Cualquier relato de viaje es una experiencia subjetiva y por lo tanto, limitada. Los lugares son inagotables, porque la experiencia lo es, y son infinitos los matices que cada uno puede encontrar en un recorrido. Estos apuntes reflejan emociones, curiosidades, asombros, reflexiones, climas y momentos de un viaje a San Juan y Mendoza. Los compartimos con los lectores de El Fundador para participarlos de lo que disfrutamos y suscitar el deseo tanto de viajar como de contar sus propias aventuras. ¡Buen viaje!

De Gesell a San Juan

Antes de partir, escucho por primera vez la voz del Sensei Odiseo Laguna: “Viajar es detenerse”. Quedo intrigado por el carácter paradójico de la sentencia, pero sobre todo por la aparición temprana de este compañero interior, instalado en la butaca más cómoda de mi cabeza. “Habrá que bancarlo”, pienso, resignado, y escribo la frase en mi cuaderno de bitácora, con la esperanza de ir develando su sentido en el transcurso del viaje. De movida, todo parece desmentirla, porque un vértigo preside la salida, como si estuviéramos escapando de la trama rígida, invisible, que sujeta la vida cotidiana. Incluso el primer mate, que empieza a correr ni bien pasamos la rotonda, tiene esa excitación primigenia de los que buscan rajar y zambullirse en otras coordenadas de tiempo y espacio.

La diagonal hacia San Juan atraviesa la provincia de Buenos Aires. Territorio conocido, que sin embargo vuelve a asombrar con su deslumbrante paisaje: el campo llano, inagotable en distancia y horizonte, las lomadas de Tandil, tapizadas de verde y piedra, y luego campo y más campo hasta General Villegas, mitad de camino. Apenas una posta rápida y frugal: un hotel para viajantes de comercio, comida casera en el club “Eclipse”, y un baño reparador con agua salada (saladísima). “Para no olvidar tan pronto el mar”, pienso, y luego escucho la queja de las mujeres del pueblo porque el pelo no se afloja con ningún shampoo, ninguna crema de enjuague, y es casi imposible la vida con el agua salada corriendo por las cañerías, metiéndose en vasos, ollas, baldes, y lo peor: endureciendo las cabelleras. Por mi parte, no alcanzo a notar gran diferencia en ese aspecto, pero sufro el estigma cuando me lavo los dientes.

Vamos rápido desandando el camino, entre mate y mate. Al asombro del paisaje se suma el de un nombre: Maissonave (La Pampa). Y ya empieza a cumplirse la hermosa ley del desvío, que demuestra que no hay apuro, ni una ruta necesaria y obligatoria que recorrer. Entramos. Maissonave en mucho nombre, mucho cartel, y muy poco pueblo. Un par de calles, una estación de trenes abandonada, un almacén. Riqueza de silos y de maquinarias, nada más. Más adelante, en San Luis, otra vez cartel y nombre pomposo: Nueva Galia. Otro desvío: quiero saber qué resabio hay aquí de Asterix, o de la campaña de Julio César. Este lugar es un pueblo con plaza, iglesia, y fiesta propia: la Fiesta Provincial del Caldén. Minúsculo, sin embargo, alcanzan la calle de entrada y la plaza para recorrerlo. En la Municipalidad me bajo del auto –lo dejo en marcha- y pregunto: “¿Por qué se llama Nueva Galia?”. Dos empleadas que reparten bonos a algunos lugareños me miran con curiosidad. “Ni idea”, dicen, y cuchichean, se ríen. “Espere que pregunto”, dice una de ellas y se mete adentro. Vuelve enseguida. “Dicen que se llamaba Nueva Galicia, y que como había otro lugar que se llamaba igual, le pusieron Nueva Galia porque era el más parecido”. Me voy, sin rastros de galos o romanos, pero al dar la vuelta a la plaza leo: “Biblioteca”. Bajo y una mujer, sentada frente a una computadora, me informa: “Los dueños de estos campos eran franceses… Donaron parte de las tierras para hacer el pueblo, con la condición de que le pusieran ese nombre… No, no hay descendientes, porque al poco tiempo de que se fundara el pueblo, vendieron todo y se volvieron a Europa… No, no sé de que parte de Francia eran”.

Atravesamos San Luis. Por una larga ruta áspera y seca llegamos a la ciudad de San Juan, que nos recibe con insólito bullicio: tránsito afiebrado, gente apurada, bocinazos en los semáforos que pasan del verde al rojo y viceversa en poquísimos segundos… ¿Estaremos en Buenos Aires, o todas las capitales enloquecieron? Escuchamos por ahí que cuando se reconstruyó la ciudad se programó una circunvalación, tipo General Paz, pero demoraron tanto en hacerla que cuando la terminaron la ciudad ya había crecido mucho más allá de ese límite. Ahora se está programando una nueva circunvalación, de perímetro mucho más largo…

Nos quedamos en la cuidad el tiempo necesario para cumplir con las visitas de rigor: Casa Natal de Sarmiento, Museo de ciencias naturales, Museo Arqueológico, Club Sirio Libanés, Museo del aceite de oliva Don Julio, y el inicio del  tour gastronómico, parte fundamental de cualquier viaje. En el centro de la ciudad, nos sorprende el nombre de una tradicional parrilla: “La Remolacha”. Esta vez no pregunto el sentido del nombre, y nos dedicamos a las empanadas y al locro.

Sarmiento, que siempre fomentó su identidad sanjuanina, es un prócer omnipresente. El museo en que se ha convertido su casa natal impresiona: enclavada en pleno centro, conserva el espacio de las viviendas de entonces, donde el tiempo parece reposar en las paredes de adobe, en los amplios corredores, en los soleados patios que albergan el gesto siempre adusto del prócer en un busto de piedra. Desde allí, Domingo Faustino mira con orgullo las bandadas de guardapolvos blancos que lo visitan permanentemente, y escucha los discursos de las maestras que lo elogian con formal veneración.

Una vitrina contiene sus libros: Educación Popular, Facundo, Crónicas de Viaje. Falta Recuerdos de Provincia. Una lástima, porque es el que refleja con intensidad, nostalgia, y agudeza este mundo que estamos recorriendo: San Juan de la Frontera, sus orígenes, su formación social, sus personajes, todo relatado con la pasión desmedida, lúcida, genial de este hombre amado y odiado, pero imprescindible, como todo “grande”. Sensei retumba en mi cabeza y me apunta una frase de Recuerdos de Provincia: “Los viajes son el complemento de la educación de los hombres”.

Salimos rumbo a territorios más deseados: aire libre, naturaleza, paisajes. En la ruta se instala, como estela de la onda sarmientina, el recuerdo escolar: “…en su pecho, la niñez de amor un templo, te ha levantado y en él sigues viviendo”.

–Sí, me acuerdo, ¿pero cómo empezaba?

-Hummm… Yergue el ande su cumbre más alta…

-No, ese es el de San Martín.

No recordamos el comienzo del Himno, y empieza a carcomernos el moscardón de la duda, sin pausa: “¿cómo era, cómo era?” Bueno, pasa un rato y con el paisaje y el camino la pequeña desesperación se diluye. Pero ya volverá, y cada tanto vuelve: “¿cómo era…?” El camino lleva a San Agustín del Valle Fértil, base de operaciones para visitar los parques Ischigualasto (Valle de la Luna) y Talampaya. A vuelo rasante pasamos por el templo de la Difunta Correa, y en la ruta nos topamos con un cartel: “El Difuntito Pelado”. ¿Culto nuevo? ¿Marketing? ¿Broma? Una flecha indica el ingreso a un incipiente templo, que hasta el momento, no ha tenido éxito…

Nos instalamos en Valle Fértil y ya estamos, decididamente, donde queríamos estar, en otro tiempo y espacio. Un recorrido por La Majadita, montañas adentro, nos regala una tarde de arroyo y aire diáfano y silencio y cerros solitarios. En el relax, el rumor del agua trae los primeros versos del Himno perdido: “Fue la lucha, tu vida y tu elemento, la fatiga, tu descanso y calma…”  Final a toda orquesta, patriótico.

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Blancanieves, huarpes y dinosaurios

El séptimo vado era el más profundo, sólo apto para mulas o 4×4. Nuestro auto había sorteado seis, el último al límite, así que nos detuvimos al borde del arroyo y dimos la vuelta precipitadamente. Cuando retomamos el camino a San Agustín, unos pibes salieron de una casita agitando plumas de pavo real. Bajamos y compramos unas cuantas. No fue una simple transacción: enseguida nos llevaron a los corrales. Ansiosos por comunicarse, los dos chicos –de diez años, gemelos- mostraron unas pocas cabras encerradas. “Es por el puma”, nos dicen, “el otro día nos mató doce cabras y un burro”. Al regresar, la abuela, sentada de piernas abiertas en un banquito, confirma el desastre: “fue la semana pasada, los hombres lo han salido a cazar, pero no lo han encontrado”. Aparece una mujer joven, por una puerta lateral, con un balde y una escoba. Saluda con una reverencia y sigue de largo. “Es mi hija, la mamá de los chicos; sorda”, dice, mientras la sigue con la mirada hasta que se pierde en el camino. “¿Y el padre?”, pregunto. “El viento”, responde la mujer, como hablando sola. «El viento fértil», pienso, pero no digo nada. Nos mira y agrega: “A éstos los criamos nosotros”.

Los chicos, excitados por nuestra visita, vuelven del rancho con una caja. La abren y muestran, como una maravilla, dos o tres juguetes que un turista les mandó desde Buenos Aires. Unos camiones de plástico. Los exhiben, y vuelven a guardarlos en sus envoltorios originales. Están impecables: un tesoro para mostrar, que todavía no han usado. Al despedirnos, la abuela nos dice su nombre: “Blancanieves Costa”, y nos cuenta que es bisnieta del primer dueño de la tierra, un criollo mezcla de españoles y diaguitas. Luego supimos que el museo indigenista del Valle está a cargo de una sobrina suya, María Luisa Costa Kailalay, quien desarrolla una tarea intensa a favor de preservar lo poco que queda de esta cultura. Aprendimos que los diaguitas tenían ritos comunes a la mayoría de los pueblos antiguos, como el culto al falo (los hay de piedra, expuestos en el museo), y el culto doméstico a los lares, similar al de los romanos.

Los gemelos nos despiden como si ya fuéramos parientes o amigos de toda la vida…

Haciendo base en San Agustín visitamos los famosos parques. En el Talampaya recorrimos el Cerro Arco Iris y la Ciudad Perdida; en el Valle de la Luna, hicimos los cuarenta kilómetros con las correspondientes paradas. Son paseos con guía, y en caravana, lo cual obliga a la convivencia grupal. Para colmo, nos tocó el fin de semana del 17 de agosto… Pero el paisaje consuela de cualquier exceso que pueda venir del turismo, y su impacto demuestra que por más que hayamos visto fotografías o filmaciones, la experiencia personal, intransferible, es la que vale. Tampoco este relato pretende recrear, y mucho menos suplantar, la sensación de estar ahí, en medio de un desierto de cerros multicolores y paisajes que parecen de otros mundos. Una atmósfera de vida sepultada, de nostalgia y misteriosa elegía reposa en el silencio de las piedras: el mundo perdido del triásico, una era anterior a la popularizada por Jurassic Park. Orgullo argentino, tener uno de los  pocos espacios de la tierra con restos de riconsaurios, dicinodontes, y el dinosaurio más antiguo que se conoce: el Eoraptor lunensis (230 millones de años).

Ischigualasto: “tierra sin vida”. Bien bautizado. Cuesta imaginar que este desierto haya sido un vergel de helechos gigantes y descomunales coníferas. Mal bautizado, porque la vida continúa. De todo aquel paraíso verde, queda alguna vegetación para el asombro, como el Brea, un árbol que emocionaría a Darwin por su capacidad de adaptación. Como otros, fue mutando hojas por espinas, para ahorrar humedad, y realiza la fotosíntesis a través del tallo, fenómeno que explica el curioso verdor de su tronco.

Ante el dilema de expresar lo indecible, recurrimos a nombrar las formas. Y aquí la imaginación fue produciendo una toponimia de sustento visual: “el gusano”, “la esfinge”, “la cancha de bochas”, “la paloma”, entre muchos otros. Impotencia del lenguaje. Las palabras vacilan, se tropiezan, se vulgarizan, porque no hay forma de trasladar el asombro. Como es su costumbre, el Sensei Odiseo Laguna aparece en momentos críticos. Ahora me sopla, deslizando su voz con la brisa que corre entre los cerros, la palabra “diáfano” (transparente, que deja traslucir. Formada por: dia, a través de, por, entre y  fainoo, dar luz, alumbrar, hacer brillar)… Todo esto sugiere el aire de San Juan, y especialmente éste que flota sobre la piel curtida del Valle, cubierta con las cicatrices del Tiempo.

Echo a Sensei de mi cabeza e intento seguir un viaje normal. En la base del Parque, voy al bar a pedir agua para el mate, y me sumo a los hombres que relojean el partido Argentina-Holanda (golazo de Messi). Todos hacemos largo el trámite, mientras las mujeres o familias de cada uno esperan afuera, o en el auto. Tengo al guía a mi lado, y aprovecho para preguntarle por los huarpes. Me intrigaba un dato: que vivieran de la pesca en las lagunas de Huanacache. El muchacho no sabe, no leyó el libro, pero en lugar de aceptar su ignorancia, me dice cualquier cosa: “las lagunas ahora tienen poca agua, se llenan en la época de deshielo”. El barman, que escuchó, se acerca  y me dice que las lagunas están definitivamente secas.

-Siempre quise saber qué pescaban -pregunto-. Sarmiento dice que sacaban truchas.

-Puede ser. Habría que ver a qué llamaban truchas en aquella época.

El tipo se entusiasma y busca, en una vitrina, un ejemplar de Recuerdos de Provincia.

-Esto está bueno, la cacería nacional- dice, y lee, en medio del barullo: -…luego que los indios huarpes reconocen a los venados (guanacos), se les acercan, y van en su seguimiento a pie a un medio trote, llevándolos siempre a una vista, sin dejarles parar ni comer, hasta que dentro de uno o dos días, se vienen a cansar y rendir, de manera que con facilidad llegan y los cogen, y vuelven cargados con la presa, a su casa, donde hacen fiesta con sus familias…

Ya en franca defensa de los primitivos habitantes de estas tierras, dice que eran de un biotipo alto y esbelto, y que todavía hoy se pueden encontrar algunos ejemplares (sic) de esta hermosa raza en San Juan y sus alrededores, como la familia Talquenca, vestigios de una estirpe que ya tuvo más de cien años de soledad, y que no tendrá una segunda oportunidad sobre la tierra.

