Borges y el mar III

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Hay en la literatura de Borges un “mare nostrum”: la llanura (o el campo, o la pampa). Es al principio una imagen, luego una emoción de identidad.

Yo presentí la entraña de la voz las orillas,

Palabra que en la tierra pone el azar del agua

Y que da a las afueras su aventura infinita

Y a los vagos campitos un sentido de playa.

(Versos de catorce, en Luna de enfrente, 1925)

 

Hacia el poniente quedaba la miseria gringa del barrio, su desnudez. El término las orillas cuadra con sobrenatural precisión a estas puntas ralas, en que la tierra asume lo indeterminado del mar y parece digna de comentar la insinuación de Shakespeare: la tierra tiene burbujas, como las tiene el agua.

(Evaristo Carriego, 1930)

 

La imagen queda establecida, por comparación, como definió Aristóteles: “la metáfora es en primer lugar contemplación de semejanzas”. La llanura será, como el mar, infinitud, vasto espacio abierto a la aventura y al misterio. Pero se trata de “nuestro” mar, que Borges construirá en oposición al de otras naciones, que tienen al mar de agua, al natural, en la raíz de su experiencia vital y su identidad. Borges elige a los britanos, especialmente a los ingleses.

 

¿Qué fin se proponía Hernández? Uno, limitadísimo: la historia del destino de Martín Fierro, referida por éste. No intuimos los hechos, sino al paisano Martín Fierro contándolos. De ahí que la omisión, o atenuación del color local sea típica de Hernández. No especifica día y noche, el pelo de los caballos: afectación que en nuestra literatura de ganaderos tiene correlación con la británica de especificar los aparejos, los derroteros y las maniobras, en su literatura del mar, pampa de los ingleses. No silencia la realidad, pero sólo se refiere a ella en función del carácter del héroe.

(La poesía gauchesca, en Discusión, 1932)

El mar es la pampa de los ingleses. Y es arquetípico. De Inglaterra, dice:

 

No hablaré de tus mares, que son el Mar…

(A cierta Isla, en La Cifra, 1981)

Abundo en la mención de nombres ingleses, porque las letras de Inglaterra siempre intimaron con esa epopeya del mar.

(Las versiones homéricas, en Discusión, 1932)

 

Sabemos que era hijo de un carnicero, que su infancia conoció la miseria insípida de los barrios bajos de Londres y que sintió el llamado del mar. El hecho no es insólito. Run away to sea, huir al mar, es la rotura inglesa tradicional de la autoridad de los padres, la iniciación heroica.

(El impostor inverosímil Tom Castro, en Historia Universal de la infamia, 1935)

 

Parejamente, la llanura gravita en nosotros, está en nuestra sangre, es nuestra patria.

 

Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. 

(El muerto, en El Aleph, 1949)

Patria, yo te he sentido en los ruinosos
Ocasos de los vastos arrabales
Y en esa flor de cardo que el pampero
Trae al zaguán y en la paciente lluvia
Y en las lentas costumbres de los astros
Y en la mano que templa una guitarra
Y en la gravitación de la llanura

Que desde lejos nuestra sangre siente

Como el britano el mar y en los piadosos

Símbolos y jarrones de una bóveda…

(Oda compuesta en 1960, en El Hacedor, 1960)

 

La llanura y el mar se empardan en esta función de representar entrañablemente el sentimiento de identidad de dos naciones, pero el mar es algo más. La conmoción que su cercanía produce es el modelo al que se ajusta toda emoción fuerte, incluso la poética.

 

“Dos deberes tendría todo verso: comunicar un hecho preciso y tocarnos físicamente, como la cercanía del mar”.

(Prólogo a La Rosa profunda, 1975)

 

Detrás de los ponientes estaba el hacha demoledora de cedros, la enorme cara babilónica del bisonte, el sombrero de copa y el numeroso lecho de Brigham Young, las ceremonias y la ira del hombre rojo, el aire despejado de los desiertos, la desaforada pradera, la tierra fundamental cuya cercanía apresura el latir de los corazones como la cercanía del mar.

(El asesino desinteresado Bill Harrigan, en Historia Universal de la Infamia, 1935)

 

Mientras tanto, giraban sobre nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. 

(Deutsches Requiem, en El Aleph, 1949)

 

Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso: antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre.

(La escritura del Dios, en El Aleph, 1949)

Este lugar central que Borges otorga al mar, ante cuya proximidad nos estremecemos, tiene en su base, en su fundamento, la intuición de que, en su grandeza y fuerza elementales, puede ser cifra del cosmos, de la vida y la muerte, de los enigmas y las perplejidades que nos acechan. Estamos en el otro gran tópico que citamos al principio de esta nota: “El mar como espejo del hombre”. El soneto que lo justifica dice, hermosamente:

 

El mar


Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.

