La poesía de Calveyra

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La editorial Adriana Hidalgo publicó en el 2008 la Poesía Reunida de Arnaldo Calveyra. El volumen incluye: “Cartas para que la alegría”; “Iguana, iguana”; “Diario del fumigador de guardia”; “El hombre de Luxemburgo”; “Apuntes para una reencarnación”; “Libro de las mariposas”; “Maizal del gregoriano” y “Diario de Eleusis”. Un año después apareció “El cuaderno griego”.

Sumergirse en este río infinito ayuda a comprender que la poesía funciona en la escucha más que en la comprensión intelectual. Es un encantamiento. Las palabras fluyen asociadas a una música secreta que las transforma, y dicen más de lo que dicen, y menos de lo que significan, y cambian de volumen, y estallan, y se calcinan o se evaporan. Y  nosotros con ellas, navegamos o flotamos o nos hundimos o ascendemos.

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Sólo por jugar un rato, intento comprender lo que sucede, cómo funciona. Estamos frente a un texto polisémico, ambiguo, de referentes difusos, sintaxis enrevesada, rupturas lógicas y gramaticales, que sin embargo es eficaz porque atrapa, seduce y emociona; funda su riqueza en la textura musical, el ritmo, las recurrencias. Y además, no es absurdo, pero pone la comprensión intelectual en un segundo plano, flotante o subyacente o entretejida con la música.

Pero esto, que ya es sabido, tuvo para mí una revelación: comprender que toda la poesía genuina funciona así, aún la que nos resulta simple de “entender” intelectualmente. Un poema puede resultarnos “accesible”, pero su eficacia no va a estar fundada en la comprensión intelectual sino en el plus que combina la musicalidad con la polisemia, fusión que deplaza necesariamente la lógica racional. Si esta regla no se cumple, estaremos frente a algo que no es poesía. Entonces: no hay oposición entre “poesía que se entiende” y “poesía que no se entiende”. La poesía genuina por más sencilla que sea, nunca dice todo, nunca termina de entenderse.

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Por estos caminos, la poesía de Calveyra se vuelve mantra: repetición, letanía, fluidez verbal que prevalece y se va imponiendo en un desarrollo extenso y potente. Pocas metáforas, pocos adjetivos, mucha sustancia: presencia de las cosas que fulguran bajo una intensa y rara luz. Y el mundo que se abre con las palabras es un espacio inasible, como el Dios de los monjes; invocación infinita; heroica, bella construcción de lo imposible. Un espacio concreto (el campo, la infancia), que en realidad no se recupera ni se reconstruye: se inventa, bajo la forma de la evocación. No hay duplicación del mundo, hay creación… Aparición, irrupción de lo mismo con variaciones, naciendo incesantemente, volviendo a desaparecer y reaparecer. Trascripción, sueño, entrega y rito: “fluya el hilito nacido y criado en las lomas entrerrianas”, dice. Fluye y fluye. Como el canto de los monjes: “Las páginas del libro como lo que cantan”, dice. Un fluir infinito y abierto, porque “las manos no se juntan”.

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 “La poesía es incandescencia de la palabra, que se vuelve palabra poética”, dice Calveyra. “La poesía es palabra calcinada, su único tema es la poesía”, dice Juan Gelman. Coinciden, aunque sus poéticas sean muy diferentes. Palabra incandescente, palabra calcinada. Para Jorge Luis Borges es también recuperación: “La palabra habría sido en el principio un símbolo mágico, que la usura del tiempo desgastaría. La misión del poeta sería restituir a la palabra, siquiera de un modo parcial, su primitiva y ahora  oculta virtud”. Y agrega: “Pater escribió que todas las artes propenden a la condición de la música, acaso porque en ella el fondo es la forma… La poesía sería un arte híbrido: la sujeción de un sistema abstracto de símbolos, el lenguaje, a fines musicales”. Resultado: se construye el espacio de la sugerencia poética, que crea una trama más compleja y ambigua, que quizás diga algo que no puede ser dicho de otra forma.

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Calveyra nos mete descarnadamente en esta verdad de la poesía, sin concesiones. Hay que leerlo con toda la inteligencia para comprender la mitad de lo que dice; hay que escuchar con todos los oídos, pero la mitad de sus resonancias huirán en ecos inasibles; la poesía es incandescencia de la palabra, es luz: hay que mirarla con todos los ojos, pero nos dejará ciegos mientras brille; es palabra calcinada: cuando su brillo se apague, querremos tomarla pero se habrá hecho cenizas; es recuperación: se perderá en el tiempo del bautismo, cuando las cosas todavía no tenían nombre.

Ahora tal vez podamos leer juntos algunos fragmentos, aunque sean una pequeña muestra de este río de poesía, que corre luminoso y murmurante por un cauce que empieza y termina en el silencio.

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“Desde aquí se puede ver el jardín (jardín del jardín), al jardín y al hombre que se escribe con los años, años del hombre dedicados a escribirle a un jardín, ocupados en parecérsele, terminan por ser años, por ser pausas de jardín. A estas horas de la mañana en que hombre y jardín lentamente se reciben de intemperie, las noticias se espacían, entre los canteros se lee una ausencia, la huella de cartas que no llegan, de cartas que nadie manda.

Hombre del jardín, se pasea por los años, traba amistad con cuanto yuyo se presenta, años que no terminan de asemejarse a este montón de hojas secas. Pausadamente se recibe de intemperie, desde hace mucho ocupado en parecerse a un jardín, días y tardes del hombre pasados en mandarse cartas, terminan por ser este jardín, termina él por ser este jardín.

Años de no aflojar el abrazo, un día empiezan a parecerse a este montón de hojas secas, terminan por ser el mismo jardinero y un mismo jardín.

Jardines a punto de reconocerse, de mandarse señas.

Años de no aflojar el abrazo, un día empiezan a parecerse a este montón de hojas secas”.

(…)

“Andaba yo y los años con las manos en los bolsillos, con los bolsillos llenos de palabras, jugando, jugándome, jugando a que las canjeaba por otras palabras como figuritas por figuritas. Y por momentos jugaba a ser ellas. Cuando menos lo esperas, en medio de una pausa –mitad de la vida- reaparecen. Con mi mano las escribo, cuaderno borrador dejado en blanco a la cabecera de mi cama, grande es su gana de silencio. Y no aciertas a saber cuáles de entre ellas podrían convertirse en años, años de una luz pareja, años de un solo parpadeo. Y el hombre en la intemperie no sabe que ya llegaron, que ya están aquí.

Andaba yo por entre años de palabras.

Preguntando por palabras como por personas de tu amistad, te aventuras por calles y más calles con los bolsillos llenos de palabras, interpretándolas, adivinándolas como si tratas con oráculos en formación, todos los días preguntas por años y palabras.

Pregunto por palabras, si no figuran en mis libros –qué libros, páginas, palabras…-, si la friolera de los años no se las llevarán con ellos. Preguntas en el filo de la noche de año nuevo. Si no se irán en muchedumbre a perderse con los pájaros, a hundirse en el pozo boquiabierto de la noche, ¿los años?, ¿los años no se las llevarán con ellos, incluyendo los silencios tan duramente conseguidos?

Yo y añares de palabras, yo y estos añares de palabras.

(…)

Acude, vuelve a los años que le dieron sombra a tu poema.

Y no sabes si los años seguirán yendo por el carril de los años, irán en tu busca un día, si serán los mismos, serán otros, de otros, o de nadie. Y no sabes si las palabras no terminarán un día por ser tiempo que pasa, palabras que podrían hacerse pasar por simulacro de los años. Convertirte en tiempo tiene platino en la mirada, ya tienes toda la edad, ya tienes todos los pasos.

Preguntarte esta tarde si las palabras no podrían cambiarse por años, si los espejos no empezarán a devolver los pasos, cada uno de tus pasos, empezar a atraerte como a pájaros bobos, así vestido te presentas a las puertas de un sueño.

Los mismos años, dedicatorias frágiles con que soñabas y te despertabas (ya tienes todos los años, ya tienes todos los pasos), y todavía no sabes –tus fantasmas no lo saben- si las palabras no serán lugares de un sueño y si en ese sueño no podrías acceder a palabra –una palabra por vez- de ese mismo sueño.

Si los años no terminarán por adueñarse de ellas –las palabras que minuciosamente fuiste-, si no terminarán un día por quedarse con ellas, palabras que solías convocar y atesorar en lugares de frontera, umbrales para sueños, tu botín de guerra.

Devuelve ya los años, tus años, todos los años.

Y no sabes si las palabras, que quisieran ser cosas, no podrían un día convertirse en años, en sueño de los años tu poema –qué años y qué sueños-, convertirse en esas nubes con que llegan envueltas las canciones”.

(fragmentos de “Diario de Eleusis”)

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