La luz de Madrid (I)

La luz de Madrid nos recibió en la plaza Isabel II con un abrazo cálido y transparente, y lo que fue más notable: silencioso. El rumor de voces y motores no agredía, sino que transcurría plácidamente por las calles y veredas anchas, dándole al lugar un aire sereno de pueblo. La escalera mecánica del Metro, los largos corredores, la fatigosa escalera tracción a sangre nos habían dejado en la boca del túnel, y ahí estábamos: una pareja de cincuentones, cada uno con su mochila y su valija rectangular y alta.

Quietos y asombrados vimos los edificios bajos rodeados del aire primaveral, un aire matizado por oleadas de aroma a pan recién horneado que provenía de unos puestos instalados en la plaza. Por un rato permanecimos así, respirando y dándole al cuerpo el alimento del sol. Veníamos de una sucesión de viajes en auto, micro, avión, tren: más de veinticuatro horas sujetos a la velocidad de los traslados, la lentitud de las esperas, los baños limpios y los fatalmente repugnantes, los sueños intermitentes, la incomodidad.

Dejé mi valija a cuidado de P. y me fui tras el olor tostado. Pronto divisé un cartel: “Sabores de Lugo”. Enormes hogazas de pan se amontonaban en un costado del puesto, y en el mostrador se exhibían orejones de arándano, ananá, mango, manzana, variedad de frutas secas y pasteles de nueces trituradas y almíbar. Miré a P. Había cruzado sus largas piernas por sobre mi valija, y mantenía firmemente asida la suya. Se distraía mirando la gente que pasaba, observando a su alrededor. Cuando por fin me miró, le hice una seña de aprobación con el pulgar, y luego otra, con la mano abierta, indicándole que esperara. Compré avellanas, orejones de manzana (con canela) y un pastel. Una pareja de viejitos nos hizo lugar en uno de los bancos de la plaza que da a la calle del Arenal.

—Siéntense, pónganse cómodos —dijo el hombre, con gentileza señorial. De baja estatura, robusto, lento, algo encorvado, estaba vestido con traje y sombrero negros y apoyaba sus manos en un bastón negro. Ella también vestía elegantemente, con blusa blanca y pollera gris, y era igualmente cuadrada y rellena, y un poco más baja que él. Sonrientes, amables, madrileños “de toda la vida”, nos explicaron cómo llegar hasta la Calle Mayor, donde estaba el  apartamento que habíamos alquilado. El hombre sacó un cigarrillo y comenzó a fumar, con parsimonia. Busqué mi cuaderno y anoté: publicidad antitabaco/Japonés pelando naranja.

Más tarde, escribí: la imagen es una vidriera en el aeropuerto de Ezeiza, saturada de cartones de cigarrillos que exhiben impactantes fotografías y terribles advertencias. Un bebé con respirador, con el texto: “el tabaco los ahoga y enferma”. Una boca abierta y podrida: “el cigarrillo produce cáncer”. Un hombre mirándose el pene fláccido (oculto): “El tabaco te deja impotente”. Un hombre muerto, acostado en una cama, consumido hasta los huesos, con los ojos entreabiertos, y en un recuadro, el mismo hombre, sano y rozagante. “El tabaco produce cáncer de pulmón”. Me molestó este obsceno exhibicionismo, en la vidriera de un frívolo shopping. ¿Para lavar las culpas? ¿De quiénes? ¿Del que, consumiendo, se daña y hace daño a su entorno? ¿De los que se benefician del gigantesco negocio? ¿O para usar al cigarrillo de chivo expiatorio de otros males que nos venden? ¿Se harán campañas similares de todos y cada uno de los productos que diariamente envenenan a la humanidad?

En el tren que nos trajo del aeropuerto de Barajas, quedamos ubicados cerca de una pareja de japoneses. Jóvenes, callados, de mirada neutra, y por eso mismo, intrigante, permanecían de pie apoyados contra uno de los laterales. Ella dormitaba, cabeceando cada tanto como si deseara evitar dormirse del todo. Él sostenía una naranja con la mano izquierda y con la derecha, usando una pequeña navaja, la pelaba, prolija,  lentamente. Cuando terminó, empezó a comer y a compartir los gajos con la chica, que los tomaba y los masticaba despacio. Se escuchó entonces una melodía, cuyo volumen fue en aumento. Un mendigo ejecutaba un ritmo tanguero en un bandoneón que le colgaba pesadamente del cuello. Lo vi llegar, atravesando el vagón, bamboleándose pero con paso seguro. Era un hombre bajo y robusto, panzón, de unos cuarenta años, ojos hundidos, pequeños, y mirada oblicua. Se detuvo, me dio la espalda y clavó la vista en el japonés de la naranja. Durante unos segundos permanecieron frente a frente. El muchacho seguía masticando, sereno, como si no tuviera nadie adelante. Entonces la chica, desaletargándose, metió la mano en el bolso y le dio una moneda. El tipo agradeció y cruzó al vagón siguiente, donde retomó la canción. Comienzo y termino aquí la “serie japonesa”, que fue parte incesante del viaje, pero repetitiva y monótona. En las calles, en los museos, en todo lugar turístico, los vimos, casi siempre en grupos, desplegándose en bloque, disciplinados, sonrientes, sacando fotos, amablemente invadiendo todos los espacios. Enigmáticos, cercanos y lejanos, extraordinarios.

Nuestro apartamento, denominado “El lunático estudio”, es un ático ubicado en el quinto piso de un viejo edificio, y tiene en verdad un aire lunar, con ventanas oblicuas que dan al cielo, a los tejados de edificios de similar altura, a sus indiscretos ventanales, al rumor de la calle invisible. Por el novedoso sistema de “airbnb” dimos con sus propietarias, Marisol y Pilar, y resolvimos la estadía. Esta modalidad de alojamiento tiene su encanto. Los dueños viven o han vivido allí y la sensación inmediata es de familiaridad, no se llega como un extraño, sino como un pariente. Pero no es para quienes disfrutan del profesionalismo de los  hoteles o de establecimientos formales. Aquí están las cosas de los dueños, y en la heladera, en los estantes, en los roperos y en los baños, se palpa la intimidad de la gente que los ofrece. Marisol, una mujer jovial y alegre, escritora de poemas para niños –en esos días estaba ocupada recorriendo pueblos para presentar su nuevo libro- nos dejó la llave y unas pocas instrucciones, y ya no volvimos a verla. Al retirarnos, le dejamos la llave al portero del edificio.

Nos instalamos en el Lunático y salimos con voracidad a buscar dónde comer. La encargada de La Santiaguesa, la panadería de enfrente, nos sugirió un restaurante tradicional, ubicado a unos metros de allí. Así llegamos a Casa Ciriaco. Parecía un restaurante de club, y a pesar de las renovaciones mantenía un aire antiguo. Algo temerosos porque fuera muy caro –ya estábamos sentados-, elegimos: P. pidió alcachofas; yo, callos a la madrileña, a los que sumamos sopa castellana, vino y agua. Pagamos 45 euros. Me guardé un folleto de este lugar célebre, porque desde este edificio el anarquista Mateo Morral atentó contra el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia (el 31 de mayo de 1906, el mismo día de la boda real).

Me cuentan: Morral se hospedó en el tercer piso y planificó puntillosamente el regicidio, pero cuando llegó el momento decisivo, el enorme ramo de flores que arrojó al paso del carruaje, en el que estaba oculta la bomba, chocó contra los cables del tranvía, se desvió unos metros de su curso y explotó en medio de la multitud, matando a 24 personas. Los reyes resultaron ilesos. Googleando encontré este relato del final de Mateo: “Tras escapar del lugar del atentado, Mateo Morral cuenta en un primer momento con la ayuda del anarquista José Nakens, al que acude confiado por su papel protector con Angiolillo, el ejecutor de Cánovas del Castillo nueve años antes. Por mediación de Nakens, es escondido esa noche en la barriada de las Ventas y de madrugada parte a pie por la carretera de Aragón. El mediodía del 2 de junio está en la estación de Torrejón de Ardoz, donde se interesa por los trenes para Zaragoza, aunque la curiosidad y sospecha de los que por allí transitan le hace abandonar el lugar. Su situación es desesperada: identificado, con una descripción suya ampliamente difundida y una recompensa en juego de 25000 pesetas de 1906. Tras vagar por los campos, ese mismo día regresa a la estación, donde pregunta de nuevo y marcha a cenar a un ventorro próximo. Es entonces cuando el guardia jurado de una finca trata de identificarlo y cuando con este fin se dispone a llevarlo ante la Guardia Civil,  Mateo le dispara con su pistola, produciéndole la muerte instantánea. A continuación se suicida. El cadáver es conducido a Madrid el 3 de junio, tras tener que protegerlo de los furiosos vecinos de Torrejón que pretendían destrozarlo” (Aller, Jesús).

A pocos días de nuestro regreso a la Argentina abdicó el Rey Juan Carlos; por entonces –fines de abril- todavía reinaba. Y como estar en España y no tocar de cerca santos y reyes es imposible, elegimos visitar el Palacio Real. Allí conocimos la fastuosidad anacrónica de la monarquía, con algunos puntos sorprendentes, como la mesa siempre preparada para cien invitados a una cena que nunca llega, con los cubiertos alineados milimétricamente por el personal de servicio que trabaja para nadie, para fantasmas. Una imagen del realismo mágico europeo que no nos dejaron fotografiar… Me llama la atención, en las obras de arte que ilustran el Palacio, las referencias a la mitología clásica, pagana, en medio de un olor fuerte al cristianismo más puro y rancio. El infinito prestigio del mundo clásico, pienso: la mar de historias que son la matriz de muchas de nuestras historias. Ahí están: “Apoteosis de Hércules”, con referencias a los 12 trabajos; “El rescate del vellocino de oro”, la aventura de Jasón y los argonautas; y las estatuas de Apolo con el arco; Artemis con el carcaj; Zeus coronado de laureles, dispuesto a lanzar el rayo.

En contraste con este Palacio, más museo que cosa viva, está la gente común, que tiene sangre en las venas, se mueve y vive en el presente. Los antiguos bufones son ahora artistas callejeros (vocacionales o forzados por la necesidad) que ocupan las plazas, las peatonales, las esquinas. Nuestra lista de personajes: marionetistas frente al Palacio Real (muy buenos); malabaristas-futbolistas en la Puerta del Sol (¡hacen maravillas con la pelota!); un violinista en la calle Mayor tocando la melodía de El Padrino (conmovedor); un cuarteto de cuerdas y voz, y luego un cuarteto de vientos, cerca del Teatro Real (excelentes); personas metidas en disfraces de cabras, mulas, burros, algunos haciendo torpes movimientos y ruidos, otros tocando algún instrumento, un par disfrazados del muñeco Chuqui; hombres con traje, sin cabeza (con el saco elevado artificialmente y un palo con un sombrero en el punta). Luego están los mendigos, carne viva del desempleo, la pobreza y la exclusión.

 

La luz de Madrid II

En el barrio Lavapiés se intensifica la presencia de residentes extranjeros. En los negocios –cybers y mercados- muchos pakistaníes; en las calles, marroquíes. Entramos en un mercadito. La dueña, a poco de charlar, se descarga: “Este era un barrio próspero, pero vinieron los extranjeros, especialmente los marroquíes, alquilaron locales, y después no los pagaron. Algunos se quedaron como ocupas, a otros lograron sacarlos. El ayuntamiento es contemplativo con ellos y duro con nosotros. No les cobran impuestos, o hacen la vista gorda en las inspecciones”. La mujer nos recomienda ir a Segovia, y nos da la dirección del restaurante de un pariente suyo. “Esto no es lo que era”, se lamenta, mientras nos extiende una bolsita con anarcardos (castañas de cajú).

Tuvimos otra versión directa de la crisis a través de un amigo, que emigró de Villa Gesell en 1992 y se instaló en Madrid. Tuvo mucho éxito como productor de cine y televisión, pero hace unos años tomó un crédito, se compró un piso (“una nave”), para instalar su estudio y vivienda, no pudo pagarlo y, cuando se reunió con nosotros, acababa de devolverlo a la Caja. Lo que le ofrecen por la hipoteca no le alcanza para saldar la deuda que contrajo. Se quedó en bolas, y endeudado. “Por suerte no tengo hijos. Mi socio, en cambio, está separado, y tiene un pibe. No saben cómo la está remando”, nos dice.

En el museo del Prado estaban “Las furias”. Otra presencia mitológica, en este caso como muestra temporaria. La cuestión viene de la antigua Grecia: las Erinias o Furias eran diosas arcaicas, que se ocupaban de vengar los crímenes de sangre, y así mantenían cierto orden en el mundo. Los castigos eran terribles. En el renacimiento los italianos exhumaron una escultura de la época helenística perteneciente a la escuela de Rodas, titulada “Lacoonte y sus hijos”, en el que se representaba el castigo que éste había sufrido. De esta puntita del mito tiraron los pintores, fascinados por el mundo clásico. Los deslumbró, sobre todo, la expresividad y el patetismo con que se exhibe el dolor humano en este conjunto escultórico. Algo nunca visto en occidente. Se combinaba el castigo con el dolor, y éste se expresaba sin tapujos ni censuras ni mediaciones de ningún tipo. Arte del mejor, del más genuino. El gran desafío de los artistas fue imitar esto, y se largaron a representar este tópico que algún crítico de arte había bautizado “Las furias”. Muchos se empeñaron durante casi doscientos años en mostrar su propia versión. El primero fue Tiziano Vecellio, por encargo de María de Hungría, hermana de Carlos V, en 1548. Esta señora quiso representar míticamente el castigo de los dioses –de los monarcas- a los cuatro barones alemanes que se habían opuesto a la coronación de Carlos. Cuestión que en el museo se exhibían, de Tiziano, representaciones de los mitos referidos a cuatro condenados: Ticio, Sísifo, Ixión y Tántalo. Había además obras de Miguel Angel, José de Ribera y Rubens, entre otros.

Cuando salimos del museo, con la cabeza saturada de arte, escuchamos el tañer de una guitarra española. Sentado en un banquito, con la caja de la guitarra abierta y unos dvd´s desparramados en su interior, un hombre ejecutaba el Concierto de Aranjuez. Lo miré y enseguida reconocí a Edgard Moffat, a quien conocimos de chicos en Villa Gesell. Era alumno del maestro Gobbi, un músico de Haedo amigo de Carlos Barocela que daba clases en el garaje de su casa de Barrio Norte –“Sancay”, ubicada en Calle 303 Nº 791-. Allí íbamos nosotros, interesados en aprender a tocar zambas y canciones y siempre nos topábamos con Edgard, un niño prodigio, tres o cuatro años menor que nosotros, orgullo del profe, que ya podía interpretar “Capricho árabe”. Lo admirábamos y detestábamos, porque era nuestro contra-modelo. Pero estos viejos resentimientos no tuvieron lugar en nuestro insólito encuentro madrileño, que fue pura sorpresa y alegría.

Volvimos del Museo del Prado por la calle de las Huertas, columna vertebral del barrio de los artistas. Allí pisamos frases célebres de célebres escritores, rodeados del aura creativa del siglo de oro y de la vibración de los poetas más cercanos en el tiempo, como León Felipe Camino, “el poeta del éxodo y el llanto”. Homenajeado en su casa natal, de puerta verde de doble hoja, con una placa que tiene su imagen en relieve y estos versos: “España: /sobre tu vida, el sueño /sobre tu historia, el mito/ sobre el mito, el silencio”. Esa noche, agotados de caminar, mirar, asombrarnos, perdernos y encontrarnos, preparamos una cena fresca, variada y económica –no volvimos más a Casa Ciriaco-, integrada por calabacín, remolacha, zanahoria, rúcula, tomate, aceitunas verdes y negras, jamón serrano, queso brie, cerveza y tinto de verano. Y finalmente la noche boca arriba nos regaló un agujerito para ver el cielo de Madrid.

El domingo paseamos por El Rastro, que resultó una feria gigante, pobre, con mucha ropa hindú y unas pocas artesanías sobrevivientes a la globalización, el consumismo y la berretada. Me llamó la atención un monumento, homenaje a Eloy Gonzalo. Es la estatua de un joven soldado, con su rifle al hombro, atado a una soga y con una lata de petróleo en la mano. La hazaña fue en el pueblo de Cascorro, Cuba, durante la guerra contra la independencia. Gonzalo, nacido huérfano, criado en un convento, era la imagen viva de la fragilidad y el abandono. Por eso sorprendió cuando se ofreció como voluntario para ingresar de noche en el campamento enemigo –los insurrectos cubanos- y prenderle fuego. Dice la leyenda que pidió ser atado para que su cuerpo fuera rescatado si moría en el intento. La misión fue exitosa y alcanzó para que España tuviera un nuevo héroe nacional. Uno de muchos: desde Pelayo y Roberto Frassinelli hasta Guillermo de Mont-Rodón y Francesc Mariá, toda esta tierra está regada de celebraciones al heroísmo, y cada héroe tiene su monumento, su honroso lugar en la memoria colectiva.

