibe con su aire encendido de sol, árboles, flores, palomas y niños. Alvin, de 11, y Blas, de 9, nos ofrecen lustrar los borceguíes. Aceptamos, algo avergonzados, más por ayudar que por ver nuestros zapatos relucientes. Alvin hace un gesto y nos lleva atrás de una columna. La policía los controla, porque son menores, porque no están afiliados al sindicato municipal de lustrabotas, porque si los ven los corren. A Blas le sacaron la caja, así que lo que producen con la caja de Alvin lo parten a la mitad. Para llegar aquí recorrieron cien kilómetros, después de ir a la escuela. Con lo que ganan, ayudan a sus padres. Terminan y se van, excitados, sigilosos, envueltos en un ingenuo aire clandestino.

Nos perdemos en las callecitas: algunas son pura escalinata, obligan a un esfuerzo continuo que quita el aire. Miramos, tocamos, olemos. Vamos a la tregua de la comida. Un paraíso de colores y sabores, espeso y sutil. Sopa de quinoa, crema de ajo, chicharrón de cerdo, anticucho, guacamole. Hay que elegir, empezar, y luego ir disfrutando poco a poco del tour gastronómico. También hay turistas de todos los colores. Un rubio solitario, no sabemos cómo, termina charlando con nosotros, en un español recién aprendido. Es un estudiante de Arkansas que está haciendo una pasantía, recurso habitual para los jóvenes inquietos del primer mundo que vienen a conocer el resto. Ecologista, o ambientalista. La sorpresa: conoció Villa Gesell. Estuvo un verano con un amigo –ecologista, ambientalista- que pasaba una temporada en la Argentina. Nos cuenta que recién llega de Bolivia, donde pasó una semana internado en un hospital de La Paz por una infección intestinal. Tomó un helado en un puesto callejero, y fue letal. Siento un ruido en la panza. Ay.

Esa noche, en la cama, repasé las imágenes del día. Aparecieron las celdas del convento de Santa Catalina. Compartimentos de uno por dos metros provistos de un catre, una mesita de luz, una imagen sagrada y un látigo colgando de un clavo. Ingresar al convento era un privilegio, incluso se exigía una dote a la familia de la postulante. Durante los años de encierro, el servicio era, además de la oración, el trabajo manual. Tejidos y artesanías. Recordé una palabra: Acllahuasi, “casa de las vírgenes”. Bajo la apariencia de ser elegidas por su belleza, el Inca las reclutaba para producir, especialmente textiles, y proveer de ropa y otros elementos a la nobleza y al culto. Ingresaban a los 8 o 10 años, y se quedaban en las casas toda la vida, salvo que el Inca las regalase a caciques de otras tribus, o las eligiera como sus esposas secundarias. Eran cautivas de lujo, propiedad del estado inca.

Acomodé mis libros: guardé el Fedro para siempre y charlé con Garcilaso. Si, me dice, esta es la ciudad donde yo nací, en 1539, seis años después de la conquista. En mi casa, cerca de la Plaza de Armas, se reunían a veces los parientes de mi madre. Se escondían y hablaban. Y de las grandezas y prosperidades pasadas venían a las cosas presentes, lloraban sus Reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su república… Estas y otras pláticas semejantes tenían los Incas y Pallas en sus visitas, y con la memoria del bien perdido siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: “Trocásenos el reinar en vasallaje”. En estas pláticas yo, como muchacho, entraba y salía muchas veces donde ellos estaban, y me holgaba de las oír…

Mi guía, aún de casi cinco siglos, habla como si estuviera a mi lado, como si el tiempo tuviera secretos pasadizos. Estamos en el Hanan Cuzco, el alto. Aquí respiraron, todavía respiran, los hijos del sol.

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El valle sagrado

Carmen Alto 222, Hotel El Grial. Se respira silencio. Los empleados circulan como sombras sonrientes. Elías, el conserje, saluda una y otra vez inclinando la cabeza. “No se preocupe, señor; usted no se preocupe”, dice, ante cada consulta. Salimos a una mañana de aire transparente. Reina la calma. El sol sagrado reverbera en los arroyos de piedra. Bajamos hasta la Plaza San Blas. Vamos a conocer la iglesia más antigua de Cusco, construida en el siglo XV. En su atmósfera densa, donde la luz flota encerrada, sobresalen el púlpito, el altar mayor, y el retablo de la Virgen del Buen Suceso. Leemos: estilo churrigueresco español. Traducimos: barroco recargado, creado por un clan de arquitectos de apellido Churriguera.

Afuera de la iglesia está lo mejor, porque San Blas es un barrio de artistas; lo fue siempre. Familias de artistas nativos, criollos, que sintetizaron el entramado de fuerzas en el que nacieron y vivieron. Como Hilario Mendivil y sus figuras de cuello alargado que recuerdan al Greco, a Modigliani, o mejor, como postula un crítico peruano, al cuello de las llamas. Hilario y familia: su esposa, Georgina Dueñas, también artista; su hija, Juana Mendivil Dueñas, nombrada “gran amauta de la imaginería peruana”. En la Casa Museo encontramos una variedad enorme de obras, y un rico anecdotario: un texto refiere la visita de Neruda, de paso hacia Machu Picchu, y una fiesta al aire libre, con baile de cuecas y abundante chicha.

Hay mucho para ver en Cusco, pero estamos ansiosos por recorrer, a pesar de que nos advirtieron que convenía ir despacio, adaptarse a la altura. Tomamos un tour al Valle Sagrado. Un tour es un engaño, un atajo para conocer rápido. Y así fue: en unas horas “conocimos” Pisaq, Urubamba, Ollaytaytambo, Chincheros. Valles fértiles protegidos por montañas. Grandes espacios de culto, de acopio de alimentos, de recreación. Al salir hacia los valles, el asombro que provoca la ciudad se disemina, se amplifica en caminos pedregosos, ríos marrones que serpentean entre montañas, campiñas verdes y planas, puñados de casas, terrazas de cultivo multiplicadas, fortalezas de piedra, murallas, acueductos, templos.