Volvemos a San Agustín, cae la tarde y mi Lumía y yo debatimos si quedarnos un día más o seguir viaje al día siguiente, temprano. Ella prefiere seguir, yo creo que todavía el lugar da para más. En el ida y vuelta, Odiseo manda fruta: “Debes articular la comodidad de un lugar que ya conoces con el vértigo por conocer el que viene… encontrar el equilibrio entre darle tiempo a los lugares y huir de ellos en el momento justo”. Al día siguiente, a media mañana, nos alejamos de Valle Fértil, rumbeando para Jáchal.

*****

Riquezas de la tierra y el viento

Salimos de San Agustín del Valle Fértil, con destino a Jáchal, y entre mate y mate, mientras rodábamos en la ruta solitaria, recordamos el paseo del día anterior a la Ciudad Perdida, en el Talampaya. Habíamos ingresado a ese espacio reconcentrado y misterioso, donde solo hay piedras milenarias de formas y colores sorprendentes, a bordo de una combi que circulaba por el cauce del río: un espeso polvo reseco que ya había perdido hasta la memoria del agua.

Ubicado en el último asiento, contemplaba alternativamente el paisaje y una pareja sentada adelante, que se distinguía del resto del grupo por la excentricidad de su vestimenta y su actitud detectivesca. Sobre todo el hombre, de rasgos filosos y mirada inquieta, llamaba la atención por un GPS que llevaban el la mano, al que cada tanto consultaba. En el momento que se cruzaron nuestras miradas, me habló de los estragos que está produciendo la minería en toda la región. “Pueblos fantasmas, sólo quedarán pueblos fantasmas”, decía nuestro profeta. Gravemente, afirmaba que la alarma proviene del uso de cianuro en el método “barato” que usan las empresas para separar el oro del resto de la piedra. La consecuencia, inevitable, será la contaminación del agua.

Acostumbrado a la nueva clase de militante que ha proliferado en exceso en las últimas décadas, el ambientalista apocalíptico, escuché el relato con escepticismo, con cierto desdén. Sin embargo, la inquietud quedó sembrada, y desde entonces –para reinvidicación de  nuestro interlocutor- estuvo presente la polémica entre los enemigos de la explotación minera, y sus defensores, que aseguran que será beneficiosa y que empresas y gobiernos han hecho los estudios de impacto ambiental necesarios.

Después de rememorar esta experiencia, comprendí que nuestro viaje había ganado en espesor, ya no era una simple fuga hacia adelante, y tenía su propio pasado. Esto invitaba a volver atrás, repasar lo vivido, mientras avanzábamos hacia nuevos asombros. Pensé con orgullo que había descubierto, por mí mismo, una verdad, pero el Sensei Odiseo Laguna musitó, desde el living de mi cabeza:

“Está bien, pero ¡cuidadito! Un racconto no puede ser largo, porque entonces no avanza el relato”. “Error”, respondí: “no avanzará el viaje, pero el relato sí. El tiempo del relato no coincide con el tiempo del viaje”. Lo jodí, pensé satisfecho: lo dejé mudo. Pero él, que nunca se rinde, agregó: “Esto no es una novela, simplificá y contá para adelante…”

Nos detuvimos en la banquina, para consultar el mapa, y aprovechamos para cambiar la yerba. Con el mate renovado, encaramos hacia lo nuevo: Huaco, Jáchal, la Cuesta del Viento, Angastaco, Rodeo… En Huaco, un pueblo pequeño y como detenido en el tiempo, se destacan tres monumentos: un árbol, un molino y una tumba. El árbol recibe al caminante a la vera de la ruta de acceso: “el algarrobo histórico”. Allí descansó el caudillo Angel “Chacho” Peñaloza, y esto determina su celebridad. El molino data de 1775 y es un testimonio de la producción harinera de aquellos tiempos. La tumba guarda los restos del poeta y folklorista Buenaventura Luna (Eusebio de Jesús Dojorti). Riquezas enterradas: oro, huesos, raíces… Pensé en nuestras tumbas ilustres, y en nuestros árboles: cuántos tenemos que podrían ser monumentos. Hay uno, entre muchos, que quiero señalar: una palmera, ubicada en Paseo 101 entre Boulevard Silvio Gesell y Circunvalación. Es la única en su especie, y don Carlos caminaba hasta allí, desde su chalet, para observarla. Era un orgullo para él que hubiera crecido en la villa este ejemplar exótico. El árbol, apretado entre los pinos, sobrevivió incluso a un intento de tala, agresión que lo obligó a crecer “torcido”. Como esta palmera, hay otros árboles que merecerían convertirse en simples pero contundentes monumentos de la gesta de nuestro fundador.

Dormimos en Jáchal y cruzamos la Cuesta del Viento deslumbrados por la aparición, detrás de cada curva, de interminables vistas de piedra y cielo, con la cordillera nevada en el oeste, y el río Jáchal espejeando en la hondura del valle. Paisaje que culmina en la llanura celeste del embalse, en la que reposan recostados animales de arcilla, de lomos redondeados. Una calma a plazo: todas las tardes, a las cuatro en punto, se levanta un viento fuerte, que da su nombre a la cuesta y al embalse, y convierte a éste en el “paraíso de los windsurfistas”. De todo el mundo vienen a practicar este deporte, nos cuentan, y enseguida comentan una leyenda trágica: el accidente en el que murieron varios deportistas. “Se ahogaron cinco o seis”, dice una versión; otra asegura que fueron casi diez los muertos. En Angualasto, la encargada del Museo nos explica que las muertes se produjeron por una “crecida extraordinaria”, y que fueron cuatro los jóvenes fallecidos.

Esta mujer, cuyo nombre no apunté, nos iluminó con su información y su amor por el lugar. Como en el Valle Fértil, como en los museos de la capital, también en este pequeño y solitario pueblo del norte se protege otra riqueza de la tierra: los restos arqueológicos. En el museo hay una momia, de 350 años de antigüedad. “Era una muchacha, de unos 20 años”, nos dice. “Y muy coqueta”. Y era cierto: impresionaban, en medio de la sequedad de ese cuerpo resumido, el abanico oscuro de las pestañas, todavía firmes… También sobre esta riqueza enterrada hay polémicas. “Se quieren llevar todo de aquí”, dice la museóloga. “Hay arqueólogos de la ciudad que contratan muchachos para robar restos arqueológicos de todas esta zona”, dice. “Está prohibido, pero les pagan cincuenta pesos, y para los chicos es un montón de plata…”

Cuando nos despedimos agradece nuestra visita y nos pregunta de dónde somos. Suspira por el mar, al que no conoce. “Mis hijas me han prometido llevarme a la costa, pero todavía no he podido. En realidad, salí muy poco de aquí”, dice, y riéndose de sí misma, cuenta: “Cuando instalaron la televisión satelital, aquí en el pueblo, miré un programa donde aparecía el mar, y me impactó… Pero de repente muestran un paisaje hermoso, un lago entre montañas, con árboles. Entonces dije: yo quiero vivir ahí. Mi hija, que estaba conmigo, se ríe y me contesta: ya estás viviendo ahí. Ese es el embalse de Rodeo, acá cerquita…”

*****

Camino al cielo

Los planos y mapas, y sobre todo los ruteros, son esquemáticos, abstractos, fríos. Reducen los espacios a líneas y puntos, y dejan un margen enorme a la imaginación y al equívoco. A esto se le agregan los informes turísticos, que salvo excepciones, agrandan lo pequeño, desdeñan lo importante, señalan lo obvio. En San Juan, todo este aspecto está mal explotado (a diferencia de Mendoza). Así que íbamos un poco a ciegas, munidos de algunos datos imprecisos, y muchas veces buscando puntos de referencia que nos costaba encontrar. El papel y la realidad no coincidían. El contacto con la gente, en todo caso, enderezaba estos entuertos, además de proveer la mayor riqueza del viaje junto con las bellezas naturales.

Personaje destacable, en Rodeo, es el encargado de la finca El Martillo. Un hombre mayor, alto, de aspecto criollo-alemán, andar cansino y sin embargo enérgico. En una zona donde el ajo se cultiva a gran escala, el hombre hacía honor a este magnífico fruto de la tierra: sus palabras viajaban envueltas en un aliento fuerte, picante, que perfumaba la conversación, por cierto muy interesante. Nos aclaró, por ejemplo, la leyenda de los muertos del embalse, con sentido común. “No eran windsurfistas los que murieron. Y es lógico. Con la tabla, es casi imposible que se ahoguen, salvo un accidente muy desafortunado. Lo que pasó aquí fue un error de los organizadores de un concurso de pesca. Acá todos saben que a partir de la cuatro de la tarde empieza a soplar un viento fuerte. El concurso había terminado y un grupo de pescadores quiso quedarse pescando. Habían tomado mucho vino, y nadie los obligó a salir. Se cayeron del bote y se murieron. Eran cuatro”.

“¿Y el pueblo sepultado por el agua?”

El hombre sonrió, mientras acomodaba en la bolsa nuestra compra.

“No había ningún pueblo. Había unas casitas, que fueron evacuadas antes de llenar del dique”.

Repasamos el contenido de la bolsa: tomates secos, aceite de oliva, pasas de uva, arrope, dulce de alcachote. Todo producido en la finca. Curiosamente, no había ajo.

“No tenemos más”, dijo el hombre.

Te los comiste todos vos, pensé, pero dije: “Qué raro”.

“La cosecha es en noviembre”, dijo.

“Qué lastima”, comenté: “El ajo es muy sano”.

Aclarada la leyenda negra del embalse, seguimos la delgada línea del mapa en dirección sur. Una línea que empareja todos los lugares como si fueran iguales, salvo que hay círculos grandes, que indican una población más importante. Así figuraban Iglesia, cabecera de Partido. Pero no vimos nada atractivo, es decir, nada nuevo, nada diferente a lo que ya habíamos visto, y decidimos seguir tras la ilusión de otro círculo gordo: Calingasta. El nombre sonaba pomposo, y tenía buena prensa en los informes turísticos. Nuestro objetivo, sin embargo, era subir y subir hasta el cielo de El Leoncito.

Y entonces llegó ese momento que casi todos los viajes tienen: el vértigo.

Estaba atardeciendo, y encerrados en el dilema de quedarnos o seguir adelante, ganó, otra vez, el deseo de avanzar, de ir hacia el asombro y evitar el tiempo muerto de quedarnos en un Lugar-No-Deseado. Asumimos los riesgos, primero inconcientemente, después con plena certeza, de recorrer caminos de ripio, con la cordillera nevada a la derecha, muy cerca, y la inminencia de la noche. Todo esto en un recorrido de cien kilómetros, sin pueblo ni paraje ni personas a la vista, y con la certeza de que no pasaría ningún auto. Fuimos. A medida que nos internamos y avanzó la noche, la soledad y el frío, empezamos a mirar para atrás. Pero no había retorno: Iglesia ya estaba lejos y hacia delante la gélida línea del mapa marcaba: Bella Vista (círculo pequeño), Tocota (círculo pequeño), Villa Nueva (círculo pequeño), Calingasta (grande).

El cagazo aflojó cuando vimos el cartel de Bella Vista (círculo pequeño): ¿pueblito? ¿paraje? Razonamos: Huaco tiene círculo pequeño, por analogía elemental, Bella Vista tiene que tener un mínimo de servicios, un hospedaje… Pero pasado el cartel, el sombrío, bellísimo paisaje del atardecer sobre las montañas no mostraba atisbo alguno de presencia humana. Y pasamos un puñado de árboles y un rancho, al parecer deshabitado. Y el mapa ahora marcaba el próximo: Tocota. Y empezó la nieve alrededor, y en la ruta… Ibamos, además de hacia la noche y el ripio cada vez más grueso y suelto, hacia el camino nevado.

Al rato nos topamos con un puesto de gendarmería: era Tocota. Todo Tocota era ese puesto. Consulta urgente. El primer gendarme (un pibe) no sabía ni siquiera a cuántos kilómetros quedaba Villa Nueva, el próximo punto (pequeño), del mapa. Vino otro, también muy joven, que tampoco sabía, aunque aportó un dato: “ayer pasaron tres autos, y no volvieron, así que el camino debe estar bueno”. Bien. Pero nosotros estamos solos, pensé. Apareció el Jefe. Campechano, amable. Nos dio ánimo, seguridad: “vayan nomás, a unos cuarenta kilómetros está Villa Nueva, y ya empieza el asfalto. Si les pasa algo, vuelvan”.

Bueno, nos jugamos, y estamos jugados, porque si nos pasa algo, (si le pasa algo al auto), no volvemos, nos congelamos. Pero no nos va a pasar nada, decimos. Mate, y fe. Y fuimos, a cuarenta por hora, rodeados por la sombra magnífica de la cordillera blanca, bajo el cielo helado y estrellado, atropellando el ripio sorpresivo, topeteando montículos de nieve, y en silencio, un silencio de respiración contenida, un silencio parecido a un rezo…

¡Y qué lindo es, después, contar el momento vertiginoso de un viaje! El momento que nos obliga a soltar, nos impone un corte, un avance sin retorno posible… Y así, victoriosos, entramos en Calingasta, con noche cerrada, a tantear a ciegas algún hospedaje. El mapa era claro: ¡un punto gordo! El mapa era oscuro: ¡no había casi nada! Después nos dijeron: “en Barreal” –un punto gordo, similar al de Calingasta- “hay de todo…”

En fin, golpeamos en el Hotel Nora, el único del pueblo. Y la mismísima Nora salió a atendernos. “Tenemos hambre y sueño”, dije. Ella se frotó las  manos; contestó:

-Pasen.

Cuando dejamos el auto, caminamos unos metros, alejándonos del hotel, y nos topamos con el cielo, con otro cielo. Diáfano… También de noche el aire de San Juan es diáfano. Esa noche, la luz de millones de estrellas pasaba a través de una masa oscura, un cristal helado y limpio, y llegaba hasta nosotros. Un cielo vivo, con brillos de distintos tamaños, fijos, titilantes, rojizos, azulados, blanquísimos; un cielo con movimientos lentos o inesperados, verticales, horizontales, repentinos…

Entonces Nora –mamá, abuela, tía- se asoma desde la cocina y grita:

-Ya está la comida.

Una chica nos sirve, en el comedor del hotel-casa, que también es kiosco y almacén. Debe tener 20 años. Está escuchando música. Se muestra amable.

-¿Quieren escuchar algo en especial?

-No, lo que vos quieras.

-¿Les gusta Tormenta?

Nos miramos. ¿Tormenta?

-¿La cantante? –pregunto, absurdamente.

-Si.

-Pero es de nuestra época.

La chica se ríe.

-Si tenés folclore, mejor –digo.

Ella pone lo que quiere. Su tema preferido: “Adiós chico de mi barrio, adonde de prisa vas así…”

Nos reímos, mientras saboreamos pollo al horno y canelones.

-Si, conocemos el tema. Muy bueno –aprobamos, dándole una gran alegría a la muchacha, pero pensando en la cama, que nos llevará al mullido y tibio cielo, el más deseado de este largo día.

*****

Piedras y extraterrestres

Tuvimos una mala experiencia en Barreal: la encargada de la oficina de turismo insistió en recomendarnos un complejo de cabañas. Vehemente, aseguraba que no íbamos a conseguir otro lugar mejor. Cometió, incluso, el exceso de sugerirnos: “vayan ahí, si no les gusta, vuelvan y vemos alguna alternativa…” Una maniobra burda, que confirmamos cuando en una rápida recorrida conocimos cabañas, departamentos y hostels mejores y más económicos. Juez y parte, la mujer nos hizo recordar que estas pequeñas maniobras fraudulentas son bastante comunes, lamentablemente, en los destinos turísticos.

El hostel “Barreal” borró este primer malestar. Era una casa estilo campo, alejada del centro, con parque profundo y árboles, a 70 pesos la habitación doble. El baño compartido no fue una incomodidad, porque estábamos solos. Literalmente: el dueño, un alemán cincuentón, viajó a San Juan después de alojarnos y no volvimos a verlo. No había llaves. Ni en nuestra habitación, ni en la puerta principal, ni en la de servicio. “No pasa nada”, nos dijo al despedirse.

Fue tan convincente que no tuvimos miedo, y usamos el quincho, la heladera, la cocina, con exclusividad. Por la noche, el silencio fue absoluto. Ni siquiera se escuchaban los perros, cuyos ladridos, por vivir en Gesell, uno tiene incorporados para siempre al oído y a los sueños. Lo único que hubo fueron algunos co-co-ro-có, de lejanos gallos, que no cantan para anunciar el amanecer, como nos mintieron de chicos, sino en cualquier momento entre la medianoche y el alba.

Por la mañana oímos un rumor susurrante que provenía de distintos rincones de la casa. Marta, la mucama, había llegado temprano y hacía la limpieza. Ella fue desde entonces nuestro único contacto humano. Al mediodía nos cobraba y se iba. Callada, tímida, no habló una palabra hasta que entramos en confianza; entonces lanzó una oleada verbal desesperante: que Barreal ya no es el de antes, que ahora están empezando con la explotación minera y van a contaminar todo, que hay inseguridad, que hace unos meses vino gente de afuera a trabajar y dos tipos eran ex presidiarios y persiguieron a una chica para violarla, que tiene miedo por sus tres hijos adolescentes, que peor están en San Juan capital, donde ya no se puede vivir por los robos y los crímenes…

Después de recibir este golpe de “efecto país”, salimos en rápida fuga hacia el cielo de El Leoncito. Desde la ruta, que corre paralela a la cordillera nevada, mirábamos hacia el interior del Parque Nacional, que se extiende hacia el este. Una ecoregión exclusiva de la Argentina: el Monte, con elementos puneños y altoandinos. Más allá de esta caracterización científica, para nosotros era el llamado del misterio. Una enorme masa de montañas coloridas, con matas de pasto, laderas aterciopeladas, abruptos cañadones, y el trasfondo de las vértebras altas y afiladas de la sierra del Tontal.

Ibamos a respondernos la gran pregunta: ¿qué habrá allí, en las entrañas del paisaje? La zona secreta, que se-ve-desde-lejos, iba a ser reconocida por nuestros ojos, pisada por nuestros pies, tocada por nuestras manos… Nos internamos, por un camino recto y profundo, hasta el corazón del Parque. Y subimos, entre hileras de altos álamos (herencia de una antigua estancia), hasta el primer observatorio. Una guía de turismo, amable, simpática y preparada, nos fue mostrando las instalaciones, frías y austeras, y explicando el funcionamiento de esos grandes ojos que buscan descubrir algo nuevo en el abismo uniforme y monótono del cielo.

Orgullo argentino, este espacio dedicado al saber, a la investigación. Los astrónomos presentan proyectos, cada año, y por turnos, pasan los días allí. Discípulos de Galileo que tienen, y sobre todo han tenido, una historia heroica: antes de las computadoras, a la intemperie, sin calefacción (el calor obstaculiza la visibilidad), abrigados a más no poder, pasaban las noches, las lentas y silenciosas horas nocturnas, escrutando las estrellas, midiendo, esperando mínimas señales…

A continuación hicimos una caminata por las montañas, y llegamos hasta sus mismas entrañas. ¿Qué encontramos? Sutiles matices de Lomismo: piedras moradas, verdes, violetas, jarillas de hojas minúsculas, huesos. Y descubrimos la diferencia fundamental entre mirar desde lejos, y estar ahí, metido en el paisaje: desde la ruta todo se ve compacto, uniforme, liso y sin grietas… Aquí se palpan las arrugas de la tierra, la textura, incluso la fragilidad de lo que parece, de lejos, duro: grandes superficies de piedra superpuestas, en librillos, que se rompen apenas uno las toca… Casi tres horas de caminata nos llevó hacer cumbre en el Cerro Leoncito (2519 msnm). Desde allí divisamos la Cordillera de la Ramada, con seis picos que superan los 6  mil metros: el Mercedario, de 6.770; La Ramada, de 6.430, en el extremo Sureste de la media luna; La Mesa, que es un filo a 6.200 casi horizontal con un frente de glaciar por el norte y por el sur; Alma Negra, de 6.140; y el Pico Polaco, de 6.000. ¡Espectacular! Y más abajo, como una pincelada de Dios, una firma divina de autor, la “Pampa del leoncito”, una franja ocre de 12 mil metros de arenisca, lisa y, desde lejos, tersa…

Como cierre del paseo, visitamos el segundo observatorio, en el que se desarrolla un programa conjunto con la Universidad de Yale, EEUU. Los telescopios barren el cielo palmo a palmo, en forma simétrica, en los hemisferios norte y sur, y se comparte la información. Esto se viene haciendo desde 1965. Quien nos cuenta esto es “Cacho”, a quien encontramos casi a la hora del cierre de la hora de visitas. No es un especialista, pero lleva cuarenta años como empleado de la Universidad de San Juan, a cargo del cuidado de las instalaciones. Explica técnicamente el funcionamiento del telescopio, y lanza algunas sentencias: “Andrómeda se tragará la vía láctea”, dice, “pero no se preocupen, eso será dentro de cinco mil millones de años”. Y antes de que le hagamos la pregunta obvia, asegura: “Puede haber vida en otro lugar del universo, pero en cuarenta años no hemos visto nada, no hemos tenido ninguna señal…”

De vuelta al Hostel, cuando ya atardecía y tomábamos mate en la cocina toda nuestra, leí un artículo que me dieron en el observatorio: “En busca de los extraterrestres”, del astrólogo platense Pablo Ostrov. En síntesis, afirma que es muy probable que haya condiciones similares a las de nuestro planeta en muchísimos sitios del universo, y por lo tanto, vida extraterrestre. Pero nos resulta imposible saberlo, porque no manejamos las distancias interestelares. Llegar al más cercano sistema similar al nuestro nos tomaría miles de años.