En el Museo de los orígenes, tocamos al fin el aura de un santo: Isidro. Patrono de Madrid junto con la Virgen de la Almudena, nació en 1082 con el nombre de Isidro de Merlo y Quintana. Se supone que fue bautizado así en honor a San Isidoro, que había sido arzobispo de Sevilla, cuyos restos habían pasado pocos años antes por Madrid. A Isidro se le atribuyen varios milagros, como el ser ayudado por ángeles en la tarea de labrar la tierra, pero el más célebre es el del pozo: habiéndose caído su hijo al pozo del agua, su oración hizo que el agua subiera y lo sacara a flote, salvándolo. También se le atribuían poderes curativos, por eso su cuerpo momificado, incorruptible, era llevado de aquí para allá por los reyes cuando caían enfermos. Sufrió mutilaciones por exceso de fervor, incluso el cerrajero del rey Carlos II le sacó un diente a la momia, pieza que el rey tuvo hasta su muerte bajo la almohada. El museo está dedicado a los orígenes de Madrid, ya que reúne las piezas de los desaparecidos Instituto Arqueológico y Museo Municipal, pero el Santo es el principal protagonista. Y para nosotros, recorrerlo fue un Viaje a la Semilla. Porque Isidro no sólo está diseminado por toda España, sino por toda Hispanoamérica, con miles de frutos en Parroquias, Capillas y la toponimia de pueblos y calle de todos nuestros países.

En la Calle Mayor, que recorríamos a diario, está la Plaza de la Villa. Una y otra vez la teníamos a la vista. Y allí, una mañana, sentí otra vez flotar la luz viva de Madrid. La placita es poca cosa en relación a otros monumentos, pero en su simplicidad florida, con la estatua de don Alvaro de Bazán, Almirante de la Flota Cristiana en Lepanto, en su centro, es para mí una síntesis de la serenidad, austeridad, belleza, presencia de la historia y claridad de Madrid. Además la rodean tres construcciones antiguas, que conforman con la plaza una escenografía de época: la Casa de Lujanes, con su torre (S. XVI); la Casa de Cisneros (S.XVI), y la Casa de la Villa (S.XVII).

Escribo estos apuntes mientras recuerdo la luminosa primavera madrileña. Pero ¿a dónde voy ahora? ¿Cómo sigue el relato de este viaje? El único lugar es la palabra, el único viaje la escritura: caza fantasmas, atrapa sueños. ¿Qué otra cosa son sino los espacios vistos fugazmente una sola vez, los paisajes, las muchedumbres, los individuos y monumentos, aquellas salas de museo visitadas sucesivamente instante tras instante saturadas de pinturas y esculturas quietas, mudas, elocuentes en figuras y gritos humanos, materia que evocamos vagamente en la memoria y de la que quedan fragmentos, ladrillos o piedras de una construcción frágil: el recuerdo, el relato? Dado que es materia imposible me despojo de toda expectativa de ser exhaustivo, incluso de ser suficiente, y terminaré con la lista de los lugares adonde fuimos, en estos cuatro días madrileños, para que queden a la vista las costuras de este traje mal medido: Plaza Mayor, Museo de los orígenes, Catedral de Almudena, Plaza de Cibeles, Muralla árabe de la calle Segovia, Gran Vía, Plaza de España, Museo de la Reina Sofía, Museo Deboid, las Descalzas Reales, Parque del Retiro, Museo del Prado, (más inmedibles caminatas).

Dejo ya la cálida y sabrosa primavera española y miro desde mi cuarto el frío invierno geselino, a primera hora de la mañana. Sorprendido, observo las volutas de vapor que empiezan a brotar de las hojas del limonero. El sol empieza a calentarlo, a despertarlo.

Junio 2014 

 

 

III

Toledo, piedra sobre piedra

“Todos somos mozárabes”, dice el conserje del Hotel Sol, mientras nos abre la puerta del garaje para que guardemos el auto. La maniobra es milimétrica, como todas las que tuve que hacer para entrar en Toledo, ciudad de piedra que parece un rasti en el que cada pieza encaja ajustadamente, y muchas que pretenden entrar quedan afuera de las murallas. “Todos somos mozárabes”. La frase suena a punto de partida y a conclusión largamente meditada en boca de este joven que es sin dudas un personaje de El Greco. Flaco, alargado, de tez morena, barba apretada y en punta, ojos renegridos bien redondos, expresión de asombro infantil y a la vez de cansancio. “Todos somos mozárabes”, me repite, “aunque muchos no quieran aceptarlo”. Y nos demora en un largo monólogo.

Entramos a la ciudad por la puerta del Sol, y recorremos las calles estrechas hasta la plaza de Zocodover.  En la caminata, vemos a un hombre sentado, apoyado sobre una pared, leyendo, con una latita y un cartel: “necesito su ayuda”. La gente pasa a su lado y él permanece imperturbable, concentrado en la lectura. Está bien vestido, tiene aspecto elegante, de hombre culto y refinado. En ningún momento levanta la vista para mirarnos, ni emite palabra. En la latita hay sólo un par de monedas. Llegamos a la Iglesia de la Santa Cruz y recorremos la exposición de los 400 años del Greco. Completamos la experiencia visitando la Iglesia de Santo Tomé, donde apreciamos El entierro del Conde de Orgaz. Me compro, a la salida, un delantal de cocina que tiene impresa esta pintura. La miro detenidamente. Tengo la convicción de que el conserje de nuestro hotel es el tercero, a partir de la derecha.

Anhelo dos cosas: visitar algunos sitios emblemáticos  de la ciudad, y ver Real Madrid-Bayern Munich, una de las semifinales de la Champions. Del primer objetivo, compartido plenamente por P., vamos a la sinagoga del Tránsito y a la Catedral. El segundo, compartido parcialmente por ella, lo resuelvo en el restaurante Ventas de aire, en las afueras de la ciudad vieja. Es un lugar tradicional: fundado en 1891, atendía a los obreros de la fábrica de Armas que creó Carlos III para recuperar la ciudad que había desplomado cuando perdió la capitalidad. Tomando cerveza y sidra, comiendo aceitunas y jamón, miramos el partido detrás de cuatro matrimonios que habían copado los mejores lugares y estaban como en el living de su casa, cinchando fervorosamente por el Real. En un momento de euforia –el Real ganó 4 a 0-, les digo que soy argentino y que tengo a Messi en el Barza, a Di María en el Real y a Simeone en el Athlétic, o sea que soy necesariamente ganador. Aprueban. Una de las mujeres me cuenta que es pampeana, de Santa Rosa. Se casó con un toledano y allí está. Observo el curioso fanatismo de las mujeres, su modo de festejar,  algo forzado y desmedido, como quienes no viven la experiencia visceralmente y sobreactúan, como conversos.

Judíos conversos fueron los principales líderes de la Inquisición (Torquemada, Fray Hernando de Talavera, y ¡mierda que sobreactuaron!). Confieso que no pude resistir visitar la exposición de instrumentos de tortura que se ofrecía esos días en Toledo. La parte oscura, que ahora buscaba transparentarse, y se hacía mediante un crudo exhibicionismo, detallado, puntilloso. Entré luego de pagar cinco euros, mientras P. decidía disfrutar de un paseo buscando mazapán, artesanías de damasquinado, y curiosidades lugareñas. Tenía delante un matrimonio con una niña de unos diez años, que observaba los instrumentos con vago estupor, el mismo tal vez que yo y que cualquiera podía sentir. Eran rotundamente españoles, con el modismo bien marcado en el habla. El hombre, pálido, flaco y de mediana estatura, hablaba poco, y miraba con indiferencia y desgano. La mujer, en cambio, estaba poseída de un gran entusiasmo, llevaba a la niña de la mano y le explicaba cada mecanismo. El potro, la garrucha, la toca, la  sierra, la rueda, el cinturón de castidad, el aplasta dedos, el quebranta rodillas, el desgarrador de senos, la silla, la máscara, el tonel. Confieso que al estupor de los instrumentos, se sumaba el más abrumador de ese círculo que formaban la madre y la hija, y el satélite indiferente del papá. “Ves hija, aquí ponían al reo, y con esta sierra lo cortaban, desde abajo, por entre las piernas”. La nena miraba y escuchaba, sin preguntar, llevada de la mano de su mamita a un recorrido por ese disneyworld de los infiernos.

La Sinagoga del tránsito es de 1366, y fue fundada por Samuel Leví, tesorero del rey cristiano Pedro I. La obra fue dirigida por Meir Abeli, y es de estilo mudéjar. Síntesis de una época de convivencia y tolerancia, que abarcó tres siglos (Toledo llegó a tener 12 mezquitas y 10 sinagogas), y tuvo hitos altísimos, como la Escuela de Traductores fundada por Alfonso X El sabio. Después prevaleció el fanatismo, y vino la expulsión de árabes y judíos. En la sinagoga se exhibe la obra “Soah”, de Wolf Vostell (1932-1998), un artista judioalemán de vanguardia que se instaló en Malpartida (Cáceres), con un museo de proyección internacional, aunque muy poco promocionado (¿restos de antisemitismo?). Vostell escribió: «Todos debemos tomar conciencia, también mediante el arte, de la época en que vivimos y cómo fue la historia de los judíos en Europa. Una de las obras de arte más grandes del siglo XX, el Guernica de Picasso, describe la gran desgracia del bombardeo de la misma ciudad: pero no mediante ilustrativas figuraciones en el propio cuadro, sino sólo mediante el enunciado del título. Y también mi cuadro, a pesar de la fijación de su tema en el título, es legible universalmente y expresa la tragedia y el gran desastre, todas las víctimas caídas paralelamente en ese lapso de tiempo».

P. viene sonriente y con sabor a mazapán en la boca. Vamos a comprar más. ¿Pura almendra? Sí, me responde la dueña del negocio. O sea, le ponen almendra molida a la masa. No, la masa es toda de almendras. Ahhh. P. sonríe. ¿Sos medio tontito? Sí, claro que sí. Risas.

Al volver de Ventas de aire ya es de noche y tenemos en el cuerpo cerveza y sidra y poco alimento sólido. Y es miércoles. Paramos en el primer restaurante y pido perdiz a la toledana. Resultó rica la carne (aunque incomparable con la de nuestro asado), y exquisita la salsa. Hasta P. deja de lado por un momento la verdura y le entra a la salsita, despertando la memoria lejana del sabor de la carne, entreverada con la cebolla, el ajo, el laurel…  La caza y la matanza es base de la gastronomía toledana.  “Los llamados montes de Toledo deben abarcar 100 x 200 kilómetros”, declara el conserje. “Se mantuvo entero y cuidado porque son minifundios, propiedad privada, y ahí no se metió el Estado. En cambio aquí, en la ciudad… Por un lado es mejor que sea ahora un monumento. Y es literalmente así, porque la UNESCO declaró a la ciudad entera Patrimonio de la Humanidad. Hoy vivimos del turismo. Y si bien la ciudad viva murió, es bueno que la UNESCO haya intervenido, para cuidar lo que queda. De todos modos, siempre hay trampas. Excepciones y otros modos de violar las normas. El capital arrasa todo. Aquí en España el ejemplo más tremendo es el de la costa mediterránea, destruida por la construcción y la explotación”.

Cruzamos por última vez la bella Puerta del Sol. Tiene dos torres, una redonda y otra cuadrada, con almenas, y en su arco el relieve de dos mujeres sosteniendo una bandeja con la  cabeza de Fernando González, el alcalde que el rey mandó decapitar por ultrajar a las dos doncellas. ¿Leyenda o realidad? Esa frontera es difusa aquí. Ya lo escribió Washington Irving, en el comienzo de las Leyendas de Alhambra: “la mezcla de muslín y cristiano es, para mí, la característica principal de España”. De esa mezcla surgió una frondosa fantasía.

Ya fuera de la ciudad, con proa a Córdoba, compramos vituallas y nos ubicamos en el banco de una placita para hacer picnic. P. condimenta una ensalada, y distribuye con arte panes y frutas. Yo quedo de frente a dos chicas que conversan en el último banco, a unos veinte metros de distancia. No escucho lo que dicen, pero están metidas en una situación intensa. ¿Qué mirás? Hay dos chicas allí, discutiendo mal. No puedo verlas. Date vuelta un momento. Son una pareja.

La más bonita está sentada en el banco y permanece pasiva. Fuma y escucha. Tiene carita de ángel, de nena, no debe pasar los 16 años, rasgos dulces, el pelo lacio le cae en dos alas hasta debajo de orejas. La otra tiene el pelo muy corto, usa remera de mangas cortas, montadas sobre los hombros, es delgada y robusta, parece de más edad pero dudo que lo sea, es pura apariencia, también fuma, aunque más pausadamente, porque habla sin parar, cada tanto bebe de una lata que parece de gaseosa. Se acerca hasta quedar cara a cara con la otra y el tono de su voz sube de repente, grita: “Dí algo ahora, dí algo coño, esto es una putada, esto no se hace, mierda”. La otra no responde, corre la cara hacia un costado. La agresiva da unos pasos hacia atrás, camina hacia un costado y vuelve, se acerca otra vez, “no puedes ser tan mierda, hija de puta, por qué me hacéis esto, esto es una putada, dí algo”. La otra intenta hablar pero le sale un gemido, unas palabras inaudibles para mí. La agresiva le da unos empujones suaves en el hombro, empieza a gritar otra vez. Entonces la chiquita se levanta decidida y la enfrenta, la aparta suavemente, y suavemente empieza a hablar, con firmeza, moviendo los brazos, serena, con un discurso que la otra no tiene más remedio que escuchar, luego quedan en silencio, la agresiva toma a la otra de la nuca, con una mano, e intenta besarla, la otra lo evita y le dice no, moviendo la cabeza, enciende un cigarrillo, la agresiva deja la lata de bebida en el banco, camina hacia atrás sin apartar la vista de la otra, ahora están las dos en la vereda, la agresiva ya no grita, no gesticula, parece resignada, la débil ha ganado la batalla, se separan, cada una se aleja a pie, en direcciones contrarias. Cuando nos vamos, me acerco y levanto la latita que quedó apoyada en el banco. Leo: contact energy drink. Está a medio consumir.

Toledo está lleno de leyendas verdaderas. La judía de Toledo, el Cristo de las cuchilladas, la rosa de la pasión, el pozo amargo… Tierra de leyendas, como escribió Irving: la España mozárabe, sobre todo en el sur, hacia donde vamos ahora.

 

IV

Córdoba mística y florida

Pasamos rápido por la manchega llanura rumbo a Córdoba y ahora estamos como por encanto dentro de la famosa mezquita, sobrecogidos por una atmosfera de misterio, atmósfera y misterio que contienen a Alá y a todos los demás dioses que en el mundo han sido. P. tiene la máxima emoción del viaje, se queda paralizada, cierra los ojos, flota rodeada de la penumbra mística, minutos, siglos.

La mancha quedó atrás, fue apenas una embestida alucinada a los molinos del Quijote, cuyas astas vimos flamear sobre las colinas. Fue también unas pocas señales indicativas de Fuente del Fresno, villa cuyo nombre recuerda que alguna vez aquí hubo árboles; Cuidad Real, Capital de la Mancha, realzada desde que en 1992 se inauguró el tramo del AVE Sevilla-Madrid; Puertollano, toponimia digna del marinero en tierra de Alberti, aunque aquí están el valle y el río Alcudia, y por las llanuras viborea el majestuoso Guadiana; y no puedo no mencionar las quijotísimas lagunas de Ruidera, que el Caballero de la Triste Figura evoca cuando ve por primera vez el mar, en las playas de Barcelona. Todo esto lo rozamos, por razones de diseño de viaje, o simplemente porque no se puede ir a todos lados a la vez.

Fue un pequeño milagro que decidiéramos ingresar a primera hora a la grandiosa mezquita, porque a las 10 surgieron repentinos guardias que comenzaron a expulsarnos, amablemente pero como si fuéramos árabes o judíos, y ante la consulta nos informaron que terminaba el horario de ingreso gratuito, que a partir de ese momento había que abonar los 8 euros del ticket. No volvimos, no hacía falta, y nos metimos en el patio de los naranjos, que a esas alturas de la primavera empezaba a impregnarse del dulce azahar de las flores.

En la frescura de ese patio, ante una fuente que manaba generosamente, recordé una frase de Borges: “Algo en la sangre de Averroes, cuyos antepasados provenían de los desiertos árabes, agradecía la constancia del agua”. Averroes es la latinización del nombre árabe Abū l-Walīd Muhammad ibn Ahmad ibni Muhammad ibn Rushd, gran filósofo, médico, legislador, matemático y astrónomo, nacido aquí en Córdoba, el 14 de abril de 1126. Averroes se llamaba el hotel donde nos hospedamos (calle Madre de Dios Nº 38). Y otra vez Borges vino a decir algo, esta vez unos versos: “No volverá tu voz a lo que el persa/ dijo en su lengua de aves y de rosas/ cuando al ocaso, ante la luz dispersa/ quieras decir innumerables cosas”. Aves y rosas sugieren el nombre del gran filósofo andalusí, aunque no sé si Borges lo quiso sugerir en su poema.

El hotel estaba a la altura de este célebre largo nombre, con un vistoso patio lleno de macetas y canteros de flores. A mí, de todos modos, a pocos minutos de acceder a la habitación, me preocupaba dónde ver el partido Chelsea-Atlético, la otra semifinal de la Champions. Y como esto, el fútbol, es prioridad también en España, en el bar del hotel ya sonaba el rumor inconfundible de las tribunas excitadas, y el tintineo de vasos y tasas de los espectadores que esperaban el comienzo del partido. Acodado en la barra, me ubiqué como un extraño entre tres viejos que bebían vino blanco en pequeñas copas, conversaban con monosílabos y se entendían con sonrisas, gestos y miradas, habituados a largas convivencias crepusculares y ociosas. Yo, Argentino, de Simeone ahora, metido como un intruso ahí donde la indiferencia inicial fue enseguida curiosidad, y al ratito familiaridad, porque me uní a ellos en la bebida, que es como decir mediante un palpitante cordón umbilical. “¡No es jerez!”, me respondió uno de ellos ante mi pregunta imprudente, “¡Es vino de la tierra! ¡Es de Montilla!”