¿Quién es el mar? ¿Quién es aquel violento
y antiguo ser que roe los pilares
de la tierra y es uno y muchos mares
y abismo y resplandor y azar y viento?

Quien lo mira lo ve por vez primera,
siempre. Con el asombro que las cosas
elementales dejan, las hermosas

tardes, la luna, el fuego de una hoguera.
¿Quién es el mar, quién soy? Lo sabré el día
ulterior que sucede a la agonía.

(En: El otro, el mismo, 1964)

Eternidad, unidad y multiplicidad, enigma, este mar esencial tiene ricas variantes. Es entrañable al poeta, es uno de los recuerdos que lo constituyen:

 

Soy el cóncavo sueño solitario

En que me pierdo o trato de perderme,

La servidumbre de los dos crepúsculos

Las antiguas mañanas, la primera

Vez que vi el mar o una ignorante luna

Sin su Virgilio y sin su Galileo.

(Yesterdays, en La Cifra, 1981)

Es la serpiente mítica, es lo infinito.

La serpiente que ciñe el mar y es el mar…

(Eternidades, en: El oro de los tigres, 1972)

Sin fin el mar. Sin fin el pez, la verde
serpiente cosmogónica que encierra,
verde serpiente y verde mar, la tierra,
como ella circular…

(Midgarhormr, en La Cifra, 1981)

 

El soph es infinito (diversos cabalistas lo comparan con el mar, que es un símbolo del infinito).

(La cábala, en Siete Noches, 1980)

Es el origen de la vida para un heresiarca, y es la metempsicosis, en la intuición del filósofo griego Empédocles.

 

Vino luego Valentino, el que dio por principio de todo al mar y al silencio.

(Cita de  Sueño del infierno, de Quevedo, en una vindicación del falso Basídides, Discusión, 1932)

 

Salta del mar un pez

Y un hombre de Agrigento recordará

Haber sido ese pez.

(Himno, en La Cifra, 1981)

Leímos que el mar “es uno y muchos mares” y eso mismo es el hombre para Borges: el misterio de ser “uno y muchos”. Se consuma aquí este tópico del espejo, el hombre y el mar se identifican y confunden. El mito, en su sabiduría remota, encierra ejemplarmente esta idea.

Proteo

 

Antes que los remeros de Odiseo
fatigaran el mar color de vino
las inasibles formas adivino
de aquel dios cuyo nombre fue Proteo.

Pastor de los rebaños de los mares
y poseedor del don de profecía,
prefería ocultar lo que sabía
y entretejer oráculos dispares.

Urgido por las gentes asumía
la forma de un león o de una hoguera
o de árbol que da sombra a la ribera

o de agua que en el agua se perdía.
De Proteo el egipcio no te asombres,
tú, que eres uno y eres muchos hombres.

(En: El oro de los tigres, 1972)

Nos quedamos, para despedirnos, en los mares de Grecia –que son el Mar- y corremos en sus orillas con Homero –que es el Poeta-, a quien Borges imagina, ya ciego, buceando en su memoria, donde encontrará un recuerdo decisivo para su destino.

 

El recuerdo era así. Lo había injuriado otro muchacho y él había acudido a su padre y le

había contado la historia. Éste lo dejó hablar como si no escuchara o no comprendiera y

descolgó de la pared un puñal de bronce, bello y cargado de poder, que el chico había

codiciado furtivamente. Ahora lo tenía en las manos y la sorpresa de la posesión anuló la

injuria padecida, pero la voz del padre estaba diciendo: «Que alguien sepa que eres un

hombre», y había una orden en la voz. La noche cegaba los caminos; abrazado al puñal, en

el que presentía una fuerza mágica, descendió la brusca ladera que rodeaba la casa y corrió

a la orilla del mar, soñándose Ayax y Perseo y poblando de heridas y de batallas la

oscuridad salobre.

(El Hacedor, 1960)

Les dejo una breve guía de poemas que no alcancé a citar, y que hablan, siquiera de modo lateral, del mar. En “La Cifra”: Haydee Lange; El sueño; Nubes (I); Al adquirir una enciclopedia; Dos formas del insomnio. En “Historia de la Noche”: Un libro; Ni siquiera soy polvo; La clepsidra. En “La Moneda de Hierro”: La víspera; Méjico; Los ecos; Herman Melville. En “El oro de los tigres”: Habla un busto de Jano; A una espada en York Minster; Cosas. En “La rosa profunda”: Elegía.

Anibal Zaldivar

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