Nos sorprendieron unos ruidos. Se abrió una puerta, y por el pasillo se acercaron hasta nosotros un hombre y una mujer. Se habían instalado al mediodía, y habían estado esa misma tarde en los observatorios. El hombre, de unos cincuenta años, alto y robusto, de gran cabeza redonda, calvo, se mostró particularmente decepcionado: “Cómo puede ser que no digan nada de los extraterrestres… para mí se guardan la información”. Entonces contó que su hermana, veterinaria de un campo, conoció de cerca el fenómeno de los misteriosos “chupacabras”, que conmovió a la opinión pública años atrás. “Los animales aparecieron con cortes muy sutiles en el sistema respiratorio y reproductor, sin sangrar”, dijo. “Como si se los hubiera llevado para estudiarlos… Incluso, los cadáveres no se descomponían, y no se les acercaban los otros animales, ni siquiera las mulitas”. Pensé en prestarle el artículo de Ostrov, pero preferí quedármelo. Además, no sabía, todavía no sé, quién tiene razón: si el astrólogo o la veterinaria.

Al día siguiente continuamos nuestro viaje terrestre, con destino a Uspallata.

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Entre San Juan y Mendoza

Entre Barreal y Uspallata viajamos a la vera de la cordillera nevada, en una tierra de nadie dominada por piedra y cielo, espacio de amortiguación entre San Juan y Mendoza. El silencio contiene la densidad de la naturaleza virgen, y, como un eco lejanísimo, el murmullo oculto, las voces perdidas de antiguas culturas que habitaron esta geografía abierta y áspera. “Aleación de soledad, espacio y tiempo”, escucho. Reconozco la voz del sensei Odiseo Laguna. “El poeta, el poeta”, reclama. Y él mismo saca del orcón de la memoria compartida:

“Tembloroso, sonámbulo, tornasol, taciturno,
aguzo el corazón, palpo la piedra:
frío gesto unitario,
fruto cumplido en ámbito ya duro,
tiempo cerrado, autónomo, infinito.
…………..

Piedra es piedra:
aleación de soledad, espacio y tiempo,
ya magnitud, inmemorial olvido”.

Esta vez no me quejo de Odiseo, al contrario, le agradezco, porque recordó un fragmento de “Piedra infinita”, largo poema del mendocino Jorge Enrique Ramponi. Tan poco recordado, pienso, que ya se ha convertido él mismo, y su poesía, en parte de esta piedra dura, impasible, inmóvil.

En la extensión desolada, cruzamos las ruinas del Camino del Inca, y todo adquiere un aliento épico. Se respira la grandeza de aquel misterioso y poderoso imperio, nacido de las entrañas de América, que extendió sus brazos hasta los confines del continente. Después, desde la conquista española hasta el desplazamiento definitivo de los indios autóctonos (huarpes, pehuenches), todo esto fue una auténtica, no metafórica, tierra de nadie. Rica en historias de bandoleros que asolaron la región, y de pioneros que soportaron el frío y la soledad para afincarse con sus rebaños.

Mientras avanzamos hacia Mendoza, recordamos nuestro último encuentro humano en San Juan: don Renzo Herrera, “dueño” de un museo en Barreal.

Mientras muestra su museo privado, nos cuenta que los célebres hermanos Pincheira no fueron los únicos que vivieron en cuevas saqueando y matando a todo lo que se moviera en la cordillera. Con orgullo, desempolva su propio hallazgo para la historia: “Hubo un tal Donoso, un bandolero que degollaba a las cautivas, después de tenerlas un año, y las tiraba al río blanco… Sembró el terror en toda esta zona: atacaba las carretas, y mataba todo, incluso a los animales, para que no volvieran y delataran sus escondites”. Enseguida nos trae un poema que le dedicó al bandolero, en el que cuenta su final: lo invitaron a una partida de naipes, y cuando ya estaba chispeado por el aguardiente, lo degollaron sus propios cómplices, tal vez cansados de su cruel autoridad. Finalmente nos muestra, entre múltiples objetos, restos de caracoles petrificados, “de cuando todo esto era mar”.

Por ese mar navegamos, un mar de piedra, hasta cruzar la frontera, que a diferencia de otros cruces provinciales, no es nada. Y llegamos a Uspallata, y desde allí, luego de dormir en un hostel y comer frugalmente, corrimos a internarnos en la nieve.

Una ruta increíble, camino a Chile. Montañas nevadas, cornisas, puentes, túneles… Y sucesivamente Polvaredas, Punta de Vacas, Los Penitentes, Puente del Inca, Las Cuevas. Todo un circuito apabullante, recorrido a paso lento debido a una interminable fila de camiones: decenas, centenas de máquinas gigantescas, que gruñen entre la nieve en un ida y vuelta al país vecino. Esto le añadió, al vértigo de la montaña, el temor de conducir flanqueado por monstruos con ruedas, veloces, vertiginosos, siempre amenazantes.

Bajamos en todos y cada uno de los lugares propicios para el paseo y no faltó el asombro de encontrar una Laguna “Los Horcones”, en el parque provincial Aconcagua. “Una foto para los muchachos”, decidí, y activé la cámara. Pero cuando llegamos a la siguiente parada, el sensei Laguna irrumpió con toda fuerza, oportuno, revestido de energía oracular: “¿Por qué, justo ahora, la obsesión por sacar fotografías?” Y me cruza un cross a la mandíbula, me paraliza. Yo estaba, en medio de la blanquísima espuma helada, dispuesto a disparar en todas direcciones. Recapacité, escuché: “La experiencia vale por sí misma, disfrutala, sentila, dejá esa manía de duplicar todo en imágenes, para después mirarlas… Ya ves toda esta gente, que antes de mirar, de contemplar un paisaje, ya está disparando con su cámara, como si en lugar de estar aquí quisiera irse rápido de aquí”

Bajé, aliviado por dejar la cámara en el auto, y me dejé invadir por el aire helado, el brillo cegador, la mullida blandura, crocante, de la nieve. Después de recorrer, observar y sentir, elegí dos o tres paisajes, ya saboreados y sopesados, y los fotografié.

El Parque Aconcagua: además de la curiosidad de albergar en su interior una laguna homónima a la que frecuentamos los pescadores en los campos de Madariaga, es uno de los lugares que uno apunta en la agenda para un próximo viaje. La gran tentación: excursiones de siete o quince días, a pie, en carpas de montaña, recorriendo toda la extensión del parque, incluyendo un paseo por las laderas del gigante de 6962 metros de altura. Los organizadores toman todas las precauciones e incluso, se cuidan de cumplir las normas del “Programa de Bienestar Animal de las mulas cargueras en el Parque Provincial Aconcagua – Fundación Cullunche y WSPA (World Socity for the Protection of Animals – Asociación Mundial de Protección de Animales)”. Se trata de  cuidar a los humanos, pero también a las mulas, para evitar el maltrato y el sufrimiento de estos tenaces y fuertes animalitos.

Pasar de San Juan a Mendoza es una experiencia notable y sutil, como salir de una selva y entrar en un parque… Mendoza está más desarrollada, y mejor preparada para atender al turismo. Y esto se nota en lo grueso y en lo fino, en la sensación general y en el detalle. Incluso, la explotación del olivo y la vid, que también es intensa en San Juan, aquí adquiere tiempo, espacio y lenguaje. Visitas guiadas, recorridos en auto, en bicicleta, a pie, señalización, información, servicios… Y las palabras: empiezan a estallar verbos, adjetivos, sustantivos, en folletos, en revistas, en la voz de guías de turismo y enólogos: envero, lampante, esportines, alpachín, melescar, estrujado, molienda, trasegar, mugrón, escobajo…

Entonces, embebidos de estas palabras prometedoras, Lumía sueña con el aroma saludable del olivo; yo, con visitar las bodegas.