Esa noche Simeone agregó otra hazaña ganándole al equipo inglés, y sobre todo al enano rabioso Mouriño; pero la vida aquí o allá te da sorpresas, y el rabioso de la noche fue también uno de los viejos, que ya muy entonado despotricaba sin descanso contra el “Cholo”, dirigiéndose a mí, como su representante, despertando en mí un creciente estupor. “¿Me entiende usted? Quiero que me entienda; una cosa es el fútbol, otra el cabaret. No se puede andar corriendo de un lado a otro de la cancha, tirándose al piso, gritando, gesticulando. Este hombre no es un técnico, es un actor, un exhibicionista, eso que hace es más pa’l teatro que pa’l fútbol… ¡Hombre! No se puede arengar así a la gente, incitarla, luego sale un loco y le tira cuatro tiros y ¿entonces? Porque eso puede pasar en cualquier momento…” Yo, acorralado y perplejo, no decía palabra, para no contradecirlo ni menos aún discutir. Ni en pedo iba a defender a Simeone en ese medio hostil; no me iba nada en ello y allá él con su pecado, pensé, citando más o menos fielmente a Cervantes. Por suerte sonó el teléfono y el mozo le hizo una seña que el viejo comprendió al instante. Lo llamaba la esposa. “Pues dile que estoy ocupado, que ya voy”, musitó el viejo, moviendo la mano con fastidio. Yo aproveché esa mano tendida por la señora y me fui pa’l cuarto, con una ensaladita para P. y con Baco en la sangre.

En Córdoba empezaba el Concurso popular de Cruces (del 30 de abril al 3 de mayo) y, y era difícil conseguir hospedaje para los días subsiguientes; decidimos pasear hasta el mediodía y después seguir viaje. Nos perdíamos mucho de esta hermosa ciudad, pero teníamos que dar toda la vuelta a España, y viajar es decidir, tomar y dejar, disfrutar fugazmente y resignarse, entonces nosotros durante unas horas caminamos, y nos llenamos los ojos de malvones, geranios y petunias, de calles movedizas, de paredes viejas y remozadas, del ancho dorso marrón del Guadalquivir, y de algunas palabras puestas en pizarras, voces que sonaban en mis oídos como promesas gastronómicas, que anoté, saboréandolas, en mi cuaderno: salsa romesco, salmorejo, carrillada, rabo de toro, pisto… Escribir no llena la panza, pero estos nombres me llenaban de expectativa, se sumaban a una lista que después iría tachando… Ese día repetimos picnic de plaza, donde también había flores ardientes colgando de los faroles, de las arcadas, de todo el aire posible. Dejábamos atrás monumentos, estatuas, palacios, iglesias, museos, pero nos llevábamos las flores, las fugaces. Y nos siguió un eco de ellas, de su hermosura y su aroma en la historia de Medina Azahara, leyenda y realidad de amor y poder en aquella ciudad de Cordoba, que por entonces (año 929) tenía un millón de habitantes y era la ciudad más importante del mundo. Había una vez un Califa, llamado Abderramán III, hijo de Abderrramán II, nieto de Abderramán, que para demostrar que Córdoba, con él y por él, había llegado al rango de Califato, mandó construir una ciudadela extramuros, a la que llamó Medina Azahara, “Ciudad Brillante”, que en la versión romántica es un regalo a su querida al-Zahará, “flor de azahar”. El Califa o Colifa de amor y poder, como ustedes quieran, puso todos los recursos públicos al servicio de esta obra, que una vez terminada, tuvo el esplendor fugaz de las flores, ya que duró apenas 70 años y fue destruida por los almohades, fundamentalistas sucesores de los omeyas. La leyenda de amor, detrás de la historia concreta de poder, dejó algunas anécdotas: los estudios del terreno demostraron que los campos de alrededor de Medina Azahara estaban cubiertos de almendros de flores blancas. Se cuenta que fueron sembrados por el califa enamorado, porque su amada extrañaba la nieve de su Granada natal.

Con el corazón herido seguimos rumbo a Granada, remontando “el camino del califato”. Valles, lomadas cubiertas de olivos, algunas parcelas con almendros, otras sembradas de trigo y girasol, unos pocos montes que perduran como cotos de caza y algo de pesca, en el río Guadalquivir. Almorzamos en Espejo, un pueblo casi espejismo en medio de ese paisaje agricultor, montado sobre una elevación. Al final de una larga plaza, descubrimos el único restaurante abierto: el chiringo “Rubio”. Nos ofrecieron lo que había: vino Villaverde (otro blanco suave), revuelto de calabacín, habas y espárragos, y croquetas de carne con tomates. Todo riquísimo y fresco. En la otra mesa ocupada, un matrimonio daba los últimos sorbos a las bebidas y se alejaba despacio, luego de mirarnos con curiosidad y saludarnos con amable asombro. Los vimos encarar la callecita que subía hacia las casas de lo alto y caminar lentamente, con esfuerzo. El hombre rondaba los 70, ella los 50. Después de comer tomamos el mismo camino, porque queríamos subir hasta la Iglesia, que coronaba el pueblo, como una fortaleza de Dios.

En el camino, nos cruzamos una y otra vez con el matrimonio, que cada cortos tramos hacía una pausa para descansar. Y entre saludo y saludo, surgió la inevitable charla, y el rápido entusiasmo, sobre todo del hombre, que cuando ya era inexorable nuestra separación –habían llegado a su casa, nosotros teníamos que seguir subiendo-, murmuró: “en mi casa está mi amigo Franco, venga que se lo presento”. Fuimos. La casa rezumaba prolijidad y limpieza, y la adornaba un mobiliario muy quieto, muchos objetos antiguos algo muertos, una abundancia extática. La creciente confianza del hombre recibía el estímulo de nuestra actitud, amable, atenta a escucharlo. Lo primero que hizo fue mostrarme un retrato del Generalísimo, ubicado en la pared frente al rellano de la escalera. “Ahí está mi amigo. Fue el único que hizo algo por este lugar”, dijo. “En el 39 nos distribuyó 400 fanegas de tierra; yo lo conocí personalmente”. Ante nuestro silencio complaciente, siguió llevándonos escaleras arriba, hasta un balcón-atalaya, desde el cual se dominaba la bellísima campiña, colinas suaves con líneas de olivos sobre el manto marrón claro de la tierra. Nuestro repentino amigo era propietario de buena parte de esos campos, productor de aceite de oliva –España es el mayor exportador del mundo-, entre otras múltiples riquezas que se le podían adivinar, pero que no declaró. Torpe y feliz de tenernos ahí, nos homenajeó a su modo, nos tomó fotografías, nos mostró un zorro embalsamado y me regaló un sombrero. Desde la altura solitaria de su reino, nostalgioso de otros años, de una España vieja y dictatorial, refleja los versos de Machado: “una de las dos Españas ha de herirte el corazón”. Y este hombre lo tenía herido, aunque muy bien abastecido de tierras y euros. Desde allá arriba, donde el tipo conservaba restos de un poder antiguo, con su retrato clandestino y sombrío, yo espié por otra ventana en dirección al sur,  y creí ver la Fortaleza de Alcaudete, antiguo bastión árabe que conoceríamos minutos más tarde.

 

 

V

Granada en rojo sangre

“Tres años habían pasado desde que Mohamed se separara de sus hijas, y con dificultad dieron crédito sus ojos al cambio que aquel corto lapso de tiempo produjo en las princesas; de la imperfección en el porte, del desaliño, de la candidez irreflexiva, habían pasado cruzando esa asombrosa línea que en la vida femenina separa lo impúber de la doncellez, a la acentuación de las formas en la figura, a la condición de la mujer ruborosa, al pudor en el afecto. Es lo mismo, lector, que si dejando atrás las llanuras áridas, estériles, desabridas, de la Mancha, llegas a los valles voluptuosos y fértiles y a las bravas montañas de Andalucía” (Washington Irving, “La leyenda de las tres princesas”, Leyendas de Alhambra, 1832).

Casi doscientos años después, la Mancha no es estéril ni desabrida, pero el paisaje se corre hacia el rojo, el color de la voluptuosidad, el amor y la guerra. Fueron primero amapolas encendidas al borde de la ruta, intensas y suaves como el papel, contrastando con el apagado verde gris duro de los olivares. Y rojas eran las vestimentas floridas de los faroles en la placita de Alcaudete, petunias como nubes estallando el aire pueblerino. Y también rojos como la sangre eran los pétalos que cubrían las cruces monumentales en los espacios públicos de Granada, en víspera del gran concurso que premiaría a la mejor de todas. Los granadinos se entregaban con pasión a construirlas, usando miles de claveles recién florecidos.

Fiestas rojas, sangre de amor y pasión que la humanidad lleva y trae en historias nuevas y viejas, en rituales antiguos, reformados, actualizados pero siempre vivos. Ya me intrigaba a mí la presencia de una enorme fuente de Cibeles en Madrid. ¿Qué hace allí esta diosa madre, culto de la arcaica y desaparecida Frigia? Ahora en Granada, al pie de las cruces revestidas de rojo, de las que colgaban trapos, pañuelos, cintos, encontré un link inesperado con el antiguo culto a Cibeles y a su infortunado amante Atis, que a causa de su infidelidad, terminó auto-castrado y convertido en árbol. Los seguidores de Atis, en rituales sangrientos, luego de flagelarse y mutilarse, colgaban del árbol consagrado –un pino- todo ese tropel de exvotos. La Iglesia tomó este culto y lo adaptó -todavía hoy, como resabio de su origen, en Granada a la cruz se la denomina árbol-.

Y en el rojo profundo confluye también La Alhambra, por tres caminos: el significado de la palabra: “la roja”, por la argamasa ferruginosa que se usó para construirla; por la luz de las antorchas que enrojecían las noches durante su construcción, y por su fundador, Abu al-Ahmar, un rey pelirrojo… Y rojo apasionado fue también el encantamiento del primer escritor norteamericano, Washington Irving, que escuchó, estudió, y transmitió en trece cuentos la magia del lugar. Con evidente parcialidad por los vencidos, aunque sin perder distancia y equilibrio, sus relatos nos muestran encantamientos, hechizos, amores imposibles, guerras tristes, princesas, guerreros, reyes cristianos y moros, una exhibición de lo que fue esa apasionada y sangrienta mezcla de árabes y cristianos que duró casi 800 años y constituyó entrañablemente a España.

Las leyendas recogen la ilusión de que, rompiendo las rígidas leyes del tiempo y el espacio, se recuperan esos mundos perdidos…De repente, gracias a un talismán, se abre la montaña y descubrimos a un caballero hechizado desde hace 300 años por un alfaquí, nigromante africano, para que custodie el tesoro de Boabdil, último sultán de Granada. O se abre la tierra bajo nuestros pies y vemos desfilar –siempre después de medianoche- el mismísimo ejército encantado de Boabdil, con toda su pompa y esplendor. El mismo Boabdil que en la “realidad” histórica –la frontera es difusa- abandonó la ciudad, rumbo a las alpujarras y en el paso de montaña llamado hoy Suspiro del moro, contempló la ciudad, llorando, mientras su madre le decía: No llores como una mujer lo que no has sabido defender como hombre. Volvemos a verlo en las leyendas, y a caballeros y a princesas encantadas, detenidas en una gloria que nadie se resigna a que haya desaparecido para siempre.

La Alhambra fue, junto con el Museo del Prado, el único lugar para el que reservamos entradas por internet. Es el monumento más visitado de España, con un promedio de ocho mil visitas diarias. Nosotros lo abordamos desde la ciudad por el Camino de los tristes, al borde del río Darro, y luego de cruzar el puente, por la Cuesta de los chinos. Una guía de pelo oscuro, abundante y enrulado, de cuerpo voluptuoso y ojos renegridos, nos llevó de la mano durante dos horas por jardines, fuentes, patios, palacios, salas, torres, conventos, baños, murallas, huertas, plazas y paredes con decoraciones caligráficas en  estuco, minuciosas, con poemas, en los que se repite cinco millones de veces la sentencia: “Sólo Alá es el vencedor”. Como una doncella encantada, nos dejó después, y desapareció en los jardines del Generalife.

El encantamiento siguió con los aromas alrededor de la Catedral, donde la familia Perez Guzmán tiene, desde hace 78 años, la concesión eclesiástica para montar el gigantesco puesto con especias, tés, y frutas secas. Cuando pude arrancar a P. de la embriaguez de esos aromas, seguimos el paseo hacia el centro, donde sucesivamente disfrutamos de la música de un organista ucraniano; vimos una calesita tracción a sangre (el “carrousel ecológico”, que el calesitero hace girar con la fuerza de sus piernas, montado en una bicicleta fija); un puesto de pan en medio de una plaza pública (con clientas cotidianas, que en su mayoría llevaban pachata y pata negra); un restaurante con la estatua del Quijote sentado a la mesa, servilleta al cuello, a punto de comer; puestos callejeros de venta de verduras, pescados y mariscos, (degustaciones por 1 euro de porciones de rape, jurel, bonito, pintarroja, cornalitos, gambas); frascos abiertos con preparados de aceitunas, bacalao, alubias, jamón, orejones más la opción de beber sangría, sidra, tinto de verano, vinos diversos. Una fiesta para los sentidos, que sellamos en un bar cuyo dueño era oriundo de las alpujarras. Allí probamos al fin el gazpacho, y yo digerí una tapa de jamón serrano con aceitunas y ajíes. El dueño del bar nos insistió –y nos convenció- de visitar su tierra, y nos recomendó fervorosamente el “plato alpujarreño”.

Pasamos la Colina de los suspiros sin mirar atrás y nos metimos en la tierra alta y fresca de las alpujarras, una región que comienza en Lanjarón, y se interna viboreando en la ladera sur de Sierra Nevada. Son ciento treinta pueblos colgados de la montaña, algunos a más de mil metros de altura, que conforman un “delirio de belleza permanente”, al decir del poeta Juan Gutierrez Padial. Aquí se refugiaron los moriscos expulsados de Granada, y luego se rebelaron, en 1568, contra los cristianos. Paramos en Pampaneira, un pueblo de 350 habitantes, que nos saludó con el hospitalario lema: “Viajero, quédate a vivir con nosotros”. Nos quedamos esa noche del sábado 3 de mayo, en plena fiesta de la Santa Cruz y de San Blas, en el hospedaje Antonio, donde el propio Antonio nos atendió, y nos ofreció un cuarto con balcón a la plaza del pueblo, desde donde vimos a los reconcentrados parroquianos jugar a los naipes –un torneo de Rentoy, parte de la programación oficial de la fiesta-, los fuegos artificiales, y más tarde la velada musical con el trío Chavira. Y fue el propio Antonio el que nos ofreció la cena: el plato alpujarreño, todo para mí –cerdo, morcilla, chorizo, longaniza, jamón serrano, papas a lo pobre con huevo frito-, berenjenas con miel, paltas, aceitunas, cangrejo, tomates secos, queso, sangría y vino casero –vijiriego, de las propias viñas de Antonio-.

Luego salimos al aire fresco de la montaña, y en la plaza nos sorprendió el comienzo de la procesión. El rojo de Granada se había mudado al verde de los valles, al marrón tenue de la piedra, y ahora a la transparencia estrellada del cielo, que entraba por todos los rincones y se marcaba en las siluetas de las casas y los peñascos. En el silencio y la media luz de la plaza, empezó a andar la procesión lenta y circunspecta, encabezada por la  imagen de San Blas, patrono del pueblo, llevada por procesantes vestidos con túnicas blancas, y acompañada por una banda de vientos, cuya música empezó a vibrar y parecía surgir del mismo aire que nos rodeaba. Nos internamos por las callecitas del pueblo, que subían zigzagueando, hacia alturas llenas de rincones oscuros, entre casitas de ventanas abiertas. Al llegar a una cima, y antes de comenzar el regreso, la orquesta, que integraban nueve hombres y una mujer, empezó a tocar un tema dulcísimo, que después supimos es “Caridad del Guadalquivir”, marcha procesional de Paco Lola (Francisco Joaquín Pérez Garrido). Escúchenla, será la mejor manera de compartir las emociones de ese momento (está en la web).

La fiesta siguió al día siguiente, domingo 4 de mayo, con la actuación del grupo Batukeira –ritmo de montañas-, y finalizó con el “entierro de la zorra”, un muñeco de papel, relleno y ajustado con explosivos, al que pasean por el pueblo y luego queman. Una antigua costumbre de origen incierto, aunque se supone que forma parte de antiguos rituales de conjuro a animales peligrosos o dañinos para las comunidades –zorros, alimañas-, que son atrapados, exhibidos, y destruidos con un sermón burlesco como despedida.

