El corazón de Navarra

publicado en: Blog | 0

El corazón de Navarra

 

Desde Tolosa tomamos el tren hasta Donostia—San Sebastián y recorrimos la bahía de la concha guiados por Jaime, guardavidas de Cruz Roja que trabajó varias temporadas en Villa Gesell. Lo encontramos haciendo una tediosa guardia, no para custodiar a los bañistas, inexistentes en esa época del año, sino a los obreros que realizaban los trabajos de rellenado y armado de la escenografía veraniega. Jaime nos mostró desde adentro la pretemporada de estas playas, para muchos las más bellas del norte de España. Los temporales y la falta de arena son, cada año, causa de zozobra y obliga a grandes esfuerzos. Como suele ocurrir con los NIC, Jaime ama su tierra y a la vez se siente oprimido por ella, y hoy con el fuerte agregado de la crisis, que se transparenta en la vida cotidiana y en las expectativas de futuro. En su caso, reducción de horarios, congelamiento de salario, y pocas garantías de renovación de contratos. Jaime mira al otro lado de los Pirineos, a la parte francesa de vasconia, como el primer mundo, como Europa. “Tú pasas del otro lado, y mira: todo cambia”, dice. “Es otra cosa, todo funciona, joder…”

Parece que la tierra acoge pero también expulsa, y esto lo saben bien los españoles. Hicimos un nuevo viaje a la semilla por la ruta N—1300, remontando el río Araxes, que desemboca en el Oria, a la altura de Tolosa, y nace en los montes de Azpiroz, cerca de Pamplona. Fuimos por la vena dura de la ruta copiando el curso del río que baja en suave declive por los valles. Entre pueblos de piedra, colinas verdes, altas iglesias y casonas antiguas, vimos sus aguas transparentes curvarse, agostarse, ensancharse y huir ante nosotros, refrescando vacas y ovejas y los minúsculos pueblos de Lizartza, Aranzadi, Atallu, Arribe, Lezaeta. Un tramo de ruta que se corresponde con la longitud total del río —apenas 29 kilómetros— en la que está todo el circuito de una vida, agua nutricia que brota y alimenta valles y pueblos hasta entregarse a un curso mayor.

Cuando pasamos por Arribe, a la hora de la siesta, entramos al pueblo a refrescarnos en una fuente de agua, bajo un árbol frondoso, en un viejo banco de piedra. Descansábamos y comíamos unas frutas cuando de una casa salió un hombre mayor, seguido por un perrito. Era Luis Gorostegui, un lugareño jubilado, que caminaba con dificultad apoyado en un bastón. “¿Argentinos? Tenemos parientes allá, se fueron hace 150 años, hace poco nos visitó Fermina, vive en una ciudad que se llama Acachuco o algo así”. “Ayacucho”. “Exacto. Es maestra. La bisabuela vivía aquí, en esa casa que ven enfrente”. Luis es un hombre robusto, algo achacoso pero saludable, sereno y comunicativo. Nos contó que el pueblo tiene más o menos la misma cantidad de habitantes que hace doscientos años, con una economía de subsistencia, y el tradicional sistema de herencia que expulsaba a todos los hermanos menos al mayor. “A mí me dieron a un tío para que me criara, porque en mi casa no podían alimentarme… La gente se iba a los bosques de Francia, con hacha y garrote, a cortar fresnos, hayas, nogales y robles, o de lo contrario, a América”. Nos señala con su bastón algunas casas. “¿Ven aquella? Esa blanca con la puerta verde, es de la familia Otamendi. Esos fueron a Mar del Plata, y se cuenta que hicieron fortuna”. Nos despedimos, previa sesión de fotos bajo el árbol, del cual P. y nuestro viejo testigo sacaron algunos frutos. En Azpirotz nos detuvimos a beber, con devoción y respeto, del manantial donde nace el Araxes, una boca abierta en la montaña, junto a la ruta. Luego entramos en Lecumberri, y desde allí seguimos por autopista hasta Pamplona.

Aunque vayamos surfeando estos bellos territorios vestidos con trajes de primavera, aunque seamos meros espías de las vidas que aquí discurren en un presente anclado en profundas capas de historia, aunque sea así de fugaz y transitorio el viaje, no dejamos de preguntar y de preguntarnos por qué las cuatro provincias vascas están divididas en dos estados: el País Vasco y Navarra. Algunos señalan paradojas: “Navarra es la cuna de los vascos, y no pertenece al País Vasco, así como Burgos es la cuna del castellano y no pertenece a Castilla”. Nabarra (Nafarroa) que en euskera significa “gran llanura próxima a las montañas”, fue cuna, refugio y centro neurálgico de la nación vasca. En 1977, con la apertura democrática, se impulsó la reunificación de las cuatro provincias, pero la izquierda abertzale —la más radical en cuanto al reclamo de autonomía— se opuso al proceso democrático y no participó en las elecciones. Sin sus votos, la derecha navarra impidió la unificación en reñida disputa con el socialismo, que la impulsaba. Se perdió la gran oportunidad. Si en aquellos tiempos románticos esta idea romántica no se impuso, en los tiempos actuales, pragmáticos y desencantados, es más difícil. Los navarrenses tienen un régimen foral y los vascos un estatuto autónomo, ambos con relaciones con el poder central más ventajosos que las demás regiones de España (de esto protestará airadamente un amigo de Barcelona, expresando el malestar de los catalanes por la manera en que son expoliados por el poder central). En una calle cualquiera de la ciudad vieja de Pamplona escuchamos el Himno local: Por Navarra/ tierra brava y noble/ siempre fiel/ que tiene por blasón/ la vieja ley tradicional/ Por Navarra/ pueblo de alma libre/ proclamemos todos juntos/ nuestro afán universal/ En cordial unión, / con leal tesón/trabajemos y hermanados/ todos lograremos/ honra, amor y paz. En el museo explican que el orgulloso corazón de Navarra se forjó y endureció luchando contra las fuertes presiones de franceses, aragoneses y castellanos. Acaso este acoso, este encierro, sea el misterio que esconden las fiestas de San Fermín, que, con su locura y su vértigo, caracterizan a este pueblo y lo representan en el mundo entero.