En Ollaytaytambo, el guía nos conduce hacia un conjunto de edificaciones. Nos muestra la muralla del Templo del Sol, sus piedras enormes engarzadas como en un juego de niños. Y flotan las preguntas sin respuesta: ¿Quién trajo estas piedras? ¿Quién hizo el diseño para que los cortes, irregulares, sean tan perfectos que encastren unas con otras? El guía no es claro, no explica, tiene un tono severo, y es áspero para contestar nuestras preguntas. Habla del pasado inca con pasión concentrada, identificándose con aquella estirpe, toma distancia. Antes de beber agua mineral de la botella, tira un chorrito a tierra: “Ven, esto hacemos nosotros, ofrecemos a la Pachamama antes de tomar”. Luego nos muestra el perfil de Huiracocha, en la montaña que tenemos enfrente.

Entonces, pensando en las grandes piedras, escucho a Garcilazo. Recuerdo su voz, anoto que debo consultarlo ni bien tenga oportunidad. Y ésta llega con el almuerzo. Leo: “Vése también una muralla grandísima, de piedras tan grandes que la mayor admiración que causa es imaginar qué fuerzas humanas pudieron llevarlas donde están…” “…al que las ha visto y mirado con atención le hacen imaginar y aún creer que son hechas por vía de encantamiento y que las hicieron demonios y no hombres… causa admiración imaginar cómo las pudieron cortar de las canteras de donde las sacaron”. El asombro de Garcilazo es tan grande, que repite, como balbuceando, dos o tres veces lo mismo: “Muchas de ellas están tan ajustadas que apenas se aparece la juntura… la labor es extraña y para espantar, y no usaban de mezcla ni tenían hierro ni acero para cortar y labrar las piedras, ni máquinas ni instrumentos para traerlas, y con todo eso están tan pulidamente labradas que en muchas partes apenas se ve la juntura de unas con otras… Lo que más admira es que, no siendo cortadas éstas que digo de la muralla por regla, siendo entre si muy desiguales en el tamaño y en la facción, encajan unas con otras con increíble juntura, sin mezcla”.

Algo así nos ocurre a todos, salvo que Garcilazo lo vio enseguida de la conquista, siendo un niño, antes que la búsqueda de oro y las necesidades edilicias de los conquistadores destruyeran gran parte de los templos. El grupo de turistas también manifiesta su asombro, pero algunos sacan tantas fotos, que uno duda sobre la capacidad de asimilación que tienen, porque casi no dejan espacio entre toma y toma. Es un click constante, sin silencios ni pausas. Otros se concentran, reflexivos, o conversan. Y después están los japoneses, con su microclima y enigma. Y su capacidad para estar en otro lado. Lo demostraron durante el almuerzo.

Era un tour, ya lo dije. El almuerzo, si bien era libre, fue compulsivo, porque el minibús se detuvo en un restaurante solitario, ubicado a la vera de la ruta. Era obvio que la empresa tenía un arreglo previo, y se nos ofreció un menú fijo con tarifa única. Había, enfrente, una casa de comidas familiar, realmente tentadora. El guía se ocupó de persuadirnos: dijo que nuestro restaurante era el único que tenía certificado oficial de estar libre de salmonella. Por supuesto que a nadie se le ocurrió comer en otro lugar, a riesgo de morirse. Pero admirablemente los japoneses marcaron la diferencia: se sentaron a comer al costado de la ruta, con sus viandas. Cuando digo a la vera de la ruta, no me refiero a un espacio verde bajo algún árbol, sino a una banquina barrosa y pedregosa. Allí se ubicaron, con la misma sonrisa repetida en sus rostros. Lejos de los dos restaurantes, y de la amenaza verdadera o falsa de la salmonella.

Al volver a Cusco, tuvimos tiempo, todavía, de conocer Saysahuaman, conjunto edilicio que consumió 30 años de trabajo continuo de 20 mil hombres. Esta ahí nomás, a poca distancia de nuestro hotel, saliendo por la parte alta de la ciudad hacia el sur. Al subir las empinadas escalinatas, yo había sentido un cansancio inusual, un agobio tremendo, palpitaciones. Y un malestar creciente en el estómago. Y un fuerte dolor de cabeza. Pero al recorrer las magníficas murallas, el malestar se me fue pasando. Gracias al impacto benéfico, quizás, de esas construcciones sorprendentes. O al encuentro con Efraín, un guía que nos mostró unos misteriosos túneles. Fue emocionante. Propuso que ingresáramos en uno, y me animé, mientras mi compañera dio la vuelta y me esperó en la boca de salida. Fueron diez minutos, nomás, pero la oscuridad total, la humedad de la tierra, el olor a musgo en las paredes de piedra alcanzaron para producir la sensación de miedo, de incertidumbre. Efraín, al principio divertido por mi pasmo, después se puso serio y contó un secreto: hace muchos años, una pareja ingresó en el más grande de estos túneles y apareció cincuenta años más tarde en el Coricancha (en Cusco, el antiguo templo del sol, donde hoy se levanta el convento de los dominicos). Dijo, también, que ese túnel, desde el año 2000, estaba clausurado, porque lo estaban investigando unos especialistas extranjeros.

Yo recordé una palabra, leída en uno de los museos: Sancayhuasi, “casa pavorosa”. Túneles donde los Incas metían a los prisioneros, a los castigados por delitos; túneles plagados de alimañas, serpientes y animales feroces. Algunos, muy pocos, se salvaban. La práctica de la ordalía, la prueba de los dioses: salvarse demostraba la inocencia. Claro que había que salvarse… Yo me salvé del túnel, pero no de la altura. Tuve mi noche pavorosa en la habitación del Grial, cuando el malestar de las dos noches anteriores se hizo más intenso, sobre todo el dolor de cabeza. Habíamos tomado te de coca, cada mañana y cada tarde, la celebérrima pastillita soroche, reforzada con los genéricos ibuprofenos. Pero nada había dado resultado.

Al día siguiente partíamos para Machu Pichu. Tuvimos que suspender el viaje. El túnel me depositó en una clínica de las afueras de Cusco. Tenía presión alta e inflamación de las meninges. El dolor de cabeza, que ya llevaba veinte horas, recién amainó a la noche, gracias a la aplicación de una fuerte dosis de corticoides, por vía endovenosa. Al fin, nos dispusimos a dormir. Suspiramos: “la paz del hospital, ideal para reponer fuerzas”. Pero sucedía algo insólito: había ruido de fiesta, a pocos metros de la habitación. Al principio, los típicos sonidos de una cena de mucha gente, luego, la sobremesa, y finalmente, el alborozo, las risas, la música… A las cuatro de la madrugada llamé a la enfermera, que tardó en venir, y  exhibía aires de jolgorio. Me explicó: como el dueño de la clínica se iba de viaje, había adelantado los festejos de navidad con el personal… ¡Qué privilegio!, pensé. ¡Pasar una noche de juerga en un hospital! Me tapé los oídos. Mi compañera ya dormía, soñando seguramente con el tren que, unas horas más tarde, nos llevaría a la famosa Ciudadela.

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Misterios de Machu Pichu

El tren y el río avanzan juntos hacia el corazón de las montañas. Corren con estruendos paralelos, explosivos, deseantes. El tren azul es forma racional, arma de acero, instrumento de conquista y dominio. El río es fuerza y magia, vértigo, sangre de la tierra nutricia. Con la mirada fija en las aguas hipnóticas del Vilcamayo, avanzamos.

Desde Ollantaytambo hasta Aguas Calientes, también admiramos el paisaje humano: el valle sagrado es el granero de Cusco, lo fue desde siempre, y cada palmo de tierra está sembrado de papa o maíz. En una parada, comemos un choclo de grano grande (duplican en tamaño a los nuestros). Después ataco un anticucho de alpaca, servido en un puesto callejero, con variedad de salsas picantes. Pienso en mi estómago. Ya sin mal de altura, estoy tomando antibióticos para curar una infección. No pienso en mi estómago: como, me dejo tentar, y como. Pienso que el antibiótico se ocupará de las bacterias, viejas y nuevas, que me ataquen. El anticucho es sabroso; las salsas, inquietantes.

De los techos de las casas sobresalen los toritos de Pukara. Una composición: dos toros uncidos al yugo, la cruz en medio, y sobre ella, empinado, altivo, un gallo. A los costados, dos vasijas y dos banderines con los colores de la bandera de Perú. Cuando construyen, los ponen ahí para protección de la casa, con las vasijas llenas de chicha, en ofrenda a los dioses. Antes –me cuentan- las cargaban con sangre de animales sacrificados. La chicha es una bebida a base de maíz fermentado. No es fácil conseguirla, porque no se comercializa (en Urubamba, algunas casas exhiben un palo con un trapo rojo: señal de que allí se vende chicha casera).

Aguas Calientes es un lugar de paso, desde aquí se accede a la Ciudadela, caminando o en micro. Nos instalamos en el hotel de unas mujeres peruanas y –paradójicamente- no logramos tomar un baño de agua caliente. La ducha no funciona. El encargado de mantenimiento del hotel no aparece. Las mujeres maniobran: dicen que las calderas no se activan porque la ducha no larga suficiente agua. Abren la ducha del baño de la pieza de al lado. Mejora un poco, pero no alcanza todavía. Abren la ducha del baño de la pieza de enfrente. Las mujeres, gritándose de un lado al otro, coordinan abrir y cerrar canillas hasta que el agua levanta temperatura. En lo sucesivo, hay que abrir las tres duchas para que por caudal o simpatía o contagio, la nuestra funcione. Aquí el agua caliente se conjuga en plural, comentamos.

Subimos en micro. El impacto visual, cuando se accede al panorama de Machu Pichu, nos estremece, y ya empieza a trabajarnos su insondable misterio. Su presencia en el espacio, al borde de precipicios, armónicamente instalada entre dos picos de montaña, sugiere lo que las grandes obras de arte: una armonía visible e invisible a la vez. Una perfección colmada de secretos, de detalles ocultos a simple vista, que configuran en la superficie, en la síntesis del resultado, una belleza fascinante, inexplicable. La imagen flota en el aire, irreal y contundente, piedra preciosa engarzada en la montaña, continuándola y embelleciéndola, combinando los colores de la piedra, el pasto, el cielo y las nubes.

La recorremos, bajo un fuerte sol, integrados al incesante hormigueo humano. Nos acoplamos a una pareja peruana, de Lima, y tomamos un guía bien informado, memorioso, apasionado del tema. La información sumaria está al alcance: en libros, revistas, en Internet. Registro aquí un dato, nomás: la construyó Pachacútec, el inca que diseñó, impulsó y concretó el imperio inca. Fortaleza defensiva, refugio, pero más que esto. Los incas buscaron, como la mayoría de las culturas andinas, armonizar con el cosmos. Hablar de Machu Pichu como “ciudad sagrada” es redundante: todos los espacios de esta cultura eran sagrados, estaban saturados de sentido. De una armonía expresada en la analogía, en la imitación: una relación con el cosmos que intriga, al punto de alentar hipótesis de “encuentros cercanos”, comunicaciones, intercambios que nuestros prejuicios racionalistas no tiene por qué desdeñar. Aproximarse a esta cultura exige un cambio de paradigma. El nuestro es: somos el producto de una evolución, de lo primitivo a lo actual, de la ignorancia al conocimiento, del no-saber al saber. Este paradigma evolucionista-cientificista reduce nuestra capacidad para comprender la maravilla que tenemos aquí. El saber no es necesariamente un proceso científico-evolutivo. Tal vez antes, hay que preguntarse, sabían muchas cosas que nosotros hemos perdido, que hemos olvidado; tal vez hemos involucionado en muchos aspectos. Recién entonces podemos empezar a escuchar algo desde el fondo de la historia, desde este sobrecogedor entramado de la tierra y el cielo. Trama que incluía el temor y el terror: temor a una catástrofe cósmica, a un fin de mundo, y terror, porque las ofrendas para que esto no suceda incluía sacrificios humanos.

La palabra es “capacocha”, ceremonias extraordinarias en las que se sacrificaban niños y niñas de diez años, traídas al Cusco desde todas las regiones del Tahuantisuyo junto con otras ofrendas. Los niños eran llevados por sus propios padres, y en una ceremonia muy ritualizada, los embriagaban y los asfixiaban con polvo de coca, les sacaban los corazones aún palpitantes, y con la sangre untaban las imágenes de los dioses. Los cadáveres se convertían en Huacas: seres sacralizados… Nos horrorizamos, pero ¿qué modelo oponemos? ¿Acaso no sacrificamos cada día miles de niños, en el altar de nuestros mitos? Y, a diferencia de ellos, sin aceptarlo sino al contrario, negándolo, con la peor hipocresía. La otra cara de esto, que nos espanta, es lo que atestigua Garcilazo: “…lo necesario para la vida humana, de comer y vestir y calzar, lo tenían todos, que nadie podía llamarse pobre ni pedir limosna…” Seguramente se horrorizarían los incas, hoy, ante la hambruna de nuestros niños.

Subimos al Wayna Pichu: un recorrido empinado, que nos va regalando en cada remanso una vista inolvidable de la ciudadela y su entorno. Al regreso, llovizna. Sopla un viento frío y las nubes comienzan a invadir los picos de las montañas, a posarse sobre los valles, blancas, oscuras, cargadas de agua. La ciudadela adquiere otro misterio, ya no luminoso sino tétrico, aunque siempre sereno, diáfano, como si sus fuerzas, aún pasados cuatrocientos años desde que la ciudadela fue abandonada, todavía lograran mantenerse en equilibrio.

Hablamos de paradigmas. Nuestro lejano guía Garcilazo está perdido aquí. No supo nada de Machu Pichu, no tuvo indicios de su existencia. Pero volvemos a homenajearlo porque tuvo una intuición profética: “…en esto excede aquella obra a las siete que describen como maravillas del mundo, porque hacer una muralla tan larga y ancha como la de Babilonia y un coloso de Rodas y las pirámides de Egipto y las demás obras, bien se ve como se pudieron hacer, que fue acudiendo gente innumerable y añadiendo de día en día y de año en año material a material y más material; eso me da que sea de ladrillo y betún, como la muralla de Babilonia, o de bronce y cobre, como el coloso de Rodas, o de piedra y mezcla, que la pujanza de la gente, mediante largo tiempo, lo venció todo. Más imaginar cómo pudieron aquellos indios tan sin máquinas, ingenios ni instrumentos, cortar, labrar, levantar y bajar peñas tan grandes (que más son pedazos de sierra que piedras de edificio), y ponerlas tan ajustadas como están, no se alcanza; y por esto lo atribuyen a encantamiento, por la familiaridad tan grande que con los demonios tenían”. Garcilazo pone en boca de un cura “natural de Montilla” estos comentarios: este milagro no podía ser obra de Dios, sino de “la relación estrecha de los indios con los demonios”. La cuestión es que el 7 de junio de 2007, Machu Pichu fue nombrada una de las “nuevas siete nuevas maravillas del mundo”.

Maravilla que empezó a develarse gracias a Hiram Bihman, un norteamericano aventurero. Sabemos que los aventureros tienen fortuna, como dice el proverbio homérico, y en general no encuentran lo que buscan, sino otra cosa mejor o más grande. Le pasó a Colón, también al yanki: buscando Vilcabamba, último refugio del último héroe Inca, se topó con la Maravilla. Al principio, ni siquiera la vio. Después sí, entendió su importancia. La leyenda se alimenta con más leyenda: se cuenta que con los últimos tesoros, los habitantes de Machu Pichu huyeron hacia la selva y se perdieron para siempre. Nuestro guía peruano aporta lo suyo: cuenta que hace unos años hizo una expedición a la selva, con un grupo de amigos, y que a través de unos lugareños tuvieron noticia de la existencia de los descendientes de los incas. Viven internados en la selva, y nadie ha podido hasta ahora arrancarles el secreto mayor: dónde están enterrados o guardados los objetos sagrados, las riquezas que se llevaron de Machu Pichu; y dónde está, realmente, el misterioso Paititi.

Al día siguiente aprovechamos el tiempo que nos quedaba para descubrir algunos encantos de Aguas Calientes: tomamos unos baños en las termas, y visitamos un vivero de orquídeas. Antes de subir al tren, comimos en el mercado. Comida casera, rica y barata. Ella pide una ensalada colorida y sabrosa, yo me dejo llevar por mis bacterias inquietas hacia el chicharrón de cerdo que preparaba una cocinera muy confiable. Me entrega el plato ardiente, sin cubiertos, y un rollo de papel higiénico por servilleta. Como con la mano. Me limpio. Como otra vez. Exquisito, el cerdo.

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Los Uros del lago

Primera despedida de Cusco, con rumbo al Titicaca, la otra gran promesa de este viaje. Sensación ambigua: satisfacción por los lugares recorridos; urgencia por alejarnos de los malestares viejos y nuevos (altura e infección estomacal). Mi compañera, debo decirlo, también fue afectada por la altura, pero de un modo natural. Fue admirable: descubrimos que le había aumentado la presión sanguínea por un control de rutina. En la internación-fiesta hospitalaria, la enfermera dijo: “ya que estamos, la revisamos también a usted”. El resultado fue: presión alta “natural”. Su cuerpo se había adaptado a la altura, aumentando la presión, pero sin generar ningún síntoma, ni riesgo alguno. Fuimos la bella y la bestia (también) de la salud.

Nos despedimos del Hanan Cusco y del Santo Grial, momentáneamente. El bíblico y pacífico Elías nos guardó parte del equipaje y nos dijo, al despedirnos: “No se preocupen”. Al llegar a la Terminal de Ómnibus, a las ocho en punto de la mañana, nos topamos con una colmena alborotada. Turistas de diversos idiomas y colores protestaban en la ventanilla. El viaje se había suspendido por un corte de la ruta hacia Puno. Había que posponerlo 24 horas. No discutimos. Veníamos de Argentina, no de Suiza, así que sabíamos de qué se tratan estos percances. Volvimos al Grial, con el sol ya alto, el cielo diáfano, las piedras y las flores de la ciudad encendidas por la luz. Después de la molestia por el cambio de planes, pasamos un día de gracia. Un día caído del calendario, desprogramado, muerto vivo, resucitado, renacido. En la plaza de las Nazarenas nos recostamos en un banco, comimos empanadas, tomamos mate, y nos dejamos caer en la ausencia de ese día blanco, de ese día túnel. Nos dejamos solear, airear, acariciar por la sombra de los arrayanes, por la tibieza de la brisa. Entreví, recostado en su falda, la cúpula de la Iglesia, recortada contra el cielo azul, entre las ramas ocres de un árbol. Todo fue entonces sereno y hermoso, como llorar de alegría.

A la mañana siguiente viajamos todo el santo día y a las tres de la madrugada llegamos a Puno. En la Terminal, nos abordó un guía de turismo y nos ofreció un tour a las islas de los Uros. El paquete incluía llevarnos a un albergue hasta las nueve de la mañana, luego desayunar y abordar la lancha para la excursión. Aceptamos. El albergue era un edificio que parecía abandonado, abierto minutos antes, en exclusiva, para nosotros. Nos dieron un cuarto, en extremo austero, al punto que tuvimos que pedir papel higiénico, jabón y toalla. El “conserje” respondió de mala gana a nuestro reclamo, y comentó: “qué quieren, por este precio”. Bueno, más allá del precio, no darte nada. Además, no era tan barato…

Como ven, Puno-no fue de lo mejor. La ilusión de las islas de los Uros, míticos artesanos que viven en el lago, se desvaneció rápidamente. Tal vez el error fue nuestra imaginación: creer que íbamos a descubrir las raíces de algo, el color prístino del hombre originario, las manos naturales de los seres ligados a la tierra y al agua… Cuento: las islas configuran un paisaje bello y sorprendente, sin duda. Ahí están, construidas con juncos amarrados, albergando las chozas de estos hombres que vinieron de las selvas a buscar cómo sobrevivir. Y encontraron aves y peces para comer, y juncos milagrosos: la materia prima para todo lo que hacen, desde las paredes hasta las embarcaciones. Todo esto es hermoso, pero al entrar en contacto con ellos, se develan los ardides del más elemental mercantilismo turístico.

El tour prevé una visita de una hora, durante la cual hacen algunas muestras de sus habilidades, e intentan sobre todo vender sus productos (ya vistos en otros mercados del continente). A mi compañera, una mujer la invita a pasar a su choza y la viste con ropas típicas para la foto. Le pregunta el nombre, y enseguida exclama: “Patricia, igual que mi hermana”, y ríe, festejando la “coincidencia”. A las demás mujeres que son invitadas a las chozas y a vestirse con ropas típicas, les dicen lo mismo: “Igual que mi hermana”. Todas tienen una hermana que se llama igual que las turistas, aunque se llamen Karen o Margaret. Consentimos en sacar la foto. Pagamos. Yo pispeo la choza: tv, energía solar, celulares.

Intento conversar con uno de los hombres, le pregunto por los peces de la laguna, pero él está atento a los turistas que me rodean y circulan junto a mí: una pareja de Lujan, otra de Nueva Zelanda, un viejo rubio (nórdico), del que emana un reconcentrado olor a transpiración (chivo), una española solitaria, un matrimonio de alemanes, tres jóvenes italianos, de Milán. Le pregunto otra vez al Uro por los peces y él no me contesta, está ansioso porque alguno de los que pasan le compren algo de lo que ofrece: ponchos, telas, miniaturas de chozas y embarcaciones. ¿Qué carajo me pregunta éste por los peces?, parece estar pensando. Dos japoneses pasan de largo, no miran ni escuchan al Uro. Tienen puestos barbijos, y solamente observan a la ligera las artesanías y hacen comentarios entre ellos. Luego sacan fotos.

Subimos a una de las canoas típicas, construidas con atados de juncos longitudinales, unidos  entre sí con sogas trenzadas. Tienen muy poco calado, flotación alta y con gran resistencia al peso. El manejo está a cargo de una jovencita. Antes de alejarnos de la isla, las mujeres con sus ropas coloridas se forman en hilera y nos despiden, cantando y bailando un viejo “hit”:

“Vamos a la playa, o-o-o-o-oh”

Algunos de los turistas que integran el grupo se ríen, otros lloran (ríen por no llorar). Ninguno llora de risa.

La joven timonel conduce con gran destreza. Nos llevará a una isla cercana, donde la lancha de nuestro tour nos espera. La chica quiere hablar para establecer una relación que siempre apunta a la conveniencia. Hace chistes con la palabra titi-caca (puma de piedra). Para los que hablamos español, obviamente. Lo reitera. Le hacemos algunas preguntas, pero no cuenta nada de la vida familiar ni de sus tradiciones. Pregunta ella, y vuelve al chiste con la palabra caca.

Volvemos pasado el mediodía, y a las tres de la tarde tomamos el micro para Copacabana. Mi compañera está decepcionada porque se había ilusionado con los uros. Antes del viaje, la imagen de las islas y el encuentro con un pueblo originario, pescador y artesano, era uno los puntos más atractivos del recorrido mental, previo al real. ¿Será mejor viajar sin expectativas, así no salen estos encuentros críticos y negativos? Pobres los Uros, pienso. Qué injusto estoy siendo con ellos. Busco referencias.

Garcilazo no los menciona, pero se refiere a toda esta zona: el Collasuyo. “Los collas son muchas y diversas naciones, y así se jactan de descender de diversas cosas. Unos dicen que sus primeros padres salieron de la gran laguna Titicaca… otros se precian de venir de una gran fuente… otros tienen por blasón haber salido sus mayores de unas cuevas y resquicios de peñas grandes, y tenían aquellos lugares por sagrados”.

También dice, cosa curiosa, que “las mujeres, antes de casarse, podían ser cuán malas quisiesen de sus personas, y las más disolutas se casaban más aina (rápidamente), como que fuese mayor calidad haber sido malísima…” En el aspecto guerrero, Garcilazo ensalza sus cualidades y valentía: “Pelearon con gran pertinacia y ceguera, particularmente los Collas, que como insensibles se metían por las armas de los Incas, y como bárbaros, obstinados en su rebeldía, peleaban como desesperados sin orden ni concierto, por lo cual fue grande la mortandad que en ellos se hizo”.

Bueno, parece que los collas eran cosa seria; que el nombre Collasuyo proviene de los habitantes aimara-hablantes de una serie de reinos independientes de la meseta del Titicaca con fuertes lazos culturales, que eran conocidos por los incas bajo el nombre genérico de collas debido a que el Reino Colla, en torno a la orilla norte del Titicaca, era para los incas el más significativo de estos reinos en la época del inicio de la gran expansión territorial del imperio. Otro reino importante era el de los lupacas, justamente donde hoy está Puno. Collas y Lupacas lucharon entre sí, y esta lucha intestina fue aprovechada por los Incas, que lograron dominarlos.

Garcilazo, de los uros, nada. Nos dicen, en Puno, que Uro significa “salvaje”. Waldemar Espinoza Soriano, en “Economía, sociedad y estado en la era del Tahuantisuyo”, menciona una sola vez a los uros: “…existían otras agrupaciones atrozmente marginadas y desdeñadas, víctimas de prejuicios culturales, sociales y hasta raciales. Se trata de los uros, changos y moyos, las tres pertenecientes a estadios económicos muy primitivos: pescadores, recolectores y cazadores, a pesar de vivir cerca o en medio de los aymaras, sociedad de avanzada prosperidad agropecuaria. No se les reputaba como seres humanos, sino como sabandijas e insectos. Un uro ni siquiera podía ingresar a un tambo servido por mitayos aymaras a pedir un vaso de agua, porque se le rechazaba groseramente”.

Ay, pobres los uros. Sé por amigos que hay otras islas, más distantes de la ciudad, en las que se puede conocer otros grupos de uros y tener experiencias fascinantes. A nosotros nos tocó así esta vez. Y nos fuimos, como huyendo de ellos, hacia Copacabana.

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Copacabana, milagro de fe

La palabra es mitma: trasplante de poblaciones de una región a otra. Una verdadera “ingeniería humana” que aplicaron los incas en todo el territorio del imperio, con fines económicos y políticos. Así dominaban poblaciones rebeldes, dividiéndolas y apartándolas de sus territorios de arraigo, fortalecían la “identidad común”, y reforzaban zonas que requerían fuerza laboral para la explotación de los recursos. Los incas dominaron el Collasuyo entre 1471 y 1532. En este corto tiempo, lograron introducir grandes poblaciones de mitimaes en diversos puntos de la región. Uno de los más importantes fue Copacabana, donde se instituyó un ayllu con representantes de 42 etnias diferentes. Aquí, muchos señores aimaras se ligaron a los incas a través del parentesco, mecanismo utilizado para asimilar a los curacas de otros reinos. Los ayllus son una institución muy antigua del altiplano: comunidades de base familiar, que reconocían un padre fundador al que momificaban (malqui) y guardaban en un lugar sagrado (huaca). El culto al malqui preservaba al grupo, lo protegía y le daba continuidad en el tiempo. La noción de individuo no era importante: tanto la tierra como el trabajo eran colectivos, con dos instituciones importantes: la ayuda recíproca (ayni), y el trabajo por obras de bien común (minga). Cada matrimonio nuevo recibía una porción de tierra para su explotación y subsistencia. Los jefes incas (sapaincas) tenían tierras propias, y a la vez regalaban tierras a los jefes (curacas) de los clanes sometidos. Estas fueron formas primarias de la propiedad privada, aunque lo predominante era el ayllu colectivo.

¿Qué queda, en Copacabana, de aquel ayllu multiétnico? Un puñado de casas, una población nativa básica invadida de extranjeros, un centro de culto para todo el país. Copacabana mira al Titicaca sagrado, y tiene en su corazón el Santuario a la Virgen nacional de Bolivia. Desde nuestro Hostel “Leyenda”, ubicado a pocos metros de la orilla, subimos hacia las zonas nucleares de la ciudad: el mercado, la plaza y frente a ella, el santuario.

Lo primero que impresiona es la plaza, adornada con enormes cactus, que llevan, como prendidas en el ojal, grandes flores blancas. La plaza tiene también hileras de árboles disciplinados, de ramas apretadísimas, por las que no pasa la luz. En esas copas juegan los niños, mientras sus madres trabajan. Dos nenes convirtieron el árbol en un hogar: hablan del baño, del jabón, de los cepillos para lavarse los dientes. La feria es la vida, las mujeres pasan el día atendiendo los puestos, ubicados frente al santuario. Son decenas, alineados unos junto a otros, y ofrecen imágenes de la Virgen en diversos tamaños, y toda clase de objetos alusivos a la fe. En las calles laterales no hay puestos sino locales que ofrecen artesanías y prendas típicas.

Además de las trabajadoras con sus hijos a cuestas, están los dueños de los puestos. No están ellos, en persona, pero sí sus lujosas camionetas, que las mujeres lavan en sus ratos de ocio. Es domingo, así que empiezan a aglutinarse poco a poco automóviles frente al santuario, y al mediodía salen los curas franciscanos a bendecirlos. Los autos van pasando, y sus dueños, familiares y amigos se reúnen alrededor. Los monjes, con sus largos hábitos marrones de pobreza, hacen una oración y comienzan a salpicar el vehículo con agua bendita, primero el exterior, luego el interior, después a las personas. Cumplido el rito, comparten una oración, y enseguida los oficiantes dan rienda suelta a su alegría haciendo explotar fuegos artificiales. “Es una tradición”, me dice uno de los monjes, mientras caminamos juntos hacia la entrada de la  iglesia. “En general, gente de todo el país viene a pedir algo; cuando se cumple la promesa, lo que se ha conseguido se bendice. Muchos piden progresos materiales, como lograr tener un auto. Por eso es común que se bendigan autos, porque es una de las cosas que más le pide la gente a la Virgen”.

La imagen local de la Virgen es obra de Francisco “Tito” Yupanqui, artista plástico de origen inca. Su historia esta narrada en el bello portal de madera de la entrada al santuario: escultor aficionado, nacido a orillas del Titicaca, en el seno de una familia de aymaras católicos, “Tito” Yupanqui trabajó mucho y sufrió penurias para plasmar la imagen definitiva. A partir de un sueño, que le reveló la misión sagrada de tallar la Imagen, tuvo que atravesar muchas pruebas hasta que la iglesia aceptara oficialmente una representación tan distinta a las tradicionales: basada en el modelo de la virgen de Rosario, la de Copacabana es de tez morena, y su vestimenta reproduce los colores y las vestiduras propias de una princesa inca.

El interior de la iglesia es de estilo barroco, con un retablo muy recargado. Nos sorprende que se permita sacar fotografías sin limitación alguna, cosa rigurosamente prohibida en Perú. En el museo no se permite sacar fotos, pero el policía que nos acompaña sigilosamente en el recorrido, hace algunas excepciones: así logramos fotografiar el lienzo con la genealogía franciscana, algunos objetos antiguos de la liturgia (hermosos cálices y custodias), y algunos de los trajes que se le reservan a la Virgen. Una de las curiosidades de este culto popular es que el manto de la Virgen se renueva dos veces al año: el 2 de febrero y el 5 de agosto.

La gente piadosa dona mantos, en tal cantidad, que ya están archivados –con sus correspondientes fechas- los que hacen falta hasta el 2054. El policía, boliviano de Cochabamba, se llama Pedro Huáscar. Poco a poco entramos en confianza y charlamos. A la vista de algunos objetos relativos a la historia del país, nos cuenta que la virgen fue designada Generala de la Policía Boliviana, en 1954, y Almiranta de la Armada, en 1989 (es la única Virgen de Latinoamérica con grado militar). Y ya en el terreno estrictamente bélico, narra dos episodios trágicos de la historia de Bolivia: la guerra del pacifico contra Paraguay “por el petróleo”, y la guerra con Chile: “Estábamos festejando el carnaval, todos en pedo, y nos sacaron la salida al mar”, cuenta, tragicómico.

La palabra que queda sonando es “Huáscar”. Inca legítimo, su hermanastro Atahualpa le disputó el trono, alentado por los españoles. Atahualpa lo venció y luego hizo una tarea de exterminio: eliminó toda la estirpe de Huáscar, todo rastro de sangre real, para evitar que algún heredero le dispute el trono. Garcilazo cuenta, extensamente, sus crueldades y torturas. Al final de estas narraciones, concluye: “De la manera que se ha dicho extinguieron y apagaron toda la sangre real de los incas en espacio de dos años y medio que tardaron en derramarla, y aunque pudieron acabarla en más breve tiempo no quisieron, por tener en quién ejercitar su crueldad con mayor gusto…” Después de esta masacre entre incas, los españoles liquidaron a Atahualpa y pusieron a un inca de su conveniencia. Un títere. Y poco a poco lograron hacerse del imperio.

Recorremos la costa del Titicaca hacia Jinchaca, al norte, a pie, por el camino de tierra. Pasan pocos vehículos, nos rodean campitos sembrados de maíz, papa, quinoa. Pasa una colla, a paso regular, con la cabeza erguida, cargada con un atado y cubierta de varias capas de ropa colorida. Entre las hojas verdes y los surcos removidos, algunas mujeres desmalezan, cosechan, o riegan, y otras, en grupos de dos o tres, hilan o tejen, y conversan. Luego de una jornada de sol y aire libre, pasamos por el mercado para comprar lo necesario para la vianda del día siguiente, que será la visita a la Isla del Sol. En el mercado, cerca de la hora de cierre, mujeres y más mujeres atendiendo, con sus hijos a cuestas. Cansadas, se las ve al borde de la ofuscación, algo inusual, contrario a la natural amabilidad. ¿Qué pasa? Es evidente que están agotadas. Doce horas en el puesto, y con los niños… Les preguntamos por los hombres, ¿dónde están los hombres? Unos pocos trabajan, los demás están desocupados, pero tampoco ayudan en el mercado. El mercado no es trabajo para hombres. Y si andan por ahí, en pedo, sin hacer nada, ellas los justifican: “en esta ciudad no hay trabajo para los hombres, no es culpa de ellos”,  dicen.

Cuando rumbeamos para el hostel, vemos a la colla que ya habíamos cruzado durante la caminata a Jinchaca. Lleva la misma vestimenta del mediodía, cuando el sol ardía y hacía calor. Concluimos que la ropa funciona como regulador térmico, por eso utilizan la misma desde la mañana hasta la noche. Cambia la temperatura exterior, pero el interior se mantiene estable. Como las piedras de las montañas. Como el silencio reconcentrado que a veces se vislumbra en la mirada y los gestos de los bolivianos. Nosotros anduvimos con los abrigos a cuestas, y alternamos remera y buzo según la intensidad del sol y del viento. Cuando nos cruzamos con la colla –camina erguida, con paso decidido y regular, cargada con un atado enorme- llevamos puestas nuestras camperas. Anochece.

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La Isla del Sol

“Tasos, como el espinazo de un burro se eleva/ coronada de bosques salvajes…”. Así describe la pequeña isla del Egeo el poeta griego Arquíloco, en el siglo VII antes de Cristo; en el XX, Nicolás Guillén vio a Cuba como “Un largo lagarto verde/ con ojos de piedra y agua”.

Desde la orilla, surge enseguida la tentación de comparar la Isla del Sol con el lomo de un animal mitológico recostado sobre el agua. Así la vemos desde el puerto de Copacabana mientras subimos al ferry que nos llevará lenta y pesadamente sobre las aguas del Titicaca. Será, para nosotros, el otro extremo del viaje. Porque Cuzco, aún siendo un valle abierto y soleado, tiene un aire de sarcófago y catacumba, en cambio aquí reina la transparencia absoluta: la isla está bien lejos del continente, animal de piedra, sereno y luminoso en su inmenso lecho de agua azul, saturado de sol.

Viajamos en una nave indefinible, una barcaza enorme y primitiva, sin botes salvavidas, ni chalecos, con un timonel que podría estar conduciendo una bicicleta o un carro tirado por un buey. Pero subimos confiados, ya hace rato que dejamos atrás los miedos y nos sumergimos en la fluidez de la vida: en un viaje todo está jugado, la incertidumbre campea una vez que se deja la tierra natal y las amarras de la vida cotidiana (es eso, asumir el vértigo, o quedarse en casa).  Mientras esperamos, un grupo de jóvenes con bombo, guitarras y quenas se instala en los bordes de la barcaza e interpreta canciones autóctonas que todos escuchamos con interés real o fingido. Para terminar, entonan un tema de Los Beatles. Efecto globalización, sin duda, y en todo caso mejor que Vamos a la playa es escuchar Yesterday o Let it be.

Vamos directamente al puerto norte: Challapampa. Después, por el short trek, seguimos a pie hasta Chincana para conocer el museo, algunas ruinas y una fuente de agua tan secreta que no alcanzamos a descubrir (una fuente que tal vez no exista). Visitamos un antiguo centro ceremonial que ahora ha vuelto a usarse para las celebraciones de la Pachamama y el Inti Raimi. Dos muchachos, instalados frente al rudimentario altar, leen, meditan y fuman ritualmente. Enfrente está la piedra sagrada, con la forma de un puma que, aunque miramos desde todos los ángulos, no logramos imaginar. Me acerco y dejo, como ofrenda, una hojitas de coca. Y pido, rezo a ese dios desconocido y presente (como todos los dioses).

Recorremos la isla por el long trek que vuelve hacia Yumani, el puerto del sur: siete kilómetros por el largo espinazo duro y polvoriento, rodeado de montañas, valles y bahías, incrustado en la inmensidad del lago profundo. Antes de llegar al cerro Chaycorpata, nos cruzamos con una joven pastora: nos ofrece agua y su enorme sonrisa. Conversamos. Es  Virginia Mendoza Mamanni, 24 años, nacida en la isla, igual que sus diez hermanos. Viven en una parcela que les pertenece desde siempre, dentro de la propiedad comunal (toda la isla es comunal). Tiene una pequeña majada, que es su capital personal desde que cumplió tres años, cuando recibió una pareja de cabras como regalo por la Rutucha. Así se denomina una ceremonia tradicional, que consiste en cortale el pelo por primera vez a los niños (Espinoza Soriano la menciona, con el nombre de Rutochicu, antiquísimo rito incaico de iniciación). Las cabras de Virginia andan por ahí, en los límites poco definidos de la propiedad familiar (no usan alambrados). Empezó con dos, ahora tiene diez. Todas tienen nombre, y aunque andan mezcladas con las de otros pastores, ella las identifica “mirándolas a los ojos”.

Cada tanto aparecen grupos de pastoras como manchas de colores o rumor de voces entre las  rocas y la vegetación rala. Colores vivos y rumores monocordes, sin estridencias, incluso las risas son contenidas, suaves. Una pastora, mientras observa el rebaño, de pie,  hila con el huso.  Más adelante llegan los ecos de una fiesta, vemos a lo lejos un grupo de gente que canta y baila en el patio de una escuela.

Dos nenas, de una casita a la vera del camino, avanzan hacia nosotros. “¿Plata para dar?”, preguntan. La mayor acepta una fruta, la más pequeña, enojada, la rechaza y vuelve a pedir monedas. Le ofrecemos, a cambio, caramelos, pero no acepta, más enojada, furiosa. Se aleja de nosotros sin saludarnos.

Se nos acercan las ovejas y las cabras; las flores silvestres, amarillas, rojas, violetas, brillan entre las rocas, al borde del camino; hay yuyos de variados tonalidades de verde; hay arrayanes de troncos retorcidos; y pinos y eucaliptos extranjeros; y escalinatas que dan al cielo; y terrazas cultivadas.

Al atardecer llegamos a un flamante complejo de cabañas, ubicado antes del descenso a Yumani, el poblado más importante de la isla. El sol cae sobre el agua, el entorno se va oscureciendo lentamente, la claridad sube al cielo, las estrellas se encienden aisladamente o por grupos. El lago queda sumido en un silencio oscuro, y sobre la superficie flota una levísima bruma que parece cubrirlo como un manto.

Por aquí estuvo Costeau, buscando desentrañar el misterio del Titicaca, que con sus 8562 km2, es un espacio rico en mitos y enigmas. No podía faltar el de la Ciudad Sumergida, sustentada en el hallazgo de gran cantidad de objetos, que la interpretación histórica considera ofrendas que los pueblos nativos arrojaban al lago sagrado. Otra interpretación acepta la teoría de una Atlantis sudamericana, y la asocia a la existencia de una civilización de origen extraterrestre.

Esto viene desde los tiempos de Tiahuanaco, centro de un imperio anterior al inca (sus ruinas están hoy cerca de La Paz), que fue destruido por la invasión aymara. Nuestro célebre guía Garcilazo, en sus Comentarios Reales, registra esta sospecha, cuando se refiere a los edificios de Tiahuanaco, recogiendo la leyenda popular de que fueron construidos en una noche: “Los  naturales dicen que todos estos edificios y otros que no se escriben son obras antes de los Incas, y que los Incas, a semejanza de éstas, hicieron la fortaleza del Cuzco, que adelante diremos, y que no saben quién las hizo, más de que oyeron decir a sus pasados que en sola una noche remanecieron hechas todas aquellas maravillas”.

Historia y mitología se confunden en la Isla del Sol: aquí se refugiaron los primeros incas, que formaban parte del imperio multiétnico de Tiahuanaco, cuando éste fue destruido. En la isla nació Huiracocha, durante la creación del mundo, y allí surgieron los fundadores míticos de la civilización inca: Manco Cápac y Mama Ocllo, nacidos de la profundidad del Titicaca, por el umbral de la piedra sagrada. El mito estaba muy a propósito al servicio de los objetivos imperiales de los Incas, que como hicieron los españoles con ellos (a través de la institución conocida como “requerimiento”), invitaban a los demás tribus y reinos, antes de someterlas por la fuerza, a que aceptaran de buen grado su dominio. Porque el dios Sol les había dado un mandato civilizador, y ése era el motivo central de la conquista:“El inca mandó que un capitán de los suyos respondiese en su nombre y les dijese que su padre el Sol no lo había enviado a la tierra para que matase indios sino para que les hiciese beneficios, sacándoles de la vida bestial que tenían, y les enseñase el conocimiento del Sol, su Dios, y les diese ordenanzas, leyes y gobierno para que viviesen como hombres y no como brutos…”

Acorde con su importancia, en la isla se levantó un gran templo dedicado al sol, pero el lugar también fue célebre, después de la conquista española, por la suposición de que hasta aquí fue trasladada y hundida en el lago la cadena de dos toneladas de oro del Inca Huáscar. Tesoro que desvelaba a los recién llegados, y que  nunca fue hallado, ni siquiera por Costeau, que también estuvo atento…

Cuando la noche entornó todas las ventanas de la isla, y el animal cerró los ojos, y el cielo se hizo de piedra oscura, nos refugiamos en la cabaña. En algún momento, entre sueños, sentimos la violencia de una lluvia torrencial. A la mañana, todo estaba luminoso otra vez, empapado y luminoso.

Desayunamos en un espacioso comedor donde además de nosotros, dos chicas compartían una mesa junto al ventanal que da al lago. Me acerqué para presentarme, con histrionismo masculino, y comencé a contar alguna experiencia del viaje. Una de ellas, boliviana de La Paz,  fue receptiva y atenta; la otra, española de Madrid, se mostró inmediatamente rígida y áspera, y con sutileza pero rotundamente, descalificó mi relato. Cambié de tema, les hice preguntas, me enteré de que trabajaban en una dependencia gubernamental de ayuda recíproca, y nada más. Se repitieron las mismas actitudes: dócil, aunque tímida, la boliviana; cortante y seca la española. Me alejé; al cabo de un rato me di cuenta de que estaban en un viaje de amor…

A mediodía bajamos a Yumani, pequeño puerto pintoresco y fugaz. Hay dos barcazas amarradas. Luego de un rato de espera, subimos a la nuestra. En pocos minutos se llena hasta los bordes, y empieza a moverse, agobiada y al límite, con el doble de gente de la que trajo. El timonel, mezclado entre los turistas, la conduce con mano ligera. Por unos momentos, todos callamos, como si hablar pudiera mover la barcaza y zozobrarla. Después, a medida que nos alejamos de la orilla, el ruido del motor se mezcla con un rumor de voces, amasijo de idiomas navegando a ras del agua.