Fiesta, amor, guerra… Irving escribe, con sarcasmo, sobre “…las innumerables fiestas que en España se celebran, que son más numerosas que los días de trabajo”. Y sobre el amor, le hace decir a una paloma que es “el tormento de uno, la felicidad y el agrado de dos, la disputa, la antipatía y enemistad de tres”. Las fiestas y el amor, pero también la guerra ha regado generosamente esta tierra. Alpujarras tuvo la suya, a partir de la rebelión morisca, y duró tres años (1568-1571). La tolerancia inicial de los Reyes Católicos fue corriéndose hacia la intolerancia, que culminó con la premática de Felipe II, que prohibió a los moriscos el uso de su idioma, vestimentas, religión, bailes, costumbres, en un intento de cirugía mayor que no hizo más que empujarlos a la rebelión. Todavía hoy, las páginas web de las alpujarras leemos el elogio al pasado árabe: “los musulmanes dejaron una huella imborrable en la región. De hecho, encontraron su paraíso en la tierra”. Como dijo Borges en su conferencia sobre Las mil y una noches, “este es un episodio más de un largo diálogo entre oriente y occidente, diálogo no pocas veces sangriento”.

 

VI

Nostalgias de Hispania

En famosas guerras, tan famosas como crueles (las llamaron “purinos polemos”, en griego antiguo, “devastadoras guerras”), los romanos sometieron a los lusitanos, el pueblo originario que ocupaba Extremadura. Les costó mucho derrotarlos, en luchas parejas y sangrientas, hasta que Serbio Suplicio Galba convocó a un gran acuerdo de paz, y cuando 30 mil lusitanos acudieron, sin armas, a la entrevista, su ejército masacró a nueve mil y vendió  los demás en la Galia, como esclavos. De esta generación de traicionados surgió Viriato, líder que usó el resentimiento y las artes de la guerrilla para mantener en vilo a los romanos durante años, y fue también la traición el modo de vencerlo (lo mataron sus lugartenientes, sobornados por los romanos). Viriato se convirtió en mito, un mito clásico, al reunir en sí valentía y tragedia y muerte joven. Y sus hazañas quedaron, como quería Homero, inmortalizadas en los cantos de los poetas. Quevedo le dedicó un poema; párrafos elogiosos los propios historiadores romanos, y pintores y escultores hicieron obras en su honor. Sobre este cúmulo de crueldades y crímenes se edificó en Extremadura la hermosa civilización romana: calzadas, puentes, arcos, teatros, circos, templos, embalses y acueductos de altísimas columnas, sobre las cuales hoy reinan las cigüeñas, como ángeles custodios, bajo un cielo límpido, impasible.

Recalamos en Zafra, antes de llegar a Mérida, porque nos gustó el nombre, y estábamos cansados. Fuimos a la deriva buscando hospedaje y dimos con un antiguo convento franciscano que funciona como albergue para peregrinos del camino de Santiago. Había disponibilidad, y alquilamos una habitación por 30 euros, el precio más bajo de todo el viaje. El edificio conservaba esencialmente su estado primitivo, techos altos, paredes anchas, espacios amplios y a la vez acogedores que invitaban al silencio y el recogimiento. Y además estaban los devotos caminantes, un heterogéneo grupo de extranjeros, con aire reconcentrado y aspecto deportivo.

Ya ubicados salimos a la suavidad de la noche y caminamos por calles pacíficas hasta que dimos con el mesón La Fea, que nos atrajo por su aire de fonda pero también por la curiosidad de conocer a la propietaria. Nos atendió una moza joven y bonita que nos convenció rápido de las virtudes del lugar; la fea estaría adentro, pensamos, y nos dejamos conducir al comedor interno, sombrío y sin ventanas, pero muy bien diseñado con motivos taurinos. La Linda nos trajo la carta. Yo había leído minutos antes, en pizarras de restaurantes, ofertas de “jabalí con mermelada de fresa”, “venao estofado”, “muflón con boletus” y “conejo ajillo”, pero no pude no elegir “Rabo de toro”, un estofado servido con una salsa preparada con cebolla, ajíes, ajo, zanahorias, tomates, puerro y laurel; P. armó su ensalada con la precaria oferta vegetariana en ese reino de muerte y sangre animales. Desde las paredes nos miraban amansadas cabezas de toros y cuadros con recortes de diarios y fotos, en los que un mismo torero era el héroe. La moza contó que el gran torero era su abuelo, y ya dije que no era fea, pero sí áspera y de pocas pulgas. Lo demostró al defender las corridas de toros con muerte: “Ese es el destino de los toros, morir en la plaza, están para eso”. Más tarde vimos un cartel anunciando una corrida en Almendralejo, a beneficio de Cáritas. Con 6 novillos y 6 toros de El Madroñal, y la participación de los toreros Joa Moura Caetano, Leonardo Hernández y Andrés Romero.

Con el sueño del toro en las  venas, y acogidos por el aire santo del monasterio, dormimos mansamente, nos levantamos temprano, desayunamos como falsos peregrinos, y partimos a recorrer la pequeña ciudad, cuya perla y orgullo son dos placitas céntricas –la chica y la grande- unidas por un angosto portal. Y fue una fiesta descubrir el negocio del productor de jamón Joaquín Luna. Vendían al paso unos sandwiches exquisitos y sanos: el local estaba ilustrado con afiches explicativos de las cualidades del “jamón ibérico”, producido con cerdos que se alimentan exclusivamente con bellotas de encina, en las propias dehesas de don Joaquín. Yo creí haber llegado al paraíso. El jamón crudo, tan señalado por los médicos como enemigo de la salud, es aquí una suerte de elixir, productor de colesterol bueno, antioxidante, proteicto, protector cardiovascular, vitamínico, abundante en minerales, zinc y ácidos grasos monoinsaturados. ¡Jamón crudo en lugar de rosuvastatina! ¡Y más barato!

Entonces vimos las ruinas de Mérida, las mejores conservadas después de las de Roma. Llegamos al acueducto sobre el río Albarregas, llamado “de los milagros” porque es increíble que todavía se mantenga en pie. Caminamos bajo el sol, luego cruzamos el puente y por la ribera derivamos al centro de la ciudad. Los romanos, al igual que los árabes, estuvieron 700 años en la península, pero mucho antes: desde el siglo II a.C. hasta el V d.C. Y fueron los fundadores de todo, y fueron cristianos, por eso hay una continuidad entre romanos-visigodos-cristianos, que no existe con la cultura árabe. La presencia del pasado romano es señal de identidad para los extremeños, y reflejo de esto un abundante merchandising, en crecimiento, así como fiestas que recrean las costumbres de la Hispania. Si el mito heroico lusitano se fijó en Viriato, el hispano tiene uno singular: el auriga Cayo Apuleyo Diocles, nacido en Mérida, en el año 104 DC. Fue el ídolo que produjo Hispania para todo el Imperio, y su carrera es posiblemente inigualada hasta hoy: a lo largo de 24 años, compitió en 4257 carreras y ganó 1462. En una librería de Zafra encontré una novela histórica publicada en el 2004, titulada “El auriga de Hispania”, de Jesús Maeso de la Torre, basada en este ídolo global. Según el historiador Peter Struck, Diocles es el deportista mejor pago de la historia. Ganó 35.863.120 sestercios, equivalente a 15 millones de dólares. Por encima de Tiger Wood, Michael Jordan, Roger Federer y Lío Messi. Sobre estos héroes de guerra y deporte, y muchos otros que sería largo enumerar –deberíamos aquí recordar a visigodos y árabes- dejaron su huella en América una lista de célebres extremeños: Hernán Cortes, Francisco Pizarro, Nulfo de Chavez, Alonso Valiente, Vasco Nuñez de Balboa, Almagro, Orellana, Pedrarias del Aligmesto, secretario de Lope de Aguirre, la mayoría hijosdalgos sin propiedades ni oportunidades. También los extremeños fueron record en los primeros siglos de la conquista: 15000 en el S. XVI, 5000 en el XVII.

Al fin en Mérida recorrimos parte de los monumentos romanos: el anfiteatro, el teatro, el templo de Diana, y la alcazaba, construida por los árabes de Abderramán II en el 813. Fue toda una tarde de sol intenso, que nos alcanzó para estos tres lugares, y un paseo por las calles. En pleno mediodía fuimos a un mercado a comprar una bebida bien fría, y reincidimos en el tinto de verano Don Simón. “No tiene mucha graduación alcohólica”, nos dijo la vendedora, “si no se lo toman de golpe no pasa nada”. Antes de las dos de la tarde nos tomamos el litro y medio, bien frío, alimonado, irresistible. En el último monumento visitado, terminamos riéndonos sin parar sobre las bases de qué se yo qué columna o mezquita o cabeza de toro, P. con la botella de plástico agitándose en  sus manos.

En Cáceres repetimos la fórmula y fuimos al albergue de peregrinos Las Veletas. No tenía la atmósfera religiosa del convento de Zafra, y lo atendía un matrimonio español demasiado amable y ruidoso. Y había más peregrinos, igualmente devotos y deportivos. Llegamos al lugar luego de una larga peripecia, donde sufrimos otra vez las desventuras del parking, la dificultad para encontrar un espacio donde estacionar el auto, a no ser que uno esté dispuesto a pagar mucho, aunque de todos modos no se solucione el hecho de quedar lejos del hospedaje. Logramos un hueco frente a una plaza, y recorrimos cuatro cuadras en subida hasta el albergue. La otra cuestión fue llegar al domicilio Margallo 36, copiado en el GPS, que no hizo más que enloquecernos con la palabra recalculando, repetida como un mantra kafkiano, ante la maraña de manos y contra-manos, calles sin salida, peatonales, etc.

Sólo durante ese atardecer paseamos por la ciudad vieja de Cáceres, que no es un monumento extático, sino ciudad activa que se mantiene igual que hace siglos. Allí viven los descendientes de las familias nobles, hoy muchas de ellas empobrecidas, y ligadas a un patrimonio valioso pero económicamente inútil, pues han declarado sus casas monumento intangible, y no pueden venderlas ni reformarlas. Entrar a esa ciudad es un viaje al pasado.

Nuestra visita terminó purificada por el fuego. No el sagrado, sino el que surgió de las viejas lanas de un sofá, abandonado en el patio del albergue. Hasta él voló una irresponsable colilla de cigarrillo, y a las tres de la madrugada al grito de ¡Fuego! ¡Fuego! nos hicieron salir a todos en calzones a la calle, en medio del humo y la desesperación. P. quiso seguir durmiendo, creyendo que soñaba, y tuve que insistirle que íbamos a quemarnos vivos en unos minutos. Recién entonces, resignada, se levantó… No hubo víctimas, y a la mañana temprano partimos hacia Badajoz, luego de comprar una torta del Casar, producto de marca local que nos endulzó la mañana luego de la aventura.

Para ir de Cáceres a Badajoz tomamos la ruta Ex 100, y nos vimos envueltos en un paisaje agreste de sierras y montes que nos invitaba a bajarnos a estirar las piernas y a internarnos unos metros para apreciar árboles y flores. Se veían carteles de cotos de caza, donde se practica tiro al pichón. Hicimos un pic nic allí, en un remanso cerca de Puebla de Ovando –poblado incrustado en el valle, que se veía dese la altura donde estábamos-. Busqué mi libreta. Había anotado algo que no entendía –me pasa con frecuencia-. P. se alejó por un sendero salpicado de flores amarillas, entre árboles de troncos carcomidos (¿alcornoques? ¿encinas?). La vi desviarse del camino, arrancar la flor de diente de león -un plumerillo-, levantarlo y soplarlo: los pétalos volaron, desintegrándose en la luz. Miré bien y reconocí el texto: “pista de petana”. Un cartel que había visto en una plaza de Cáceres. Indicaba una cancha de bochas. Al lado, había anotado otro nombre: “Barraeca”. Era la  denominación indígena del río que los romanos habían mantenido (y los árabes rebautizaron Albarregas). Es que los romanos, que tanto destruían, se cuidaban de los dioses de los pueblos que conquistaban. En este caso, del dios fluvial, para que éste protegiera las obras públicas que estaban construyendo.

 

VII

Ventana a Portugal I

Pasamos de España a Portugal por Badajoz, y tuvimos enseguida la impresión de haber entrado en un país menos desarrollado, deshabitado, abierto; hasta el aire parecía más antiguo y poblado por fantasmas tristes, melancólicos. Casi nadie recorría las rutas, y los peajes eran estaciones vacías, manejadas por una computadora. Entramos en Lisboa, y ante el desconcierto –no habíamos reservado hospedaje, porque nos gustaba jugar en esos márgenes de improvisación, aunque a veces nos arrepintiéramos- nos detuvimos en una estación de servicio. No tenía wifi. Dejamos el auto y caminamos hasta el shopping Amoreiras.  Allí subimos y bajamos y recorrimos patios hasta poder conectarnos, entrar a airbnb y ubicar a Priscila Fernandes, una joven que ofrecía un ático en pleno centro. Fue un pequeño milagro: caía la tarde, y cuando ya se agotaba la batería de nuestra compu, con el último suspiro, concretamos el alquiler. Fue el momento de retomar el uso del GPS, que habíamos dejado de lado por impericia, y también porque en algunas circunstancias, más que orientarnos, nos confundía. Apuntamos al centro de Lisboa, y empezamos a dar vueltas, con la gallega recalculando infinitamente. Al cabo de una hora, no pudimos penetrar la maraña de peatonales, manos y contra-manos. Nos resignamos a contratar un parking pago, frente a la plaza de los Restauradores. En las fauces de estacionamiento, bestia que nos comería el bolsillo, apareció de la nada un franelita que nos ofrecía un espacio libre. Agitaba el trapo con sus manos callosas, y nos clavaba sus ojos saltones, trabajados por el alcohol. Frenamos, y cuando le preguntamos por el parquímetro, nos dijo que no  hacía falta, que le pagáramos a él. Ante la confusión que nos produjo la propuesta, consultamos a un grupo de taxistas que conversaban en la vereda, a pocos metros de nosotros. Uno de ellos -joven, bien vestido y educado-  nos dijo, resignado a ser veraz: “ahí no se puede estacionar, si vienen los inspectores, te llevan el auto”. Decidimos entonces bajar al estacionamiento y cuando el franelita lo advirtió, la emprendió a los gritos e insultos contra el taxista, que se mantuvo imperturbable. Solo en una ocasión levantó la voz para decirle, como disculpándose, pero convencido: “no se puede engañar a la gente”. Más insultos del franelita, indignadísimo porque el otro le sacaba el pan de la boca, y hasta parecía que iba a agredirlo, pero no pasó de aparatosos amagues: se alejó, muy ofuscado y mascullando. El taxista nos dijo que no nos preocupáramos, que no iba a pasarnos nada. Subimos al auto, dimos la vuelta y entramos al parking, entristecidos por el episodio que nos hizo olvidar que estábamos bajando a una sangría de 40 euros -20 por día-.

Nos largamos por las calles y las calles, aturdidos por el ronroneo de las rueditas sobre las baldosas de las veredas, y llegamos a nuestro nuevo destino: Rua do Carmo Nº 91. Insisto: genial el sistema airbnb, pero no es para cualquiera. El bulín, magnífico, estaba en un edificio antiguo de cinco pisos, sin ascensor. Por angostas escaleras, con dificultad, nos arrastramos con las valijas hasta allá arriba. Priscila nos entregó las llaves, nos dio algunas indicaciones domésticas -¡tenía lavarropas!- y nos sugirió comer en Adega da Mó. No encontramos el restaurante –yo había anotado Rua dos Sapateiros 99, y es 199- así que nos metimos en los recovecos del centro y fuimos a dar a un restaurante estándar, en la Rúa dos Correiros, donde el mozo, un hombre bajo y robusto, de gestos amables y rápidos, se emocionó hablando de la sopa alentejana, una potente combinación de caldo, pan, aceite, ajo, perejil y huevo frito. De familia pobre, campesina, era el menú de toda su dura infancia en Évora, región del Alentejo.  “Yo dormía con los caballos”, contó, “esta sopa era la dieta diaria contra el frío que me preparaba mi abuela”. Luego trajo un plato de garbanzos para P. y un bacalao para mí, incomible de tan salado, que tuve que apagar a grandes sorbos de vino Branco Verde, del Casal de García. García me conquistó inmediatamente; el romance duró unos días, y ambos disfrutamos de un breve gran amor.

Ni la luz de Madrid, ni el olor a piedra vieja de Toledo, ni el aire de encantamiento, ardientemente mágico, de Granada. Lisboa es densa, y atrae como un imán oscuro, invisible, de danza, de alcohol, de puerto; ciudad ajada y vieja pero también lujosa y aristocrática, convivencia misteriosa de contrastes a flor de piel, contiguos, con mendigos negros y blancos que cantan hasta la medianoche su letanía antes de irse a no se sabe qué cueva a dormir su hambre.  Hoy, es una ciudad de escenografía mutante: los edificios cambian de piel, hay construcciones a medio terminar, viejas casas derrumbándose solas o por acción demoledora del capital turístico que incorpora hoteles, restaurantes, negocios, en forma constante. Recorrimos temprano los alrededores del castillo del Rey Jorge, y el barrio de la Alfama, que se preparaba para una fiesta popular (San Antonio de Padua, nacido aquí, muerto allá). Triste, colorido y antiguo, pegado al centro, me recordó el Albaycín de Granada, y también la nostalgia del conserje de Toledo, que protestaba porque el turismo había sepultado el barrio de su infancia. El Alfama está detenido en una precariedad verdadera y turísticamente atractiva, y no es pobre en joda, no es una escenografía montada para el turismo; es pobre de verdad, y así se muestra semidesnudo en los balcones, las ventanas, las puertas, las veredas, los bares minúsculos como la Tasquinha d’guinda, donde “por solidaridad” tomamos una copita de licor de guinda. Nos perdimos  en sus callejuelas, entre balcones con la ropa colgada y macetas llenas de flores, hasta desembocar en la Plaza de Comercio, donde nos sorprendieron enormes fotografías de homenaje a la Revolución de los Claveles, del 25 de abril de 1974 (la ciudad toda estaba tomada por alusiones al 40º aniversario de esta revolución que terminó con la dictadura de Salazar).

La celebrada nostalgia portuguesa de esos tiempos heroicos nos llevó de la mano a dos luminarias de la cultura local: el museo del Fado y la Fundación José Saramago. En el primero te das un baño del tango local, más dulce y triste que el nuestro. Un museo muy completo, casi exhaustivo, donde se destaca el proyecto de documental que tiene como objetivo “captar lo invisible y explicar lo que no se explica: descifrar el fado”. Apunté en mi libreta, junto al nombre central de Amalia Rodrigues, los de María Da Fé, Ivan Lihn, y Carlos Saura. En la fundación del Zar y Mago de la novela, lúcida conciencia de nuestro tiempo, me gustó que, entre las alusiones a obras y premios, se destacaran sus discursos, dulcemente ácidos. Cuando recibió el Premio Nobel de literatura, en 1998, dijo algo que reforzó nuestra el testimonio del mozo alimentado a sopa alentejana:

“Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mau-Tempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de «Alzado del suelo» y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos. No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo”.

En Sintra vimos, tal vez, lo más bello de todo el viaje: la pequeña ciudad y el conjunto de monumentos y parques. Subimos al Palacio dos Mouros, fortaleza defensiva que llega al cielo y domina todo alrededor, incluyendo el mar. Y luego al Palacio Da Pena, que como el Taj Majal, como Medina Azahara, es una construcción desmedida inspirada por el amor, el lujo y el poder (la fantasía de Dinis, rey romántico y poeta). Por un camino angosto, saturado de árboles de toda especie, volvimos al centro de Sintra; muy concurrida por el hormigueo del turismo. En una esquina, un cantor callejero entonaba “Los bailes de la vida” de Milton Nascimento. Llegaban micros con turistas, diez, veinte, centenares de micros que vomitaban gente de todos los colores. Huimos rumbo a la costa, y respiramos en una cafetería a orillas del río Lizandro, agua mansa que se disuelve en el mar, justo allí. Se abrió desde entonces, hacia Ericeira y camino a Peniche y con puerto en Porto, una experiencia diferente, un paisaje de playas de fuerte oleaje, y un raro entretejido de montañas y campos, amplio, disperso, mudo frente al agua infinita y azul, como una leve escritura sobre la tierra, de trazos a mano alzada, livianos, esfumados. Así se me presentó entonces el paisaje de Portugal que intento vislumbrar en la velocidad de este viaje, desde una ventana demasiado pequeña para un país denso y hermoso. Un hombre que viaja es un hombre que mira a través de una ventana el limitado paisaje que abarcan sus ojos y se ilusiona con descubrir, en el vasto mundo siempre diverso, siempre el mismo, algo diferente, algo mejor que lo que trae en su mochila. La fugacidad con que pasa de un lugar a otro le crea la fantasía de que su pueblo chico-infierno grande, no está en todos lados.

 

VIII

Ventana a Portugal II

Quien viene del mar se asombra del mar, porque –como escribió Borges- “quien lo mira lo ve por vez primera, /siempre, con el asombro que las cosas/ elementales dejan”… Este que vemos ahora, con asombro renovado, es el mar de Luis de Camoes, poeta que Saramago define como “un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura”. Camoes cantó, en el siglo XVI, “las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de Os Lusíadas (los lusitanos)”, conducidos por Vasco Da Gama.

Mirándonos en el espejo de este mar fuimos por la ruta costera Nº 247, desde Foz de Lizandro hasta Peniche. En la soledad inmensa de esa primavera, algunos surfistas reinaban como peces, en embarcaciones veloces, rápidas como los caballos de agua que montaban. El mar de Camoes: con un golpe de brisa llegó una música que parecía provenir de la mítica caracola de Tritón: un sonido grave multiplicado, que iba y venía como el oleaje. En el canto VI de Os Lusiadas, el dios Neptuno interviene a favor de Vasco Da Gama y sus hombres, que están en grave peligro: “Juzgando ya Neptuno que sería/ extraño caso aqueste, llamar manda/ a Tritón a los dioses de agua fría/ y a los que habitan una y otra banda. /Tritón, que de ser hijo se gloría/ del rey y de Salaucia veneranda, /era mancebo grande, negro y feo,/ trompeta de su padre y su correo./La concha que llevaba, retorcida, /con tanta fuerza y brío la soplaba/ que en un punto de todos fuera oída/ según en la mar ancha retumbaba…”

Portugal es agradecido con Tritón y en el Palacio Da Pena su figura monstruosa, mitad hombre, mitad pez, resalta en el pórtico que lleva su nombre. Pero esta música no venía del mar, como yo imaginé, sino de unos molinos a la vera de la ruta, con las astas coronadas de cuencos de cerámica, que al girar sonaban como hondos caracoles. En una panadería nos detuvimos a observar uno de estos molinos, sin utilidad aparente más que la de poblar el aire de sonidos encantadores. (Inútiles. Sin embargo ese pan todavía tibio que saboreamos mirando girar la rueda, con el cielo y el mar de fondo, parecía contener en su sabor algo de esa música).

Fue el panadero quien nos sugirió que durmiéramos en Peniche, península-ciudad que es un dedo de la tierra metido en el agua, envuelta en la brisa del mar, y el día que llegamos, -10 de mayo de 2014- cubierta por la llovizna y una neblina leve, en la que resplandecía el plumaje blanco de las gaviotas. Estacionamos sin problemas frente a la plaza, y nos hospedamos en el residencial Maciel, el primero que vimos. Su propietario es un nativo, pescador, que hizo fortuna con el turismo. Curtido, rudo, amable, astuto, sólo acepta efectivo, y te cobra con una sonrisa mientras mete la guita en una caja. Nos sugirió cenar en el restaurante A Sardinha, que como atractivo destacado tiene la opción de elegir la presa viva de una gran pecera. Me entusiasmé, pero no fue posible, porque los peces son grandes, y hacen falta varios comensales. Así que le entré a una porción de pez espada grhelado, y compartí con P. sopa de legumbres, arroz simple con verduras, y vino verde Alvarihnos, un pariente cercano del Casal García.

A Sardinha es un restaurante tradicional, austero y nostálgico como un pueblo de pescadores fuera de temporada (o como un barco enorme, vacío y quieto, que espera amarrado al puerto). Estábamos solos hasta que llegó un señor que se instaló en la mesa contigua a la nuestra. Nos saludamos. Al rato, empezó a hablar, sin dirigirse a nadie. Luego nos miró, y buscó entablar conversación. Amablemente intercambiamos algunos datos básicos. Enseguida retomó la conversación, unilateralmente, y comenzamos a conocer su vida, sus viajes, sus desventuras amorosas, su soledad, sus conocimientos, su ideología, sus conceptos sobre la política, la historia de Portugal… En las pausas, llamaba a la camarera para protestar por la comida o por alguna demora o para hacer un comentario. Al rato se acercó un mozo y lo absorbió, trabándose en charla con él. Era evidente que lo conocían, y usaban ese recurso para que los turistas llegados de 10 mil kilómetros de distancia pudieran comer en paz…

Llegamos al gran ombligo: Porto, a la vera del río Dauro (el Duero español). Una ciudad “mejor balanceada que Lisboa en la proporción entre ricos y pobres”; una hermosa ciudad que fue elegida por los turistas, en una votación abierta, “la más linda de Portugal”, derrotando a Lisboa, su eterna rival. Este duelo histórico de ciudades se refleja en el fútbol, entre los equipos de Benfica y Porto. Los de acá, encendidos por esta rivalidad prefieren a Messi antes que a Ronaldo, aunque éste sea portugués, porque jugaba en el Benfica. “Tiene mucho dinero pero poca cabeza”, dicen del genio del Real Madrid, nacido en la isla de Madeira.

En Porto nos impactó el paisaje de viejos edificios de varios pisos, con balcones coloridos que miran al río, y el movimiento incesante de barcazas de pesca artesanal y de paseo, cargadas de redes o de turistas. En el poco tiempo que estuvimos, paseamos en el tranvía eléctrico que recorre la costa, cruzamos el puente para visitar las bodegas del famoso vino, y nos detuvimos a escuchar el canto de los ángeles en la iglesia de las Carmelitas –un coro acompañado de un profundo órgano, durante la misa-.

La religión, con el culto central de la Virgen de Fátima, es la tercera “F” que los portugueses suman al Fado y al Fútbol, para caracterizar la cultura durante la dictadura de Salazar. A propósito, también en Porto había alusiones al 40º aniversario de la revolución de los claveles del 25 de abril de 1974. Los altos edificios exhibían afiches con la portada de Os Rapaces do Tanques, libro de Alfredo Cunha y Adelino Gomez, que reveló por primera vez lo ocurrido en uno de los momentos decisivos de la revolución: el cabo Alves Costa desobedeció la orden del Brigadier Junqueira Dos Reis, leal al régimen, y no disparó sobre Salgueiro Maia, líder de la columna revolucionaria, a quien tenía en la mira. El cabo Alves Costa volvió a Portugal para la presentación del libro, y contó que no fue una decisión suya, sino que el comandante del tanque dio la orden de no disparar: “O cabo Alves Costa, da Póvoa de Varzim, explica pela primeira vez, 40 anos depois, a verdadeira razão que o levou a tirar o dedo do gatilho: «O comandante do carro, o alferes Sottomayor, deu ordens para ninguém fazer fogo», disse ao CM. É uma regra de ouro dos ‘rapazes dos tanques’ – só recebem ordens do comandante do carro”.(Correio a Manhà, 26-3-2014) Alves Costa, después de perder la ocasión de matar a Maia, se encerró en el tanque para evitar que el Brigadier Junqueira, que lo buscaba indignado, lo fusilara de un tiro en la cabeza. Y vivió para contarlo.

Como Lisboa, Porto es una ciudad infinita, y nosotros, a vuelo de pájaro la recorrimos, y dejamos en estas páginas apenas unas pocas impresiones… Lo más pequeño agobia menos, y esto ocurrió en Viana do Castelo, bella ciudad en la que nos detuvimos rumbo a Galicia. Belleza maleable, al borde del río Lima, paisaje de campo y mar, que nos recibió con los preparativos de “Viana Florida”, fiesta que se desarrollaría entre el 13 y el 18 de mayo. En la Praza da República ya había clima festivo, con puestos de verduras y frutas, mientras que en una parrilla apoyada en el suelo asaban chorizos de carne de porco, de barriga, y de cebolla. Alrededor sonaban algunas guitarras y se ensayaban pases de baile. Frente a la plaza descubrimos el Museo del Traje, donde P. se perdió mientras yo me acodaba en la barra con un choripán de barriga, para sacarme la intriga más que el hambre, y sorbía un vasito de vino. Luego fuimos a conocer la catedral, construida en el siglo XV, en estilo “gótico final”, sobre cuya base se agregaron construcciones de estilos renacentista, manierista y rococó. También conocimos la Casa Dos Velhos, distinguida por una notable arcada, cuyo primer propietario, Joao Velho, fue un célebre navegante, miembro de la Cofradía de los mareantes, que realizó varias expediciones al Congo.

El último pueblo de Portugal que visitamos fue Ancora, a pocos kilómetros del río Miño, frontera con España. Una villa de pescadores, que reposaba como un mar en calma, vacío de gente y de movimiento. Antes de entrar en la tierra de Santiago convoco otra vez a Saramago para rendirle homenaje a Luis de Camoes y su otra epopeya: las dificultades que tuvo para encontrar editor para la que fuera después la obra literaria más importante de su patria. Al recibir el premio nobel 1998 dijo Saramago: “Ninguna lección a mi alcance que yo fuese capaz de aprender, salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoes en su más profunda humanidad: la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoes, aunque no escriban las redondillas de Sobolos ríos”.

Seguimos viaje al norte, con la felicidad de estar fuera del tiempo, en un tiempo suspendido, y nos cruzamos con el poeta y viajero Ricardo Rabitti, quien nos ayuda a poner en palabras esta experiencia: “Yo creo que uno viaja porque viajar es lo más cerca que se puede estar de la inmortalidad. Cuando uno se mueve en el espacio, el tiempo está quieto en una suerte de constante y provisorio presente. Se está adánicamente ahora con un desconocido, se le hacen declaraciones y hasta confesiones que no se le harían a nadie, y al momento siguiente el tren ha partido, el desconocido desapareció en alguna estación y aparece ante nosotros un nuevo presente virginal, sin la acumulación de otros tiempos. En cambio, cuando uno está sedentario, quieto en el espacio, el tiempo se mueve y va acumulando en uno pasados, engrosa la vida vivida. Me pasa acá en mi pueblo, donde nací y me crié. A veces ando en bicicleta por alguna calle que no frecuento a diario, y me acuerdo, es decir, se me superpone e invade mi presente el recuerdo de que en tal esquina una chica me dijo que no, o en otra tuve la revelación de lo que iba a ser toda mi vida… (como dice Onetti, esas cosas que uno comprende de chico y después se pasa toda la vida buscando las palabras adecuadas para poder decirlas.) Así que por esa impresión, como digo, ‘de inmortalidad adánica’, de ser uno siempre el mismo en la instantaneidad del presente, y en todo caso de ser los demás los que cambian, porque uno pasa de un paisaje, natural y humano, a otro, estoy seguro que prioritariamente es que me gusta viajar. Para saborear ser como los personajes de Homero, según Auerbach, para quienes cada día era como el primero”.

 

IX

Galicia en el fin del mundo

En Santiago de Compostela hicimos pie fácilmente, guiados por el GPS, en un apartamento que tenía al lado la peluquería unisex “Aina” en la que me entregué a un rápido corte que me dejó ligero y casto como un santo. Enfrente, entre locales antiguos, sobresalía un negocio dedicado a la cannabis (“Mundo canabo, primeiro grow shop dos países celtas”) y a pocos metros una verdulería cuya dueña coleccionaba monedas de países del mundo, con quien hicimos minuciosos canjes por frutas. Pero mucho antes de este panorama barrial de la Rúa dos Basquiños está nuestra visita al centro de la ciudad el atardecer del primer día, para tomar vista de su ombligo, el célebre santuario. A la mañana siguiente pudimos ver una réplica del botafumeiro, lo más aproximado al verdadero que tienen los compostelanos porque el original se lo llevaron las tropas napoleónicas y lo convirtieron en un puñado de monedas de plata.

El Bibliotecario del museo de la catedral que nos explicó estos avatares era uno de los cofrades de Santiago que maniobraba el botafumeiro en las grandes ceremonias, y si bien yo prometí en el primer relato de este viaje no volver a hablar de los japoneses, debo contar que gracias a ellos pudimos disfrutar de esta vertiginosa experiencia.

Habíamos notado en las calles empedradas y antiguas la exótica presencia de monjes nipones que iban y venían ceremoniosos y en grupos y los habíamos visto ingresar en fila al lujoso hotel de los Reyes Católicos. Allí nos dirigimos y nos enteramos por los conserjes de que se festejaba la Semana del Japón, en el marco de una política de integración entre Santiago y Tanabe, ciudades de referencia de dos de las rutas de peregrinación declaradas patrimonio de la humanidad: el camino de Santiago y el Kumano Kodo.Por lo tanto los japoneses habían copado la ciudad para bien de todos y de los sagrados administradores de la catedral, porque pusieron la guita para que se hiciera la volada aunque no fuera domingo. Algunos católicos conservadores se quejaron de la invasión, porque se habían realizado rituales tradicionales japoneses en la catedral y esto fue considerado sacrílego: “Ritual pagano en la catedral”, escribieron en un periódico, refiriéndose con desprecio a los “monjes” y a la política de integración.

Sentados en las primeras filas, cerca del altar, miramos con curiosidad la nave izquierda cubierta de kimonos marrones, mientras los ocho cofrades se acomodaron y empezaron a volar el sahumerio gigante, hamacándose coordinadamente con precisión milagrosa y temeraria (cualquier desvío destrozaría bancos, hombres, mujeres, niños y japoneses). El rito se cumplió felizmente, y el cura leyó y comentó la magnífica parábola del Buen Pastor, que cuida y da la vida por sus ovejas.

Al rato comulgué muy paganamente en la Taberna do Obispo el ansiado pulpo a la gallega, exquisitamente preparado por un experto que declaró que detrás de ese plato, de simple apariencia y fácil preparación (sal gruesa, pimentón y aceite de oliva), había cuarenta años de tradición familiar. P. disfrutó de champignones con salsa de ajo y juntos hojeamos La Voz de Galicia, diario de similitudes tipográficas con El Fundador. Era la edición del 12 de  mayo, y en la página 5 daban la noticia del enojo de las parroquias de Punxzin y Freás con el cura Jesús Conde. El texto estaba escrito en español, pero la voz directa de los testimonios estaba en gallego: “Estamos fartos de que chegue sempre tarde a misa e que ainda por riba nos insulte e ofende as mulleres dicindo que non teñen sentimentos e que son adulteras. Iso no se pode tolerar”, dijo el sacristán Jonathan Veiga Varela, que hace 14 años trabaja allí, y sufrió el maltrato del sacerdote: «Negoume a comuñón porque me dixo que eu estaba vivindo en pecado coa miña moza».