En Pamplona nos alojamos en el hotel Hemingway, escritor amado en esta tierra por su fervor a los sanfermines, y porque contribuyó notablemente a su difusión turística. Una chica francesa, voluntaria —canjeaban el trabajo por estadía— nos atendió y nos ofreció las únicas plazas disponibles: una cucheta en la habitación donde dormían ella y Ana, su compañera, una valenciana que también trabajaba allí. Aceptamos, y pasé dos noches con sueños de políglota, entre una mujer francesa, una española y una argentina… Las fotos del gran escritor norteamericano ilustran las paredes del hostel, y las reseñas dan cuenta de las ocho veces que estuvo aquí, entre 1923 y 1959. Del impacto que sintió al conocer los sanfermines, nació una de sus primeras novelas: “Fiesta”. Desde entonces escritor y pueblo vivieron un largo romance, que hoy es visible en la ciudad toda, y tiene su máxima expresión en el busto instalado frente a la plaza de toros, y el gran monumento al Encierro, impactante conjunto escultórico de Rafael Huerta, ubicado en la avenida Roncesvalles.

Antes de llegar a Barcelona nos esperaban sorpresas notables, historias de héroes y brujas que no teníamos de ninguna manera agendadas. Por la ruta cruzando el desabrido paisaje de Aragón decidimos ingresar a una ciudad que por su pequeño cartel y su invisibilidad desde la ruta parecía el canto a la humildad y a la insignificancia. Solo para comer algo y reponernos entramos en Monzón y a poco de atravesar unos caminos solitarios y polvorientos apareció un oasis de color y vida, donde flameaban heroicas banderas de la orden de Calatrava. Fue como ingresar a una aldea medieval y al subir al castillo, conocimos la historia de Guillermo de Mont—Rodón, el héroe traicionado. Fue tutor del rey Jaime y fiel defensor, como todas las órdenes de caballería, de la Iglesia y de la Monarquía, hasta que ya no los necesitaron, les molestaban porque habían alcanzado mucho poder propio, y les “bajaron el pulgar”. Nuestro héroe terminó refugiado en el castillo, último bastión de la orden de Calatrava en España, y resistió durante seis meses el asedio de las tropas monárquicas hasta que fue derrotado. En vísperas de la gran fiesta en su honor, seguimos viaje para hacer noche en Cervera, a 100 km de Barcelona, donde ya se preparaba otra fiesta: la 37º edición del “aquelarre”, la fiesta de las brujas, a realizarse en agosto.

A decir verdad, más allá de la historia, más allá del mito, Cervera fue para nosotros tierra embrujada. Dejamos el auto cerca de la plaza céntrica. Al estacionarlo, consultamos con el comerciante frentista —un zapatero— quien nos aseguró que allí podía estacionarse sin problemas. Pero había una reciente disposición que señalaba nuevos lugares de estacionamiento pago, que el comerciante tal vez desconocía, de modo que en el Hostel La Sabina donde nos hospedamos, nos dejaron la boleta de una multa por mal estacionamiento. A la mañana siguiente hicimos un peregrinaje para aclarar la situación. Fuimos primero al Ayuntamiento, donde nos dijeron que teníamos que hablar con la Policía; la comisaría estaba cerrada, porque era día de mercado y los pocos agentes se encontraban en la calle; en el mercado no encontramos a ningún policía, y recorrimos los puestos consultando a los feriantes, sin obtener respuesta, hasta que la dueña de un supermercado nos explicó que había una situación caótica con el estacionamiento, por nuevas normas con fines recaudatorios, y que lo que nos había pasado era usual en esos días. Gentilmente habló por teléfono con un policía amigo, que le informó que teníamos que ir al correo a pagar la multa; en el correo nos dijeron que la situación era confusa, que ellos no cobraban, y ante nuestra perplejidad el empleado nos acompañó hasta una oficina de recaudación, recientemente creada, y nos depositó allí. La mujer a cargo de la cobranza escuchó nuestro caso y admitió que recién se estaba implementado ese sistema, y nos sugirió que no pagáramos, que todo iba a diluirse en la nada. Nosotros, preocupados por dejar un mal antecedente o tener algún problema con la empresa que nos alquiló el auto —Hertz— insistimos en resolver la cuestión. Fuimos otra vez a la comisaría, la encontramos abierta, y el policía nos indicó que volviéramos al Ayuntamiento, que ahí debía resolverse la cuestión. Volvimos, entonces, al punto de partida —ya habían pasado tres horas, ya habíamos perdido la chance de pasar por el Monasterio de Monserrat antes de ir a Barcelona—. En el Ayuntamiento acordamos con una empleada pagar la multa mínima, y quedar cubiertos de cualquier problema futuro. Huimos de la embrujada Cervera y mientras la dejábamos atrás, leímos un folleto donde se anunciaba la próxima fiesta, para fines de agosto, y se contaba la caza de brujas en la región, con el famoso caso de Labort, en el país vasco francés, ocurrido en 1609, donde 80 supuestas brujas fueron quemadas. La represión se extendió luego a la pequeña ciudad de Zagarramurdi, ya en territorio español, al noroeste de Navarra. Hay una película de Alex de la Iglesia sobre estos episodios.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *