Primera novela de la “Trilogía”

De setiembre a noviembre de 2016, se publicó en el diario digital elfundadoronline. A continuación, publico un fragmento:

Aníbal Zaldívar

LA MUSICA DEL  MAR

Arte digital de Mariel Galarza

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¿Qué podrá llegar a hacer un alma orgullosa,

difícil de dominar y mordida por la desgracia?

Eurípides: Medea, 110.

 

Primera parte

 

Capítulo 1

Lo primero que vi fue la gorra. La distinguí desde lejos y como siempre me propuse mentir, hacer una seña ambigua que indicara que no podía llevar a nadie, ni siquiera a un policía. Ya tenía preparada la música. ¿Qué hacer con alguien a bordo? ¿Por qué deponer la decisión premeditada de escuchar Beethoven durante un par de horas? Sin embargo, cuando estuve cerca, me sorprendió una guirnalda oscura que nacía de atrás de la gorra y bajaba oblicua hasta el centro del pecho: una trenza gruesa, grácil, lustrosa. Entonces no pensé en nada y frené. Ella, inmóvil en la banquina, apenas hizo un gesto con la cabeza. Yo esperé. ¿Acaso tenía que ir a ofrecerle, con una reverencia, llevarla hasta Mar del Sur? Estuve a punto de salir rajando pero sentí que ya estaba jugado y hasta cierto punto, comprometido. No podía huir como un sospechoso. Toqué bocina; un toque corto, que sirviera de aviso más que de reclamo. La mujer se acercó y me saludó haciendo la venia.

—Buenos días, señor. ¿Necesita algo?

—No, pensé que estaba haciendo dedo.

— ¿Yo le hice alguna seña?

—No, no quise decir eso, pero como siempre…

—Espero el ómnibus.

Se quedó mirándome. La trenza había quedado sobre la espalda y la gorra daba a su cabeza la rigidez de una escultura, de cobre terroso, con grandes ojos marrones. Bajó la cabeza, giró sobre sí misma lentamente, pensativa; me miró de nuevo, sonrió.

— ¿Entonces me lleva?

Se acomodó en la butaca y se ajustó el cinturón, pero no se sacó la gorra, que era lo que yo esperaba.

— ¿De servicio?

—Voy a la Regional, a un curso para personal femenino.

—Personal femenino —murmuré—. ¿Te gusta la música?

Sorprendida y otra vez rígida, demoró unos segundos en asentir con la cabeza.

— ¿Conocés la Pastoral de Beethoven?

Ahora negó, con la misma actitud cautelosa.

—Mirá, no quiero ser antipático, pero tengo un examen esta tarde y necesito escucharla.

— ¿Puedo dormir?

Sonrió y se recostó en el respaldo. Antes de cerrar los ojos apoyó las dos manos en el cinturón, sobre el bulto que delataba y a la vez ocultaba la pistola reglamentaria. Disparé la música, con la única concesión de no subir el volumen al máximo. Los primeros acordes no se escucharon, pero progresivamente los ondulantes sonidos envolvieron el interior del auto. La mujer policía volvió a acomodarse y abriendo un ojo, musitó:

—Me gusta.

Yo había mentido a medias: no tenía que rendir examen, pero estaba completando un curso de apreciación musical dedicado a Beethoven. El recorrido entre Nueva Italia y Mar del Sur era para mí un tiempo de concentración y disfrute pleno; trasladarme y escuchar se conjugaban en un vuelo hacia regiones sensibles y purificadoras, pero necesitaba soledad. Cualquier compañía me perturbaba. Con la mujer policía había quebrado este principio pero estaba conforme, había resuelto bien, había sido claro, preciso, en mis intenciones. El resultado estaba a la vista: ella dormía tranquila, con serena expresión infantil. Con suavidad empecé a subir el volumen mientras la observaba, atento a sus reacciones. Emitió un quejido y se incorporó, luego se acomodó de costado y siguió durmiendo. El movimiento le levantó la gorra unos centímetros y dejó ver una marca en la sien izquierda, apenas cubierta por capas de maquillaje. Con esa cicatriz incorporada al rostro reconocí la imagen: una fotografía publicada tiempo atrás por el semanario local, en una impactante crónica. Disipé ese recuerdo perturbador para cumplir mi hoja de ruta, subí más el volumen, decidí olvidarme de ella. Afuera menguaban los bosques de pinos, crecía el campo abierto y pastos, juncales, vacas, caballos, comenzaban a danzar en las ondulaciones de la luz.

Vuelve a moverse, respira inquieta, gira, la gorra cae al suelo, despierta asustada y reacciona con instinto profesional apretando el arma. Trato de no alterarme, de actuar naturalmente; pienso en bajar el volumen pero es absurdo, la música no tiene nada que ver con su reacción. Cobra conciencia de lo que pasa y cambia el rictus de preocupación por otro, de alivio. Le digo que todo está bien, que deje la gorra en el asiento trasero. Me obedece y entonces puedo contemplar su pelo dividido en tres partes que se entrelazan para formar la sólida trenza deslumbrante.

Otra vez duerme, o finge dormir, de frente, con la nuca apoyada en equilibrio sobre el cabezal. La cicatriz se ve completa y reconozco a la mujer policía que intervino en el caso Cristani, dos hermanitos que una comisión policial encontró muertos dentro de una heladera abandonada. Rogué que siguiera durmiendo. Comenzaba el momento de la Pastoral que me conmovía hasta las lágrimas y no quería que me viera en ese estado emocional. Ella, por su formación profesional, sería de las que creen que los hombres no deben llorar. De todos modos —recapacité— daba igual. Soy un hombre que llora y punto. Si es incongruente ser varón y llorar, ¿qué decir de una mujer metida en esa fría ropa de milico? Un cuerpo de mujer, con su piel tersa, sus curvas, sus pechos delicados, ajustado a un uniforme (aunque ahora sin la opresión ofensiva, circense, de la gorra).

La nota, con el trillado título: “Macabro Hallazgo”, refería un hecho accidental. “Nada explica, salvo la fatalidad, que dos inocentes niños, en medio de la naturaleza y el paraíso impoluto de la infancia, hayan tenido la ocurrencia de introducirse en un mueble abandonado que no puede abrirse por dentro”, decía, más o menos, la crónica. Pocos días después se habló de crimen, y se acusó y condenó a un loquito. Ella seguía dormida, yo comenzaba a sentir en el cuerpo la cercanía del Arroyo las Rosas; la visión del agua quieta, apenas erizada por el viento rumoroso, me producía un escalofrío. Era el preámbulo de una sucesión bellísima: la hilera de añejos eucaliptos, la pradera de los caballos, la lomada con flores azules, el rancho abandonado que misteriosamente parecía vivo, el bosque de sauces, la curva cerrada que daba inicio a una larguísima recta coronada por un vaporoso bosque de álamos plateados… Cuando disminuí la velocidad para cruzar el puente, ella despertó. Cerró y abrió los ojos, se desperezó a medias, luego miró hacia afuera y hacia atrás. Enseguida tomó la gorra y se la colocó, con firmeza.

01_la-musica-del-marLa música del mar I, arte digital.

— ¿Qué es esto?

—Nada, un golpe de cuando era niña.

—Parece más reciente.

—No es reciente.

Noté su desconfianza, su fastidio. Me ganó la imprudencia.

—Te lastimaste hace un año, cuando encontraste a los hermanitos Cristani.

Su cara ardió de vergüenza.

—Por favor, frená —dijo.

— ¿Qué?

—Frená, me bajo acá mismo.

— ¿Te vas a quedar sola, en medio de la ruta?

—Prefiero eso. ¿Sabés por qué esperaba el micro? Para que no me molesten ni me hagan preguntas. Cuando me dijiste que querías escuchar música, te juro que me pareció un milagro.

Bajó. Se alejó unos metros. Su paso era lento, agobiado. Bajé y me acerqué cauteloso; no olvidaba que era policía, que tenía el arma reglamentaria, que estaba emocionalmente alterada.

—Esperá, por favor.

Se dio vuelta, con la vista clavada en el piso. Quedé frente a ella, con los ojos pegados a la gorra, que lucía, en su parte superior, descolorida y gastada.

—No es justo que reacciones así conmigo, no quise ofenderte —Levantó la cabeza, me miró fugazmente y volvió su mirada a la ruta—. De ninguna manera te reconocí cuando me detuve en la ruta. Y lo que dije de la música es la pura verdad.

Pasaron, rumbo al sur, dos autos a gran velocidad. Torpe y humeante, pasó el ómnibus. Un tercer auto aminoró la marcha frente a nosotros. Sus tres ocupantes nos observaron con interés pero ante un breve ademán nervioso de la mujer policía siguieron viaje.

— ¿Te conocen?

—Es gente de la zona.

—Se habrán preocupado de verte aquí, con un extraño.

—Ya saben, son gajes del oficio.

—Tu oficio no es enojarte con los ciudadanos que te hacen el favor de llevarte.

—Está bien, disculpame. Quiero que me entiendas. Vivo con una carga encima. Esto no es una cicatriz, es una cruz.

Volvimos al auto en silencio.

— ¿Seguimos con Beethoven?

—Bueno —respondió rápido, pero agregó, enseguida, con vergüenza y resolución: —Mejor esperá… —Dejó la gorra y la pistola en el asiento de atrás—. No los encontré yo sola, estaba con el cabo Rojas, Anselmo Rojas. Pero yo fui la única que atendió a los periodistas; me hicieron quedar como la buena de la película.

— ¿Por qué?

—No sé, cosas de los jefes. El comisario habló de las jóvenes mujeres de la Fuerza, de nuestra preparación y valentía. Yo estaba ahí, más triste que orgullosa, con este corte en la frente, y con otra herida acá —se tocó el pecho, le brillaron los ojos—. Una herida secreta.

Observé la cicatriz: un surco rugoso, de un centímetro de ancho, más claro que la piel. Arrancaba en la cabeza, oculta por el pelo, y bajaba en línea recta. Quería preguntar, pero me retenía el temor a un nuevo enojo. Había puesto el equipo en pausa. Ella se tapó la cara con las manos.

—Tengo la imagen nítida en mi cabeza —Se apoyó en la ventanilla y suspendió su mirada en el campo infinito—. No puedo hablar, no puedo describirla, la veo, la sueño, y ¿sabés? Me va a perseguir siempre: los dos angelitos metidos ahí, en posición fetal, inmóviles.

Sollozó, pero hizo un esfuerzo por ahogar el llanto. Sentí compasión, me obligué a decir algo alentador.

—Sos joven, tenés mucho tiempo por delante. Te vas a olvidar de esta pesadilla.

—Gracias —dijo y me miró parpadeando, ruborizándose.

— ¿Qué edad tenés? —pregunté.

—Veinticinco… ¿Escuchamos la música?

—Dale. O mejor esperemos. ¿Puedo preguntarte algo?

Asintió, intrigada.

— ¿Qué pasó con el loco que metieron en la cárcel?

Miró otra vez hacia fuera, suspiró.

—Esa es otra cruz, pero en eso no tuve nada que ver, una vez que atendí a los periodistas, me sacaron del caso.

—Lo acusaron sin pruebas.

—Era el único sospechoso. A veces con eso alcanza. Al menos para acusarlo.

—Acusarlo y condenarlo. A un tipo que no sabe lo que hace.

—Por eso está en el loquero.

— ¿Y si fue un accidente?

—No es seguro que haya sido un accidente, ni un crimen, ni que el loco sea culpable. ¿Ahora podemos escuchar?

— ¿Quién lleva esa cruz?

—Supongo que nadie. Dios, o la Fuerza Policial. ¿A quién le importa la suerte de un loco?

La música recuperó espacio, nos envolvió de nuevo. Ella me miró y se llevó el dedo índice a la boca, lo apoyó en cruz sobre los labios. Después suspiró, con el rostro sereno y distendido, y cerró los ojos. Subí el volumen para sentir la armonía danzante, algo exaltada, del tercer movimiento. Los juncos se movieron y bandadas se pájaros, semiocultos en las matas, comenzaron rápidos vuelos circulares. Resaltaban los de pico plateado, que al desplegar sus alas oscuras descubrían centelleantes fulgores blancos y dejaban el aire sembrado de parpadeos luminosos; y otros más pequeños, de color canela, que iban y volvían de los juncos a los postes; y abundaban los de pecho amarillo y los de pecho rojo, y uno muy chiquito, que me deleitaba con los tintes dorados que escondían sus alas. Pero los pájaros no flotaban en el silencio y en la música natural de afuera, sino en la que sonaba en el breve espacio donde estábamos la mujer policía y yo; música reproducida, creada hace doscientos años por un individuo nacido muy lejos de esta tierra. Y sin embargo, había entre esta música y el vuelo de los pájaros una feliz armonía, un encuentro, como si los sonidos y silencios de la naturaleza, presentes, vivos, hubieran quedado atrapados en la sinfonía, y ésta fuera el molde perfecto que los guardaba como un tesoro y los lanzaba al aire en cada ejecución, en cada reproducción, trinar de pájaros eternos, forma oculta revelada al Gran Artista…

(La publicación en formato libro está programada para el año 2020).