Bendecidos por la buena comida, comentamos el vértigo que nos produjo la bolada del botafumeiro; la austera grandeza de la catedral, y la imagen del Santo de espaldas, con el manto salpicado de caracoles y estrellas, donde el mar y el cielo parecen contenidos y exaltados. Luego, en las calles, vimos la otra imagen de Santiago, la del santo guerrero, tanto o más importante: el que porta la espada, el matamoros de la reconquista y el mataindios de la conquista de América.

Fuimos hacia el cabo Finsterre desde el sur, y tejimos un rosario de hermosos nombres que suenan como poemas, lluvia de voces preciosas como piedras pulidas por el mar: Noia, Esteiro, Muros, Serres, Louro, Lariño, Lira, Carnota, Pindo, Abelleiro, Texoneira, A Capelán, O Boito, Boca Do Río, As Extrañeiras, Vabezeis, O rego da leña, Quilmas, Gures, Fontenla, Corcubión, Amarela, Estarde, Sardineiro, Muxia, Quintan, Suxo, Vimianzo, Boallo, Zás, Brandomil, A Pereira… En Praia do Louro nos detuvimos a mojarnos los pies en el mar y no había nadie salvo una mujer en tetas a la que me acerqué descaradamente a ver qué onda. Era de La Coruña y acompañaba a su marido, un francés nadador que en ese momento pasaba a brazo partido por la bahía, solitario en el mar calmo. Elegían estas playas porque allá arriba el oleaje es bravo, la costa rocosa y el agua muy fría. Tendría 40 años, estaba bien, simpática y muy natural también en sus modales. En Carnota hicimos pic-nic y visitamos el hórreo más largo de Galicia, con 7,60 metros, al lado de la Capilla, al lado del cementerio, y cerca de un cruceiro, conjuro para los demonios del camino. Hórreo, Capilla, Cementerio, Cruzeiro, cuatro puntos cardinales de Galicia… Antes de seguir viaje nos cruzamos con un grupo de jubiladas, una de ellas coqueteó conmigo, cantó un tango, y confesó que hace años que está viuda y “seca” de hombres. Le dijo a P. “cuide a su marido que es muy guapo”. Confusión fruto de la necesidad, pensé.

El Finsterre no es el punto más occidental de Europa, sino el Cabo Da Roca de Portugal. Pero los romanos lo sintieron y nombraron así y el hermoso mito quedó hasta hoy. Punto final de la peregrinación a Santiago, paisaje impactante de mar y montañas, nos recibió como a miles de visitantes, y quedamos extasiados frente a la contemplación del atardecer.

“Para comer, Lugo”, nos dijeron. Y salimos de Santiago rumbo a esa tierra prometida. Después de una caminata por la muralla romana que rodea la ciudad vieja, fuimos a la calle de los vinos, donde nos tentó un restaurante de aspecto muy lugareño: Café Bar Os tres pes. Era una fonda rectangular, angosta y profunda, con la barra a la izquierda, y seis o siete mesas. Pueblerina, familiar, atendida por su dueño, un cincuentón alto y fuerte, de abundante pelo canoso, bigotes grandes de puntas hacia abajo, modales bruscos, casi atropellados, y un decir igualmente seco y cerrado, pero no agresivo, sino como si ocultara una ruda timidez. En la vida tranquila de pueblo, pero de pueblo próspero y con tradiciones largas, parecen haberse forjado estos caracteres enérgicos, amables, francos y cabrones.

Nos ofreció un plato de alubias de la zona y almejas. P. sumó hongos a la plancha, acompañado con vino de Ribeiro, de la comarca de Orense. “No me dé vino, que tengo que manejar”, protesté. “Bah, hombre, aquí no pasa nada”, me contestó, y me sirvió hasta el borde. Dos o tres palabras elogiosas bastaron para que el hombre mutara de tosco a amable, comunicativo y entusiasta. Trajo folletos, y un plano de la ciudad, siempre con gestos torpes y atropellados, pero ya ganado por una alegría casi infantil. Nos sacamos fotos y nos dejó anotado su nombre: Xavier Cid Dieguez.

En la barra, un hombrecito con giba bebía en unas tazas redondas, bajitas, sin asas. Ante nuestra consulta, se dio vuelta, y nos miró con un rostro radiante, que transmitía alegría y serenidad: “Son las tazas tradicionales, lamentablemente se usan cada vez menos”, nos dijo. “Antes se colocaban en hilera, y se iba sirviendo hasta el final de la barra”. Entusiasmado con nuestra condición de argentinos, nos dijo que soñaba con viajar “en el tren turístico desde las Cataratas del Iguazú hasta la Patagonia”. Nos despedimos: “Que se cumplan los sueños, y que sean muchos. Aunque estamos lejos, somos hermanos”, nos dijo, siempre sonriente, mientras Xavier se alejaba hacia la cocina, atareado.

Nos adentramos en las montañas asturianas. Siempre evitando las autopistas, siempre por las rutas nacionales, donde pasábamos de pueblo en pueblo, entre montañas verdes, ríos y espejos de agua transparente, adornados de árboles y flores. Bellísimo. En medio de estos asombros, vimos al costado de la ruta a un campesino que reparaba un alambrado. Bajamos a saludarlo. Se presentó: Antonio Lopez Fernández, 33 años. El alambrado protegía un campo de centeno de los embates de los chanchos salvajes, que una y otra vez los rompían. Emocionado, asombrado, nos preguntó si Argentina queda cerca de República Dominicana, donde tiene un pariente… Al momento llegó su padre. Igualmente fervoroso y amable, nos contó que tienen esa propiedad, de unas pocas hectáreas, desde el siglo XV, cuando un rey mandó distribuir los títulos de propiedad a quienes ya habitaban la zona. El hombre se despachó contra el gobierno, y en especial contra el euro: “un café valía una peseta, y de un día para el otro pasó a valer un euro. Eso nos arruinó”.

Desde Lugo seguimos por la misma ruta  montañosa, pasando Castro Verde, A Fonsagrada, Grandas de Salime, Berducedo hasta Pola de Allande, una luminosa villa turística donde hicimos noche y conocimos a los peregrinos sin mochila, aquellos que hacen el camino de Santiago a pie, pero trasladan sus equipajes en micro. Habían llegado desde Oviedo, y los esperaba, no el ambiente heroico de los albergues, sino las mullidas comodidades del hotel La Allandesa, donde estábamos nosotros. Sus propietarios era dos asturianos impetuosos, sobre todo uno de ellos, robusto, muy bajito, de porte arrogante, que apuraba un discurso vehemente: el suyo era el mejor hotel, ellos preparaban la mejor comida, y allí había estado Concha Piquet, amiga de Eva Perón… A empujones nos dio de comer el pote asturiano, preparado con berza, alubias, chorizo, morcilla, cerdo, papas, tocino, aceite de oliva y sal. Riquísimo, pero cuando aún no habíamos terminado, nos trajo repollo relleno con carne, y un pastel de vegetales, y yo no pude rechazar el postre… Mucha gastronomía en esta parte del recorrido, pero ahora íbamos a purificarnos en la gruta de Covadonga, donde yo esperaba tener referencias de Don Pelayo, primer rey de Asturias, héroe cristiano-visigodo que detuvo a los árabes, en la célebre batalla del año 722, símbolo y punto de partida de la reconquista.

 

X

Héroes de piedra y agua

Ignoramos Oviedo, pasamos Cangas de Onís y fuimos recto a Covadonga, emocionados porque, desde Lugo, habíamos recorrido 300 kilómetros entre montañas verdes, sinuosos ríos y embalses profundos, y habíamos atravesado pueblos de piedra antiguos, limpios como el aire alto, frescos y fijos entre la naturaleza en transformación deslumbrante. Ni bien llegamos vimos la gruta iluminada y, al lado, la Real Colegiata de San Fernando, la casa de retiros que la custodia y abastece. Aquí nos quedamos, nos dijimos sin palabras, como cada vez que un lugar nos seducía inmediatamente a los dos. No importaba el paso de los siglos, allí había una atmósfera de pureza natural, de belleza y solemnidad sagradas.

Recorrimos el paraje y su puñado de construcciones: el gran hotel, algunas posadas y restaurantes y unas pocas casas; luego paseamos por “los jardines del Príncipe”, y desde un puente escuchamos la música de un arroyo que baja de la montaña: “alegre”, dice P. “tiene un sonido alegre”. Desde allí contemplamos la Basílica: ubicada a unos cien metros de la gruta, brota de la montaña como una flor rosada, una flor de piedra. La visitamos y nuestra llegada coincidió con el inicio de las oraciones de las monjas, racimo de mujeres vestidas de gris, con velos blancos, que leían y cantaban, dirigidas por dos sacerdotes. “Los huesos florecerán…”, escuché, al final de un salmo. “Los huesos florecerán como en un prado…”

Uno de los muros de la Iglesia tiene una placa: “A Roberto Frassinelli, el alemán de Corao. Homenaje de los vecinos de Covadonga”. Anoté el nombre en mi cuaderno, intentando deducir el sentido de la placa. ¿Alemán del coraje? ¿Habrá luchado con los lugareños? Deambulamos buscando alojamiento. Cuando ya mirábamos resignados un hospedaje que no nos gustaba mucho, pasó un hombre y nos dijo, en tono confidencial, que las monjitas de la casa de retiros ocasionalmente ofrecían hospedaje. Nos entusiasmó la idea y el hombre, que se presentó como encargado de mantenimiento del edificio, nos acompañó a golpear la puerta. Nadie salió, pero desde una ventana del primer piso una monja, muy viejita, hizo una seña. El hombre comprendió. “Ella no puede atenderlos y las otras están en la iglesia, pero ya vienen. Hablen con la hermana Luz”. Al ratito las vimos llegar, caminando muy juntas, con pasos rápidos, como un rebaño que no quiere dispersarse ni distraerse con las cosas del mundo. La hermana, veloz como la luz, enseguida nos alquiló una habitación, con desayuno y la opción de cenar, por módicos 30 euros.

Luego de una cena ligerísima de sopa de verduras, omelette y ensalada, pasamos la noche en ese lugar sagrado, construido en el siglo XVII, cerca del refugio y de la tumba de Pelayo. A la mañana siguiente la monjita nos sirvió el desayuno. “Disculpen que no les abrí ayer, camino con dificultad por culpa de esta rodilla”, nos dijo, sonriendo. La mucha edad se le notaba al caminar, pero también en el cuerpo magro y encorvado, en el rostro pleno de arrugas que resaltaban la mirada vivaz de sus ojos grises y amorosos. Se presentó: Victorina Valledor (“viene del francés, valle de oro”, aclaró). Madrileña de padre asturiano, 94 años, hermana de la orden de las Esclavas del Señor. Mientras desayunamos, se queda al lado de la mesa, apoyada en su bastón, conversando pausadamente, muy interesada en atendernos. Recuerda la visita del Papa Juan Pablo II, y con picardía, nos ofrece recorrer el convento, incluso los sectores prohibidos, porque “las monjas están en la Iglesia y tardarán un rato en volver”. Guiados por esta mujer de hermosa vejez, conocimos las estancias donde el Papa pasó la noche (ahora de uso exclusivo del Arzobispo). “¿Puedo sacar fotos?”, pregunto. “Sí, no hay problema”, responde con soltura. Tiene un momento de melancolía. “Una vez vino a hospedarse un grupo de presos. Yo les serví la comida, me daba pena pensar que tenían que volver a la cárcel”. Suspira. Vuelve a hablar del Papa, mientras nos muestra la imagen de una Virgen negra. Habla del Papa con devoción, como si aquella visita hubiera santificado definitivamente el lugar. Satisfecha de su tarea, algo fatigada, nos despide. “Aunque estamos lejos, somos hermanos”, dice, extendiendo su mano. Y luego, reflexiva: “Somos pocas monjas ahora, pero hay que salir a buscar vocaciones donde sea, aunque haya que ir cojeando… Lo importante es servir a Dios, aunque yo ahora no lo puedo servir, pero si amar”.

Roberto Frassinelli y Burnitz nació en Luisburgo en 1811. De joven participó en movimientos revolucionarios inspirados en ideales románticos, y tuvo que exiliarse en España. Se instaló en Corao, aldea cercana a Covadonga, y desarrolló una tarea de avanzada como naturalista y arqueólogo, y también como dibujante y arquitecto sin título. Diseñó la obra de la Basílica, aunque no pudo dirigir su construcción. Montañés, cazador, naturista, salvaje al modo alemán, así lo describe Alejandro Pidal y Mon: «Su verdadero teatro eran los Picos de Europa, Peña Santa, la Canal de Trea, los gigantescos Urrieles asturianos. En ellos se perdía meses enteros, llevando por todo ajuar un zurrón con harina de maíz y una lata para tostarlo al fuego de la hierba seca, su carabina y cartuchos. Vino no bebía, bebía agua en la palma de la mano; carne sólo la del rebeco que abatía con certero disparo de su escopeta y cuya asadura tostaba sobre la misma lata del mismo fuego. Dormía entre las últimas matas de enebro; se bañaba al amanecer en los solitarios lagos de la montaña y al regresar de la penosa excursión a los Picos, se refrescaba revolcándose desnudo sobre la nieve…».

Lo último que vimos fue el monumento a Don Pelayo, primer príncipe de Asturias, de origen visigodo, nacido en el año 718. Para exaltar la victoria asturiana de Covadonga, la crónica local dice que Pelayo luchó con 300 hombres contra 187.000 árabes. Los historiadores más objetivos han bajado esa cifra a 800, pero en esta batalla importa menos lo cuantitativo que lo cualitativo, ya que fue el primer freno a la expansión del Al Andalus musulmán. De ahí el slogan que usan los asturianos: Asturias es España, el resto tierra conquistada. Por su parte, los historiadores árabes cuentan la derrota con desprecio por los cristianos, llamándolos “asnos salvajes” refugiados en una roca. Al parecer, a Pelayo le quedaron diez hombres vivos, sobrevivientes de una hazaña que luego fue emblemática: Asturias no volvió a ser atacada por los moros, y desde esa fecha comenzó la lenta y continua reconquista, que culminó en 1492.

De la frescura de la montaña pasamos a la del mar cantábrico. En la costanera de Ribadesella, unos versos de A. Camín inscriptos sobre una piedra describen la convivencia y confusión de mares, rías y ríos: Villa trocada en navío/ No sabremos, al despertar/ Si el bajel penetró en el río/ O ha tendido la vela al mar. El largo paseo costero tiene mojones explicativos de la mitología y la historia asturianas. En paneles ilustrados, nos enteramos de quiénes son les xanes, el diañu burlón, les serenes, el cuélebre, la güestia, el pesadiellu, el nuberu, el trasgu… seres fantásticos que forman parte de una conjunto infinito, al que también los cántabros suman unos cincuenta. En el mismo paseo escuchamos la conversación de dos mujeres: “El matrimonio con los dos niños se fue a vivir con los abuelos, al menos no pagan alquiler, y con 800 euros, mal que mal, comen todos”. Recordamos la charla con un matrimonio granadino, en Pola de Allande, médicos, de unos 40 años, empleados en la salud pública, preocupados porque sus dos hijos, ambos con títulos universitarios, no tienen trabajo y menos aún, futuro. “La mayoría de los jóvenes se están yendo a Europa”, nos dijeron. “¿Europa?”. “Sí, para nosotros Europa son los países del norte: Alemania, Dinamarca, Suecia. Pero ni siquiera allí es fácil la situación”.

Al final de la rambla observamos a los pescadores que arman sus espineles y amontonan redes de color verde y jaulas de mimbre. La explanada termina en una torre y luego vemos el mar abierto perdiéndose en el horizonte, y a los costados rompiendo espumoso sobre rocas y acantilados. Siguiendo esa línea de espuma bordeamos la costa oriental de Asturias, pasamos por Niembro, Llanes, Bustio, cruzamos el río Deva y entramos en Cantabria. El mismo paisaje, otros nombres, y a pocos kilómetros una bellísima ciudad: San Vicente de la Barquera, con su estuario y su ría, con el mar al frente y altas montañas a sus espaldas. Muy cerca, el “Parque natural de Oyambre”, espacio protegido rico en acantilados, playas, rías, marismas, bosques y una gran variedad de pájaros. Seguimos viaje hasta Comillas, pequeña y antigua ciudad, bella y aristocrática, y tomamos la ruta comarcal hacia Santillana del Mar, donde pasamos la noche del 15 de mayo en el Hospedaje María Jesús, otra bendición por 30 euros, con wifi y vista al campo.

Dos trazos para Santillana: la ciudadela medieval intacta, señorial, con casas-palacios de la aristocracia, y la cueva de Altamira, que no defrauda. Aunque se visita una réplica, porque la auténtica está cerrada al público para evitar su deterioro, la copia, que dicen es exacta, impresiona. Por algo Picasso declaró: “Después de Altamira, todo es decadencia”.  En Santander, capital de Cantabria, conocimos la famosa sidra, que bebimos muy salpicados por la impericia del mozo –además no nos gustó-, paseamos por los dos puertos –el chico y el grande- y nos detuvimos a observar las estatuas de los raqueros, homenaje a los niños pobres que se zambullían al mar para bucear las monedas que le tiraban los viajeros ricos que llegaban al puerto. A este monumento escultórico, obra de José Cobo Calderón, le sumo otros dos: el dedicado a Pedro Velarde, héroe de la lucha contra la ocupación francesa, nacido en Cantabria y asesinado en el levantamiento del 2 de mayo de 1808, en Madrid, y el que recuerda a los marinos montañeses que lucharon en la batalla de Trafalgar (1805).

Tanto los cántabros como los astures tienen el orgullo de haber sido un pueblo indómito. Los romanos reconocieron su heroísmo: el magno poeta latino Horacio escribió: “Cantabrum indoctum iuga ferre nostra”, “El cántabro, no enseñado a llevar nuestro yugo”.  (Odas, liber II, VI). Dion Casio, historiador romano del siglo II, dejó este testimonio: «De los cántabros no se cogieron muchos prisioneros; pues cuando desesperaron de su libertad no quisieron soportar más la vida, sino que incendiaron antes sus murallas, unos se degollaron, otros quisieron perecer en las mismas llamas, otros ingirieron un veneno de común acuerdo, de modo que la mayor y más belicosa parte de ellos pereció». Para suicidarse, preparaban el veneno con semillas de tejo, el árbol sagrado de los celtas.

 

XI

El corazón de los vascos

El corazón de los vascos late bajo la tierra y fue la vibración de este tramo del viaje: combinación de fiesta y melancolía, vigor y abatimiento, ternura y heroísmo… Como todo lo indecible, esa vibración se refleja en las miradas y los gestos, y se expresa en la música y en la poesía. No es casualidad que una canción que celebra el desapego y la libertad se haya convertido en un himno para ellos: Toxoria Toxori (el pájaro es pájaro), de Mikel Laboa. Si le hubiera cortado las alas/ habría sido mío/ no habría escapado/ Pero así/ habría dejado de ser pájaro/ Y yo…/yo lo que amaba era un pájaro.

En la ciudad vieja escuchamos a un joven cantar esta canción en euskera, y otras cargadas de hondo sentimiento, y no pude no contagiarme de un ancestral amor a la tierra, a la cultura, a la historia propia que brotaban de esa música, esa voz y ese idioma áspero y dulce. Sonaban canciones que no conozco y de las cuales el muchacho no me informó, porque respondió a mis preguntas en euskera. Como un eco de esos versos, por todas partes –en las ciudades y en los pueblos de la campiña- vimos carteles con la leyenda: ¡Euskal prezoat eta iheslariak-etxera! (¡Preso vasco y exiliado-A casa!).

“En Santander, cagar y volver”, nos dijo con rudeza el conserje del primer hotel de Bilbao que consultamos. Cierto que la capital de Cantabria no nos pareció muy linda, pero tampoco es para tanto. Seguramente la expresión popular arraiga en antiguas y  amables rivalidades que todavía perduran entre cántabros y vascos. Bilbao nos deslumbró, y al pie de la ría que la recorre, disfrutamos de su vitalidad y su belleza. Nos dicen que hace 20 años era una ciudad muy fea, y que tuvo un cambio rotundo a partir de la creación del Museo Guggenheim. En 2010, obtuvo el premio Lee Kuan Yew World City Prize, considerado el premio Nobel del urbanismo; en 2013, su alcalde, Iñaki Azkuna, recibió el premio Alcalde del Mundo, que otorga cada dos años la fundación británica The City Mayor Fundation.

Lo que pudimos percibir es que Bilbao tiene algo esencial, una síntesis de Madrid, Barcelona, y los paisajes del norte. Es puro placer recorrerla, y tiene además la frescura y la simpatía de su gente. “Te casaste, la cagaste”, dice una mujer mientras despacha frutas y verduras en un puesto del Mercado de la Ribera. Con naturalidad se lo dice a un cliente y despierta las risas de todos. Hay muchas mujeres al frente de los puestos. Algunas venden pescado, y manipulan con habilidad enormes cuchillos. “Gimnasia para el culo”, dice una de ellas moviendo la cintura con gracia, mientras corta un bacalao. En un negocio de accesorios, dos amigas conversaban a la espera de clientes. Eran socias en ese comercio pero como actividad secundaria: una trabaja en un banco, la otra es martillera. De la situación del país, comentan: “antes la palabra vasca era ley, ahora no tanto. La crisis financiera y la corrupción política minaron los valores tradicionales”.

Mientras yo me ubico en un bar de la plaza Unamuno para ver Barcelona-Atlético de Madrid, la final de la liga española, P. se entrega a las calles de la ciudad vieja. El partido transcurre sin apasionamiento, los vascos no simpatizan con ninguno de los dos equipos, termina empatado y el Atlhétic del Cholo se consagra campeón. Mientras espero a P. miro la estatua de Unamuno, bien arriba, sobre un alto pedestal. Recuerdo haber leído que el gran Miguel tituló “Mi bochito” a una recopilación de sus textos sobre Bilbao. Y lo explica: “Por si este libro cae en manos de quienes no sean de Bilbao, ni conozcan sus cosas y sus dichos, he de decir que bocho significa en bilbaino un hoyo hecho en el suelo, como el que se hace para jugar a las canicas”. El bocho es el nombre popular y responde a la topografía: la ciudad está emplazada entre montañas, como hundida en la tierra.

Cruzamos la plaza, bebemos en la fuente de los cuatro elementos: Ura-Sua-Iurra-Haizea (agua-fuego-tierra-aire), y rumbeamos hacia la Calle del Perro, donde el restaurante Rio-Oja, de los hermanos Saez Uribe. El lugar está ilustrado con fotos y recortes de diarios relativos al deporte de la pelota a pala larga. José Ramón Saez Uribe nos habla con admiración de Pablo Fusto, un argentino que fue tres veces campeón de la especialidad. Entre pelotaris comemos cazuela de chipirones y revuelto de setas.

La v corta no existe en euskera así que estoy en el territorio de mis ancestros con al menos una letra anómala. En el Museo del pueblo basko miro detenidamente la maqueta que reproduce todo el país y encuentro la banderita que señala el Ayuntamiento de Zaldíbar. La z está, la v corta no. Más tarde, en la zapatería Bizkarguenaga, mientras P. se probaba las alpargatas encintadas, entró un muchacho que vive en Zaldíbar: “es una ciudad pequeña y tranquila”, dijo, “conozco a dos vecinos que llevan el apellido: una vieja muy rica y un hombre sin peso”. Comprobamos la insignificancia del lugar cuando pasamos por allí el domingo 18 de mayo. Ni siquiera pude sacarme una foto con un cartel que indicara que estábamos en un ayuntamiento fundado por uno de mis antepasados. En el único bar que encontramos abierto unos diez vecinos domingueaban. Nos ubicamos y luego de pedir café me presenté como un Zaldivar de Argentina. Me miraron con indiferencia salvo la dueña del bar, que sonrió y dijo “qué bien”. Ninguno tuvo nada interesante que decir acerca del pueblo, pero confirmé la etimología: caballo (zaldi) de la pradera (bar).

Al salir del museo busco mi cuaderno y anoto: el vasco es un pueblo sobreviviente del sustrato europeo más antiguo; algunos historiadores afirman que ocupó gran parte del continente. “Antes de los celtas, todos éramos vascos”, proclaman los vascófilos más entusiastas. El euskera es una lengua anterior y diferenciada de las lenguas romances que evolucionaron al contacto con el latín. Su origen y sus vínculos con otras lenguas sigue siendo un misterio.

Con dificultad doy vuelta la página y salgo de Bilbao, dejo atrás mucho más que decir de esta joya preciosa, pero estos son apuntes y no una exhaustiva guía de turismo ni un minucioso diario de viaje. Y ahora nos llama el mágico aire de Guernica, el pueblo bombardeado que inspiró el célebre cuadro de Picasso. El pueblo que tiene el árbol que es el emblema de la libertad de los vascos, y un Museo dedicado no sólo a la memoria de sus muertos, sino a la Paz. Un gesto que impacta, un ejemplo: te muestran las desgracias de los bombardeos, el testimonio del horror, y luego predican la paz, porque se dieron cuenta que una espiral de odios y venganzas no conduce a nada. Y ahí está la foto del canciller alemán que fue a visitar el pueblo y pidió perdón en nombre de la nación alemana…

Desde Elgoibar hasta Tolosa, atravesando la campiña, vimos uno de los paisajes maravillosos de este viaje: montañas sinuosas cubiertas de pasturas, ovejas desparramadas por los valles, aromas a vegetal, a leche y agua fresca. Tierra adentro, tierra esencial. Los vascos tienen tanta tradición marinera como pastoril. Y el viaje a la semilla: de pronto, sorpresivamente, entre los valles de Azpeitía y Azcoitía, apareció Loiola y su impactante basílica. El pueblo donde nació San Ignacio, el fundador de los jesuitas. Gran sembrador de la fe en América y el mundo entero, surgido como milagro de esa pequeña parcela de tierra que hoy cuenta con apenas 300 habitantes.

La noches de Bilbao las pasamos en el hotel Ripa, “modesto alojamiento con vistas a la ría”, al que llegamos gracias al gps, porque habíamos dado vueltas con el auto durante dos horas sin acertar nunca el rulo justo que nos permitiera llegar hasta la puerta del hotel, que tenía cochera propia. La dirección exacta era Erripa Kalea 3, pero siempre topábamos con peatonales o contra-manos, indicaciones confusas de los lugareños, hasta que decidimos desempolvar el aparato y en dos minutos la gallega nos indicó el camino correcto. En Tolosa fue diferente, y fui yo el que se perdió, sin gps.

Habíamos contratado por aibnb el apartamento de Aitor, que nos recibió y nos dio las indicaciones habituales para pasar allí las dos noches programadas. Dejamos el equipaje y nos acomodamos. P. cargó el lavarropas y notó que se había olvidado una parte del pantalón desarmable –la pierna derecha, desde la rodilla hacia abajo- en el auto. Bajé rápido a la cochera, recorrí el laberinto, encontré el auto, busqué el pedazo de pantalón y volví a subir, pero cuando llegué al 3º B toqué timbre y no salió nadie. Bajé otra vez al subsuelo enorme y silencioso, oscuro, con varias puertas y varios ascensores. Intenté ubicarme, pero desde el auto había más de una opción, más de una puerta, y no reconocía la que había usado para bajar. El edificio tiene cinco plantas para la misma cochera, era fácil perderse, yo me había perdido. No tenía el celular conmigo, estaba anocheciendo, y me preocupaba que P. se preocupara. En este viaje de a dos, no podíamos perdernos de vista, aunque a veces sufriéramos de la “excesiva compañía”. Subí intentando adivinar, pero ya dudaba del piso y del número de apartamento ¿Será el 3º o el 2º, el B o C? Elegí una puerta y un ascensor, y toqué en el 3º B. Salió un hombre de unos 35 años, con rostro amable y confiado, pelo largo y un aro de gitano en una oreja. “Mirá”, le dije, “soy argentino, alquilamos el departamento de Aitor. Bajé a buscar el pedazo de pierna del pantalón y me perdí”. Apareció su mujer, de la misma edad y con la misma actitud amable; me miró sorprendida; entre el muchacho y yo repetimos la explicación; cuando levanté en alto el pedazo de pantalón, la mujer sonrió. Pensaron un rato y recordaron a un tal Aitor en el departamento B del piso de abajo. El muchacho me acompañó. Tocamos timbre en el 2º B, pero no salió nadie. A los pocos segundos, se abrió la puerta del 2º A, y apareció una joven, de unos 25 años, semidormida. Esta vez fue mi nuevo amigo el que le explicó la situación, mientras yo me limitaba a mostrar la media pierna. Entre bostezos, ella intentó recordar algún Aitor, pero no se le ocurría nada. Se abrió, enfrente, la puerta del 2º C. Se asomó otra mujer, de unos 40 años, también amodorrada. Entre las dos, al unísono, recordaron a un Aitor, “el de la moto”. Lo describieron. ¡Era el mío! El departamento estaba en otro cuerpo del edificio. Fuimos. Cuando tocamos en el 3º B, no salió nadie, pero yo intuí que era ése. En cuestión de segundos se abrió la puerta del ascensor y apareció P. “Bajé a buscarte y justo escuché las voces en el ascensor que subía”, dijo. Estaba inquieta, pero no había llegado a asustarse. Agradecimos, despedimos al muchacho, y le extendí a P. la prenda rescatada.

 

XII

El corazón de Navarra

Desde Tolosa tomamos el tren hasta Donostia-San Sebastián y recorrimos la bahía de la concha guiados por Jaime, guardavidas de Cruz Roja que trabajó varias temporadas en Villa Gesell. Lo encontramos haciendo una tediosa guardia, no para custodiar a los bañistas, inexistentes en esa época del año, sino a los obreros que realizaban los trabajos de rellenado y armado de la escenografía veraniega. Jaime nos mostró desde adentro la pretemporada de estas playas, para muchos las más bellas del norte de España. Los temporales y la falta de arena son, cada año, causa de zozobra y obliga a grandes esfuerzos.

Como suele ocurrir con los NIC, Jaime ama su tierra y a la vez se siente oprimido por ella, y hoy con el fuerte agregado de la crisis, que se transparenta en la vida cotidiana y en las expectativas de futuro. En su caso, reducción de horarios, congelamiento de salario, y pocas garantías de renovación de contratos. Jaime mira al otro lado de los Pirineos, a la parte francesa de vasconia, como el primer mundo, como Europa. “Tú pasas del otro lado, y mira: todo cambia”, dice. “Es otra cosa, todo funciona, joder…”

Parece que la tierra acoge pero también expulsa, y esto lo saben bien los españoles. Hicimos un nuevo viaje a la semilla por la ruta N-1300, remontando el río Araxes, que desemboca en el Oria, a la altura de Tolosa, y nace en los montes de Azpiroz, cerca de Pamplona. Fuimos por la vena dura de la ruta copiando el curso del río que baja en suave declive por los valles. Entre pueblos de piedra, colinas verdes, altas iglesias y casonas antiguas, vimos sus aguas transparentes curvarse, agostarse, ensancharse y huir ante nosotros, refrescando vacas y ovejas y los minúsculos pueblos de Lizartza, Aranzadi, Atallu, Arribe, Lezaeta. Un tramo de ruta que se corresponde con la longitud total del río -apenas 29 kilómetros- en la que está todo el circuito de una vida, agua nutricia que brota y alimenta valles y pueblos hasta entregarse a un curso mayor.

Cuando pasamos por Arribe, a la hora de la siesta, entramos al pueblo a refrescarnos en una fuente de agua, bajo un árbol frondoso, en un viejo banco de piedra. Descansábamos y comíamos unas frutas cuando de una casa salió un hombre mayor, seguido por un perrito. Era Luis Gorostegui, un lugareño jubilado, que caminaba con dificultad apoyado en un bastón. “¿Argentinos? Tenemos parientes allá, se fueron hace 150 años, hace poco nos visitó Fermina, vive en una ciudad que se llama Acachuco o algo así”. “Ayacucho”. “Exacto. Es maestra. La bisabuela vivía aquí, en esa casa que ven enfrente”. Luis es un hombre robusto, algo achacoso pero saludable, sereno y comunicativo. Nos contó que el pueblo tiene más o menos la misma cantidad de habitantes que hace doscientos años, con una economía de subsistencia, y el tradicional sistema de herencia que expulsaba a todos los hermanos menos al mayor. “A mí me dieron a un tío para que me criara, porque en mi casa no podían alimentarme… La gente se iba a los bosques de Francia, con hacha y garrote, a cortar fresnos, hayas, nogales y robles, o de lo contrario, a América”. Nos señala con su bastón algunas casas. “¿Ven aquella? Esa blanca con la puerta verde, es de la familia Otamendi. Esos fueron a Mar del Plata, y se cuenta que hicieron fortuna”. Nos despedimos, previa sesión de fotos bajo el árbol, del cual P. y nuestro viejo testigo sacaron algunos frutos. En Azpirotz nos detuvimos a beber, con devoción y respeto, del manantial donde nace el Araxes, una boca abierta en la montaña, junto a la ruta. Luego entramos en Lecumberri, y desde allí seguimos por autopista hasta Pamplona.

Aunque vayamos surfeando estos bellos territorios vestidos con trajes de primavera, aunque seamos meros espías de las vidas que aquí discurren en un presente anclado en profundas capas de historia, aunque sea así de fugaz y transitorio el viaje, no dejamos de preguntar y de preguntarnos por qué las cuatro provincias vascas están divididas en dos estados: el País Vasco y Navarra. Algunos señalan paradojas: “Navarra es la cuna de los vascos, y no pertenece al País Vasco, así como Burgos es la cuna del castellano y no pertenece a Castilla”. Nabarra (Nafarroa) que en euskera significa “gran llanura próxima a las montañas”, fue cuna, refugio y centro neurálgico de la nación vasca. En 1977, con la apertura democrática, se impulsó la reunificación de las cuatro provincias, pero la izquierda abertzale –la más radical en cuanto al reclamo de autonomía- se opuso al proceso democrático y no participó en las elecciones. Sin sus votos, la derecha navarra impidió la unificación en reñida disputa con el socialismo, que la impulsaba. Se perdió la gran oportunidad. Si en aquellos tiempos románticos esta idea romántica no se impuso, en los tiempos actuales, pragmáticos y desencantados, es más difícil. Los navarrenses tienen un régimen foral y los vascos un estatuto autónomo, ambos con relaciones con el poder central más ventajosos que las demás regiones de España (de esto protestará airadamente un amigo de Barcelona, expresando el malestar de los catalanes por la manera en que son expoliados por el poder central). En una calle cualquiera de la ciudad vieja de Pamplona escuchamos el Himno local: Por Navarra/ tierra brava y noble/siempre fiel/que tiene por blasón/la vieja ley tradicional/Por Navarra/pueblo de alma libre/proclamemos todos juntos/nuestro afán universal/En cordial unión, /con leal tesón/trabajemos y hermanados/todos lograremos/honra, amor y paz. En el museo explican que el orgulloso corazón de Navarra se forjó y endureció luchando contra las fuertes presiones de franceses, aragoneses y castellanos. Acaso este acoso, este encierro, sea el misterio que esconden las fiestas de San Fermín, que, con su locura y su vértigo, caracterizan a este pueblo y lo representan en el mundo entero.