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El fruto de la vid

Después de la nieve sorteamos la capital y nos hospedamos en Maipú, la cuna del vino. No teníamos hostilidad alguna hacia la ciudad de Mendoza, al contrario, las pocas horas que estuvimos en el centro nos resultaron muy gratas: almorzamos en un restaurante exquisito y barato, y en los hoteles que visitamos nos ofrecieron servicios de primera, a precios accesibles. Nos molestaba instalarnos en el bullicio urbano luego de haber tocado extremos de belleza  natural. No dudamos: la decisión fue espontánea, rápida. “En un viaje contraponen la programación y el cambio, el plan premeditado y la improvisación, hasta que se llega a un punto en que ambos se unen, se borran, y del encuentro de los contrarios queda una carretera iluminada, como un río que fluye sin tropiezos”.

Si, lo había dicho alguna vez el Sensei Odiseo Laguna, y yo lo recordé, porque en esta ley se inscribía nuestra convicción de alejarnos velozmente de Mendoza hacía Maipú. Lejos de ruidos, autos y aglomeraciones, para mecernos en la cuna del vino y su promesa de sueño feliz. Y no podrán creerlo, pero a la palabra cuna, a la palabra vino, se le sumó otra, mitológica. En la esquina de Tropero Sosa y Lemos, a una cuadra de la plaza, nos alojamos en el Hostel Baco. Un cartel iluminado mostraba el rostro juguetón del dios, recostado en un mullido almohadón, rodeado de racimos, con una copa en la mano, en un paisaje de viñas…

Maipú, en lengua indígena, significa territorio, y es el nombre de un volcán de Chile, cerca del cual San Martín obtuvo una gran victoria sobre los españoles el 5 de abril de 1818, asegurando la independencia del vecino país. Maipú tiene una plaza enorme, completamente arbolada, con canteros coloridos, y un reloj de flores. El reloj es magnífico, en toda su concepción, y además funciona (los nuestros, en la peatonal 106, no funcionaron nunca). Dicen las malas lenguas que el Municipio gastó demasiado dinero en el Reloj de Flores, pero esas discusiones parecen moneda corriente entre los lugareños de todos los pueblos. Dicen, las mismas lenguas, que es una imitación del reloj de Viña del Mar. Lo importante, para nosotros, es que el reloj está ahí, es de flores, y da la hora…

Nos metimos de lleno en los laberintos de Baco, empezando por el Museo del Vino, que funciona en la antigua casona propiedad de los pioneros y socios Bautista Gargantini y Juan Giol. Ambos protagonizaron una de las grandes historias épicas de aventura y fortuna. Juan Giol llegó de Italia sin recursos, sin conocer nada de viñedos, y trabajó con Pascual Toso, otro pionero. Bautista Gargantini también tuvo quien lo iniciara en la industria del vino: Tiburcio Benegas, uno de los impulsores de la industria vitivinícola en Mendoza. Gargantini y Giol se unieron por dos caminos: el vino y el amor. Se casaron con dos hermanas, con las que tuvieron 8 y 10 hijos respectivamente. Productivos todo terreno, en 15 años construyeron un imperio, pero por misterios del destino, ambos volvieron a Italia, todavía jóvenes. Primero Gargantini: con la fortuna amasada en América, compró cinco casonas de campo en Colina de Oro, frontera con Suiza. Pocos años después, se fue Giol: adquirió 3000 hectáreas de campo en el norte de Italia, pero no tuvo suerte. El 1914, el gobierno le confiscó 2800 hectáreas, a causa de la guerra, y le dejó “nada más” que 200 hectáreas. Hoy sus descendientes elaboran vino en esa tierra, que por estar donde está, es valiosísima.

El Museo del vino funciona en la antigua casona de Gargantini. Una mansión aristocrática construida con materiales traídos íntegramente de Europa, a principios de siglo XX, semejante a las que tenían los grandes terratenientes argentinos. La casa de Giol es gemela y está en un terreno contiguo, pero fue completamente saqueada, al punto que ni siquiera puede visitarse: es solo una cáscara vacía. El museo también fue saqueado: primero de parte de los pobladores y vecinos, hasta que el Presidente Perón compró las casas para el gobierno, en 1948. Fue entonces residencia del Gobernador, pero diez años más tarde, convertida en oficinas públicas, fue paulatinamente “vaciada”, al parecer por los propios empleados y funcionarios. Desde los pisos, hasta los muebles y canillas, todo fue robado o destruido por la ambición, la rapiña y la ignorancia. Aún con estas carencias, visitarlo es un gusto y produce asombro. Además, hay actividades didácticas, y allí nos ofrecieron la primera “cata” de vino, a las 11 de la mañana, lo cual nos demostró desde temprano que la ruta del vino era sin retorno: consistía en tomar y tomar sin pausa hasta el atardecer.

Las bodegas, distintas en sus estilos y formatos, pero semejantes en cuanto a la técnica de elaboración del vino, son el corazón palpitante de Maipú. Y los turistas las recorren y a menudo establecen vínculos entre ellos. Nosotros hicimos nuestro paseo un tanto aislados, porque la mayoría de los visitantes eran extranjeros: muchos jóvenes, en pareja, o en grupos, y algunos solitarios. La consigna es beber todo, y mientras nosotros probábamos unos sorbos del vino ofrecido como parte de la visita, ellos compraban copas y las tomaban a la intemperie, disfrutando del clima primaveral. Nuestro aislamiento provenía también de las diferencias de moneda: los precios a valores euro nos dejaban afuera de las ofertas de almuerzos, meriendas e incluso, copas de vino. Ejemplo: una ensalada no bajaba de cuarenta pesos. Así que con todo el vino gratis fuimos como de parranda, mientras los amables y simpáticos yankis, italianos, españoles, franceses, alemanes, rusos, ingleses recorrían en bicicleta la route du vin, y probaban copas de Malbec, Sirah, Tempranillo, Cabernet y todos los varietales que les ofrecieran, a razón de 20 pesos la copa. Y salían, de cada bodega, montados en sus bicicletas alquiladas, por las callecitas largas y profundas, flanqueados de álamos altísimos y plátanos generosos. A los costados, se extendía el paisaje monótono de los viñedos, que en esta época son unos muñones secos y ásperos, a los que cuesta imaginar estallados en pámpanos en febrero, luego de haber gestado, en el secreto de su milagro, el fruto de la bebida sagrada.

Allá van los turistas, terminando el día, en una especie de ensoñación báquica. Algunos en zigzag, a los que sin duda el dios Baco los protege, para que no se caigan del pedo que llevan: un pedo alegre, políglota, mundial. Y entre ellos, el dios del entusiasmo parece cantar los versos del folkorista mendocino Félix Dardo Palorma: “Es la esperanza un racimo/ que danza en el surco abierto…”

Y en el surco abierto enterramos esta nota, como un mugrón, para que se reproduzca la semana que viene, y continúe. El vino merece dos vueltas de estos apuntes de viaje.

*****

El vino y las palabras

Segunda vuelta por las bodegas.

“Allá voy como alma loca

Al decir de un mendocino

Al que nunca toma vino

Se le envejece la boca”.

A esta altura el viaje parece detenerse, porque se concentra en un espacio reducido a viñas, racimos, cavas, cubas, toneles, botellas, copas… Ya no hay cordilleras nevadas, ni cielos diáfanos, ni caminatas por ríos de piedra y polvo, sino un centramiento en la bebida sagrada y sus procesos de elaboración, sus ritos y sabores.

“Caminitos de cepas, palos y alambres,

Donde el hombre se aprieta

La faja de hambre.

Regando tierra arena

Tras de los surcos, año tras año,

El cayascho que queda

Es ambrosía llegando mayo”.

Cayascho: Restos de la uva que quedan en racimos, después de la vendimia.

Las palabras son importantes, y las que refieren mundos particulares, específicos, suelen estar llenas de magia. Abren con su “abracadabra” espacios nuevos para la mente y el corazón. Viajar también es conquistar palabras, como puertas o ventanas que dan a paisajes, historias, personajes. El recorrido por viñedos y bodegas, olivares y olivícolas, tiene abundante misterio: Mugrón era para nosotros enigma, al escucharlo por primera vez, enseguida fue asombro: la rama de vid que sin ser arrancada de la planta, se entierra para dar origen a una nueva.

Escobajo: las ramitas, parte leñosa del racimo. Sarmiento: tallo joven de la vid, llamados también “cargadores”. Trasegar: pasar del vino de un lugar a otro para separar las materias sólidas sedimentadas. Chipica: yuyo en el zurco. Despampanar: cortar los brotes defectuosos o que sobresalen. Envero: tiempo de coloración de la uva. Orujos: residuos sólidos. (De su fermentación se obtiene el aguardiente llamado orujo). Espiche: estaquilla para tapar la botella a modo de tapón. Bordalesa: botella típica de vino tinto al estilo de Burdeos.

Este es un simple apunte, no un tratado, por lo tanto citamos términos según fueron apareciendo en nuestro viaje. Pero cuando completamos lo esencial de este léxico específico, sabemos entonces de qué se trata elaborar el vino. Después están las sutilezas, porque las palabras generan matices y equívocos. En la Bodega La Rural (uno de los Templos Sagrados de Baco) hay una gran imagen de la Virgen de la Carrodilla, Patrona de los Viñedos. ¿Cómo llegó a estas tierras? ¿Por qué se llama así? Cuenta la historia que en el siglo XVII unos carboneros aragoneses vieron aparecer a la Virgen sentada en un carro, desde el interior de una mina. Quedó bautizada como la Virgen de la Carrosilla, en alusión al medio que utilizó para aparecerse. Inmigrantes de esa región de España la trajeron a Cuyo, y ante el extraño sentido de la palabra de origen, su nombre fue variando hasta el actual carrodilla. Una pequeña confusión, que funda sin embargo el nombre del culto mariano más extendido en la zona.

Otro templo visitado: Bodegas López. Trece millones de litros por año es la producción de esta legendaria firma, que destina el 95% de su producción al consumo interno. El malagueño José López Rivas, a diferencia de Gargantini y Giol, era viñatero de oficio. Emigró en 1886, huyendo de la filoxera, una plaga que asolaba Europa, se quedó en la Argentina y comenzó la elaboración de sus propios vinos, en las mejores zonas de Mendoza. Sigue produciendo con cepas propias y con un principio que se mantiene desde entonces: controlar todos los pasos de la elaboración, cuidando y supervisando cada detalle. Sus nietos y bisnietos siguen su huella, dándole el perfil de una empresa netamente familiar.

El fundador de La Rural, Felipe Rutini, también tenía esa marca de origen: a principios del siglo XIX, Francisco Rutini elaboraba vinos domésticos destinados a los pobladores de su ciudad natal, Ascoli Piceno, Le Marche, Italia. Su único hijo, Felipe Rutini, decidió trasladarse a América para continuar con la tradición vitivinícola y plantó las primeras vides en Maipú. A fines de 1885 inició la construcción de una bodega, que llamó La Rural, bajo el lema «Labor et Perseverantia». Su principal premisa era privilegiar la calidad por sobre la cantidad.

Antes que ellos, en 1868, el francés Michel Pouget fundó en Mendoza la Junta Agronómica, y comenzó la profesionalización de la producción de vino en Mendoza. Trajo varietales de calidad, que fueron reemplazando a las cepas criollas. Actualmente hay 400 variedades de vides que se utilizan en la producción, y 30 mil variedades silvestres. La ampolografía se dedica a la clasificación de las vides. Este crecimiento cualitativo, en nuestro país, tiene como contrapartida un descenso en el consumo: en los ’70 los argentinos consumíamos 92 litros por año por habitante; hoy consumimos 32 litros. Y gran parte de esa diferencia fue ocupada por la cerveza, más barata, y con gran inserción en las nuevas generaciones.

El crecimiento de la producción es constante, sobre todo para exportación. A los vinos de corte o de blend, tradicionales, y con gran predicamento en Europa, le salieron al cruce los varietales, impulsados por los Estados Unidos, para introducirse en el mercado con una propuesta nueva, y por cierto, han logrado instalar el gusto o la moda de los varietales en todo el mundo. Entre nosotros, se destaca el Malbec, varietal que mejor se adapta a nuestro clima. Entre los enólogos, y los bebedores profesionales, hay gustos repartidos. Un concepto que predomina todavía es que los vinos de corte requieren más arte, por el hecho mismo de la mezcla.

Después de recorrer el Museo del Vino, López, Rural, y los templos menores Di Tomasso, Tempus Alba, Familia Cecchin, ya tenemos ganas de tomar agua y aire. Me lo reprocha el sensei Odiseo Laguna, sin tapujos:

“Esto ya es un texto de borrachos. ¿Donde quedaron los paisajes, las anécdotas, los personajes? Solo se habla de vino”

“Y de poesía”, respondo. “Están las canciones de Felix Palorma. ¿Acaso te sentís desplazado por el poeta?”

“No, para nada, pero estoy ofendido, porque está terminando el viaje y todavía no me explicaste por qué se te ocurrió ponerme este ridículo nombre”.

“Es muy simple: Sensei, sabiduría oriental; Odiseo, el saber de la antigua Grecia, y Laguna, por la picardía criolla”.

“Seguro que se te ocurrió cuando estabas tomando vino con tus amigos de truco”.

“No, para nada. Estaba lúcido… Vos también me debés algo: apareciste al principio del viaje con la sentencia: “Viajar en detenerse”, pero no me explicaste qué significa. ¿Detenerse para beber vino?”.

“No, no es eso. Te lo explico cuando se te pasen los efectos del vino”.

“Mañana nos vamos de Maipú, hacia Tupungato. Te prometo no visitar más bodegas. Pero dejame despedirme con más versos de Palorma:

Cueca de la viña nueva

mugrón de la tierra al pecho

dulce, dulcecita como cuelgas

de esas que se cuelgan en los techos.

Es la esperanza un racimo

que baila en el surco abierto.

Usa, usa la cepa por bota

y se ata con los sarmientos.

Sacale espiche a la bordalesa

que la jarana recién empieza.

Lo poco es mucho, lo mucho es nada

todo depende de las heladas.

Para el vino de la casa

cinco hileras dejaremos

y se, según la vieja usanza

pisao a pata lo haremos.

Ya se me hace que es vendimia

pensando en mi viña nueva,

ale, alegre como una niña

cuando a una fiesta la llevan.