En Pamplona nos alojamos en el hotel Hemingway, escritor amado en esta tierra por su fervor a los sanfermines, y porque contribuyó notablemente a su difusión turística. Una chica francesa, voluntaria –canjeaban el trabajo por estadía- nos atendió y nos ofreció las únicas plazas disponibles: una cucheta en la habitación donde dormían ella y Ana, su compañera, una valenciana que también trabajaba allí. Aceptamos, y pasé dos noches con sueños de políglota, entre una mujer francesa, una española y una argentina… Las fotos del gran escritor norteamericano ilustran las paredes del hostel, y las reseñas dan cuenta de las ocho veces que estuvo aquí, entre 1923 y 1959. Del impacto que sintió al conocer los sanfermines, nació una de sus primeras novelas: “Fiesta”. Desde entonces escritor y pueblo vivieron un largo romance, que hoy es visible en la ciudad toda, y tiene su máxima expresión en el busto instalado frente a la plaza de toros, y el gran monumento al Encierro, impactante conjunto escultórico de Rafael Huerta, ubicado en la avenida Roncesvalles.

Antes de llegar a Barcelona nos esperaban sorpresas notables, historias de héroes y brujas que no teníamos de ninguna manera agendadas. Por la ruta cruzando el desabrido paisaje de Aragón decidimos ingresar a una ciudad que por su pequeño cartel y su invisibilidad desde la ruta parecía el canto a la humildad y a la insignificancia. Solo para comer algo y reponernos entramos en Monzón y a poco de atravesar unos caminos solitarios y polvorientos apareció un oasis de color y vida, donde flameaban heroicas banderas de la orden de Calatrava. Fue como ingresar a una aldea medieval y al subir al castillo, conocimos la historia de Guillermo de Mont-Rodón, el héroe traicionado. Fue tutor del futuro rey Jaime, y fiel defensor, como todas las órdenes de caballería, de la Iglesia y de la Monarquía, hasta que ya no los necesitaron, les molestaban porque habían alcanzado mucho poder propio, y les “bajaron el pulgar”. Nuestro héroe terminó refugiado en el castillo, último bastión de la orden de Calatrava en España, y resistió durante seis meses el asedio de las tropas monárquicas hasta que fue derrotado. En vísperas de la gran fiesta en su honor, seguimos viaje para hacer noche en Cervera, a 100 km de Barcelona, donde ya se preparaba otra fiesta: la 37º edición del “aquelarre”, la fiesta de las brujas, a realizarse en agosto.

A decir verdad, más allá de la historia, más allá del mito, Cervera fue para nosotros tierra embrujada. Dejamos en auto cerca de la plaza céntrica. Al estacionarlo, consultamos con el comerciante frentista –un zapatero- quien nos aseguró que allí podía estacionarse sin problemas. Pero había una reciente disposición que señalaba nuevos lugares de estacionamiento pago, que el comerciante tal vez desconocía, de modo que en el Hostel La Sabina donde nos hospedamos, nos dejaron la boleta de una multa por mal estacionamiento. A la mañana siguiente hicimos un peregrinaje para aclarar la situación. Fuimos primero al Ayuntamiento, donde nos dijeron que teníamos que hablar con la Policía; la comisaría estaba cerrada, porque era día de mercado y todos los agentes se encontraban en la calle; en el mercado no encontramos a ningún policía, y recorrimos los puestos consultando a todos, sin obtener respuesta, hasta que la dueña de un supermercado nos explicó que había una situación caótica con el estacionamiento, por nuevas normas con fines recaudatorios, y que lo que nos había pasado era usual en esos días. Gentilmente habló por teléfono con un policía amigo, que le informó que teníamos que ir al correo a pagar la multa; en el correo nos dijeron que la situación era confusa, que ellos no cobraban, y ante nuestra perplejidad nos acompañó hasta una oficina de recaudación, recientemente creada, y nos depositó allí. La mujer a cargo de la cobranza escuchó nuestro caso y admitió que recién se estaba implementado ese sistema, y nos sugirió que no pagáramos, que todo iba a diluirse en la nada. Nosotros, preocupados por dejar un mal antecedente o tener algún problema con la empresa que nos alquiló el auto –Hertz- insistimos en resolver la cuestión. Fuimos otra vez a la comisaría, la encontramos abierta, y el policía nos indicó que volviéramos al Ayuntamiento, que ahí debía resolverse la cuestión. Volvimos, entonces, al punto de partida –ya habían pasado tres horas, ya habíamos perdido la chance de pasar por el Monasterio de Monserrat antes de ir a Barcelona-. En el Ayuntamiento acordamos con una empleada pagar la multa mínima, y quedar cubiertos de cualquier problema futuro. Huimos de la embrujada Cervera y mientras la dejábamos atrás, leímos un folleto donde se anunciaba la próxima fiesta, para fines de agosto, y se contaba la caza de brujas en la región, con el famoso caso de Labort, en el país vasco francés, ocurrido en 1609, donde 80 supuestas brujas fueron quemadas. La represión se extendió luego a la pequeña ciudad de Zagarramurdi, ya en territorio español, al noroeste de Navarra. Hay una película de Alex de la Iglesia sobre estos episodios.

 

 

XIII

Barcelona o el cosmos

Llego al final de estos relatos preguntándome qué extraña alquimia hay entre la experiencia y las palabras, haciendo otra vez la pregunta que se hicieron otros antes que yo, con renovado asombro. Qué es vivir, qué es contar. «Infandum, Regina, iubes renovare dolorem», le dice Eneas a Dido, cuando ésta le pide que cuente la destrucción de Troya. «Reina, me mandas que reviva un dolor indecible» (Virgilio: La Eneida, canto II). Relatar es revivir, y está el placer de narrar y el placer de escuchar… Escuchar el relato es también un modo de revivirlo, imaginando lo que el narrador nos cuenta, haciéndolo nuestro, dejándonos llevar y seducir.

Cosmos y caos; términos opuestos y complementarios. Una ciudad es un caos ordenado, un relato también. Un cosmos que empieza en un caos: la ciudad es por ahora una enumeración caótica que recupero en mi memoria y en el cuaderno de apuntes y se resiste al orden, desborda todo esfuerzo por contenerla, por encauzarla en un cosmos narrativo: Plaza de Catalunya, Ramblas, Maremagnum, Monumento a Colón, Bloomsday Pub, Saint Pere Joseph, Museo Picasso, Gaudi, Tebeos (el capitán Trueno, el guerrero del antifaz), 1714 (hito histórico de Barcelona), Monumento a los héroes, Museo de la ciudad, Catedral, Iglesia de santa María del Mar, Des Puntes, Museo Nacional de Arte Catalán, Josep Tapiró artista del Tanger, Fortuny, Castillo de Monjuic, Palacio Güell, Sagrada Familia, Torre Agbar, Homenaje a Barcelona de George Orwell, Fracesc Mariá, Cuatro gatos bar… Ordené el caos de datos, imágenes y experiencias de este viaje en tópicos que fueron surgiendo y sirvieron para sustentar la estructura, el cosmos del relato: EE (elemento eje), aquello que expresaba la intuición primera y esencial que me quedaba de cada lugar. Fue Luz en Madrid, Piedra en Toledo, Mística en Córdoba, Rojo sangre en Granada… Y es Cosmos en Barcelona, donde surge inmediatamente el adjetivo «cosmopolita», cosmos-polis.

La piedra basal de la estructura del relato es la CR (la crónica): lo que nos pasó a nosotros, a mí en particular, en cada lugar. Lo que no se relata en la «objetividad» de los folletos turísticos, de los libros, de Wikipedia. Experiencia subjetiva, perspectiva personal y pobre por lo limitada, pero rica por su potencialidad para ser compartida, para provocar diferencia y asombro. Ni bien llegamos a Barcelona nos instalamos en el apartamento de Myra, en el barrio de Gracia. Un segundo piso con living, dormitorio, comedor, lavadero, baño y hall de entrada, a veinte metros de una avenida y a cien de la estación del Metro… La primera noche nos despertaron las sirenas de los bomberos, las corridas de autos de policía, los bocinazos que rompieron la calma reinante, cruzando a toda velocidad en todas direcciones…  Al día siguiente supimos por los diarios que se habían producido incidentes por el derribo de Can Vies, un edificio que llevaba 17 años ocupado en el que funcionaba un Centro Social. Días atrás lo habían desocupado y comenzado a demoler. Luego de una manifestación de protesta se había desatado la violencia, que duró tres días. Reacciones de grupos «antisistema», que los diarios remitieron a la experiencia de Gamonal en Burgos, cuando una serie de manifestaciones evitó la construcción de un bulevar. Terror en el establishment; focos caóticos en una ciudad que aspira a la perfección, que está viva y palpita con sus contradicciones.

Los T (Testimonios) son un tópico clave para un relato de viaje, y en ninguno de los de  esta serie quedó afuera la voz de los lugareños, ocasionales interlocutores y testigos. Contactamos a una mujer que había vivido de adolescente en Villa Gesell y gracias a ella y a su marido disfrutamos del conocimiento profundo, vital y apasionado que tienen de Barcelona, donde viven desde hace más de treinta años. Nos enriquecimos con la lucidez de sus relatos de esta que aman; nos dicen que los catalanes son «muy bichos, comerciantes, los fenicios de España», y a la vez son los «castigados por el centralismo, la escasa coparticipación, a diferencia de vascos y navarrenses, que tienen un régimen muy favorable». Como si esto fuera poco, los acusan de ser «poco solidarios», cosa que desmienten y «les molesta mucho». Narran la ciudad con perspectiva histórica: «Barcelona vivió siempre de espaldas al mar, se hacía playa en Castel de Fels. La industria era la portuaria y se resistían al turismo. El puntapié inicial del cambio fueron las olimpíadas de ‘92». Elogian estos cambios y aseguran que todo se construyó con sentido de futuro, a diferencia de Sevilla, cuyas obras para la exposición universal están abandonadas. Al igual que los campesinos de Asturias, afirman que el euro fue negativo y sirvió para que los alemanes obtengan «a precio de saldo» los productos primarios que produce España: jamón, oliva, frutas, carne, etc. «Ibas a Alemania hace veinte años y no encontrabas una manzana, una fruta fresca era un milagro, ahora tienen todo lo mejor, y muy barato». Como contrapartida, nos sorprendió que no conocieran la fiesta de las brujas de Cervera (hay una «ruta de la brujería», con cuatro itinerarios en Navarra), ni el Castillo de Monzón y las fiestas de homenaje a las órdenes de caballería (hay un itinerario turístico por cinco castillos: Monzón, Gardeny, Miravet, Tortosa y Peñíscola, y para el que se anime, un «menú templario» que sirven en algunos restaurantes aragoneses: rulo de morcilla, manzana y boletus, salsa de queso, ensalada de escarola con sardinas de cubo, moras y frambuesas, jarrete de cordero con nueces caramelizado a la cerveza, poncho de frutas y vino Abadía del Temple Crianza. Pero nuestros amigos nos llevaron de la mano hasta un rincón de la ciudad vieja, un bar tradicional en una placita secreta, íntima y preciosa, esos lugares que solo te rebelan y regalan los que viven allí y es una muestra especial de apertura y afecto.

Quedamos a merced de las musas para que surja una EP (Epifanía poética), que a veces sucede y enriquece cualquier relato, le da el resplandor que ciega por un instante, y emociona. Barcelona produce un impacto que podría definirse «de belleza permanente». Caminar por la ciudad es la experiencia fascinante de estar en un museo vivo, con detalles arquitectónicos y artísticos magníficos, en cualquier edificio o casa o plaza o vereda o monumento. Y para desbordarlo todo, en medio de este recorrido deslumbrante, aparecen las obras de Gaudí, con su sello personal y el gran impacto que producen: son criaturas selváticas en la selva ciudadana, animales o vegetales coloridos y retorcidos que un dios puso allí para dejar su sello creativo, formas fijas que imitan la naturaleza y la multiplican, obras inconclusas que remiten a un sentido de lo infinito, de lo inacabado e inacabable, huella perdurable en el ojo y el espíritu del viajero, que no podrá olvidarse nunca de ese impacto. Dicen que Barcelona es Gaudí y es cierto, nosotros no quedamos afuera de ese influjo. Como Barcelona, la obra de Gaudí aspira a contenerlo todo. Por las ramblas de la ciudad discurre una babel de idiomas, como un río humano, y en las obras del artista quieren habitar todas las formas, y uno es espejo del otro, dos cosmos en expansión.

L (Literatura), M (Monumentos), H (Historia), G (Gastronomía), se suman a la estructura del relato, y también la SH (Serie de los héroes), el VS (Viaje a la semilla), o la RS (Reflexión Subjetiva, pero esto no es una fórmula matemática sino un orden aleatorio, en el que alguno de estos tópicos pueden no estar, porque cada lugar pide su propia combinación, sus prioridades.  En la librería de un museo encontré un ejemplar de Homenaje a Barcelona, de George Orwell. El gran escritor inglés estuvo en el frente aragonés durante la guerra civil (1936/39) y deja un testimonio exquisito de este pueblo. Recomiendo su lectura, disponible en: http://ww2.educarchile.cl/UserFiles/P0001/File/articles-101780_Archivo.pdf

El monumento a Colón es emblemático e impactante, pero lo más atractivo en historia y arte fue el Museo Nacional de Arte Catalán, situado en el Mont Juic, en el que se aprecia la más rica y completa colección de arte románico. Cuando un norteamericano compró a precio vil y se llevó los frescos de una capilla de los Pirineos –a principios del siglo XX-, los catalanes reaccionaron y relevaron todos los pueblos, contrataron a expertos italianos y «despegaron» los frescos de las centenares de capillas, casi todos de los siglos XI-XII. Entre las muchas obras y fragmentos que se encuentra en el MNAC, deslumbra el ábside de San Clemente de Tahull, encontrado en el valle de Boí. Un ejemplo acabado de este arte cuyos rasgos principales son el antinaturalismo, la monumentalidad, la exuberancia ornamental,  y la tendencia a las formas geométricas y la abstracción.

Subiendo el caracol del Mont Juic nos estremecemos ante este accidente geográfico que determinó la historia de Barcelona, la pobló de páginas de gloria y terror. Desde su altura se domina el mar, y también la ciudad. El promontorio fue primero una torre vigía rodeada de un fortín (1641), pocos años después una ciudadela y luego un castillo, varias veces destruido por las guerras y vuelto a construir. La paradoja de este espacio es que sirvió tanto para defender la ciudad de ataques extranjeros como para reprimirla: periódicamente y según los bandos y las rebeliones, Barcelona fue sistemáticamente bombardeada y destruida desde esta atalaya. Bastaba con dar vuelta los cañones. Nuestra presencia en la ciudad coincidió con la conmemoración del 300º aniversario de la caída de la  ciudad en manos de los borbones, una tragedia que significó la pérdida de los fueros de autonomía de los que gozaban los catalanes. Toda la ciudad estaba tomada por el homenaje a los héroes que defendieron la ciudad en esa ocasión, enarbolando la bandera de Santa Eulalia. Joseph Moragues (1669-1715); Joan Baptista Baset (1674-1728), entre otros. Podemos asegurar que, más allá de próceres de las distintas facciones, hay algo que une a los catalanes y es el sentimiento autonomista y la admiración por los que lucharon y cayeron por este ideal.

Llegó el día de partir. Ahí estábamos: una pareja de cincuentones, cada uno con su mochila y su valija rectangular y alta, mirando por la ventanilla del micro el lento amanecer en Barcelona sobre la Plaza de Catalunya. Nos estábamos despidiendo, y en medio de la somnolencia, notamos que en la gran plaza se realizaba una ceremonia inquietante: una cuadrilla municipal manipulaba una enorme red, en la que habían quedado atrapadas –tal vez pegadas con alguna substancia- miles de palomas. Supimos entonces que las capturan para luego asfixiarlas con dióxido de carbono… La lucha contra la superpoblación de palomas viene desde hace muchos años. En 2006 se estableció a través de un censo que en la ciudad había un promedio de 5000 palomas por kilómetro cuadrado (diez veces más  que lo recomendable). Empezó una campaña sistemática y se matan 41 mil por año. Esta guerra de exterminio, por lo visto, continúa. Con polémica, porque las entidades defensoras de los animales aseguran que la población de palomas se recupera rápido, que es una matanza absurda, y proponen la creación de palomares ecológicos como los instalados en otras ciudades europeas, donde se controla el crecimiento sustituyendo sus huevos por otros falsos para que las palomas no huyan a reproducirse a otros puntos. Las actuales autoridades de la ciudad dudan de la eficacia de estos métodos, y prefieren el vigente, más  concreto. El debate continuará, y como trasfondo, la inacabable lucha entre el caos y el cosmos.