Qué animales

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Tenía la tarde entera para pasear por Buenos Aires, era sábado, había sol, decidí ir al zoológico. Había pensado desde temprano en este parque metido en medio de avenidas, semáforos, autos, colectivos; cercado de gente, ruido y smog. Después pensé en sus habitantes, tan lejanos, tan próximos. Pensé en ellos como en parientes, y me atrapó el deseo de compartir unas horas con estos seres vivientes con cerebro, ojos, manos, piernas, corazón, intestinos, que nos acompañan y nos padecen en la aventura planetaria.

Entrando hacia la izquierda, topé con el busto de Konrad Lorenz (1903-1989). Leí la placa: “Hablaba con las bestias y los pájaros. Premio Nobel de Medicina 1973 por sus estudios sobre conducta animal. Homenaje de la Municipalidad de Buenos Aires a quien nos permitió que los animales nos hicieran más hombres”.

Uno de los libros más conocidos de Lorenz lleva un título parecido: “Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros” (Ed. Tusquets). Allí leemos:

“A través de un animal salvaje con el que nos hemos puesto en contacto, alcanzamos una porción del paraíso del que fuimos expulsados… El deseo de tener algún animal suele brotar siempre de un mismo y viejísimo motivo… una pasión del hombre civilizado, que añora el paraíso perdido de la Naturaleza salvaje. Cada animal es como un pedacito de esta Naturaleza libre…”

Es probable que esta añoranza secreta estuviera presente en mi deseo de recorrer el zoo, aunque Lorenz se refería a los animales en su hábitat salvaje, y no a los que están en cautiverio. A medida que avanzaba hacia el Parque, sentía que me acercaba a un gettho arbolado donde están confinadas las “bestias”, ciudadanos sin voz ni voto, en la ciudad donde al día siguiente se elegiría Jefe de Gobierno. Un gettho “científico”: la palabra zoológico viene del griego zoon, ζooν, “ser viviente”, y logos, λογος “palabra, saber, discurso”. Se establece aquí una perspectiva cientificista, que define nuestra jerarquía respecto de ellos, considerándolos inferiores, objetos de nuestra curiosidad, divertimento y recreación. Y junto con esta mirada, se asocia y complementa un sentimiento de “lástima”. Un sentimiento equívoco…

Dice Lorenz: “Cuando uno presta atención a las reacciones del público que visita un parque zoológico, advierte el despilfarro de una piedad sentimental, en la conmiseración que despiertan animales que se encuentran perfectamente, mientras que casi nadie se da cuenta del verdadero sufrimiento, que también existe en la mayor parte de los jardines zoológicos. La gente se inclina particularmente a manifestar su compasión por aquellos animales que, por desempeñar un papel importante en la literatura, evocan recuerdos emotivos, como el ruiseñor, el león o el águila”.

Del ruiseñor, dice Lorenz que no sufre mucho más que fuera de la jaula; del león, que es perezoso por naturaleza (en mi paseo, escuché a una señora que se quejaba porque el león se la pasa durmiendo); del águila, que es de lo más estúpida… Las que más sufren, realmente, son las especies que por sus características psíquicas superiores “no pueden satisfacer su activa curiosidad ni sus deseos de moverse. Luego, y también de manera muy principal, todas aquellas que se hallan bajo el dominio de algún fuerte instinto que no se puede desarrollar en cautividad. Esto es especialmente notorio, incluso para los profanos, en los animales que recorren largas distancias cuando están en libertad y que, por tanto, sienten irrefrenables impulsos de cambiar de sitio. Las zorras y los lobos, en muchos jardines zoológicos anticuados, están encerrados en jaulas demasiado pequeñas para que en ellas puedan dar rienda suelta a su instinto de correr. Éstos son, sin duda, los animales más dignos de lástima de entre los huéspedes de los parques zoológicos”.

Señala luego la tragedia de los cisnes cantores, a los que se les amputa una mano para que no puedan volar. Cuando llega el tiempo de la migración, intentan remontar vuelo una y otra vez. “Es un espectáculo verdaderamente deplorable”, dice el sabio austríaco.

Pero la peor parte la llevan los papagayos y los monos. “Los más desgraciados en el confinamiento de sus estrechas jaulas son los monos, y, en especial, los grandes monos antropomorfos. Quizá sean los únicos animales cautivos cuyo sufrimiento psíquico tiene manifestaciones físicas serias y apreciables… llegan a morir literalmente de aburrimiento… El tener a los monos antropomorfos aislados en jaulas demasiado estrechas, como aún se hace en tantos parques zoológicos, es una crueldad que debería estar prohibida por las leyes”.

Era evidente, y así lo fue, que mis “sensaciones de parentesco” iban a surgir del contacto con los monos. El “Tití” es de piel jaspeada, orejas de pluma, penacho blanco. Su cara es una miniatura dibujada, de ojos brillantes. Tiene la cola larguísima y hace movimientos mínimos y eléctricos. El “Patas” tiene ojos muy oscuros y hundidos, cara de enojado, antipático, nariz chata y boca con las comisuras hacia abajo. Permanece serio e indiferente a las monerías de grandes y chicos que le tiran comida y hacen ruidos tratando de llamar su atención. El Patas despreció todo intento de seducción, y parecía pensar: ¿estos hijos de puta qué creen que soy? y nunca abandonó su cara de orto, al menos en el rato que yo estuve ahí.  Al lado estaba el “Papión Sagrado”, de mirada reflexiva, y el célebre culo ardido, imposible de no destacar antes que cualquier otro rasgo, por su volumen e intenso color rosado. El Papión mira de frente, erguido, y exhibe su pito constantemente salido, ya esté duro o fláccido. Los ojos pequeños pasan continuamente de la reflexión a la desconfianza. Su pose recta, el pelo jaspeado y largo, le dan aires de galán. El Papión es conciente de la impresión que produce, porque luego de un rato largo, saluda con una mano, sin perder su impúdica elegancia. Antes se seguir, noto que uno de los papiones tiene el culo más grande, y de un rosado mucho más intenso que el resto. Una de las cuidadoras me dice que es una hembra. Cuando entran en celo se les duplica el tamaño de “la callosidad izquiótica” y se incrementa notablemente el color. Es un llamado elocuente al macho: “cuanto más grande la callosidad, más atractiva resulta”, dice la joven (y sonríe). En la jaula contigua, me encuentro con el “Orangután”. Regordete, enano y peludo, es uno de los que más llaman la atención del público. Está parado al lado de las rejas; tiene una mirada tristísima, que por momentos se hace intensa, interrogadora, como de un depresivo resentido que busca respuestas. Después, la mirada cambia: se torna melancólica, y nos llena de pena y culpa. Tiene de vecino del “Chimpancé”, que también está sólo, pero vive de otro modo su condena. Sentado en la rama de un árbol, en el medio justo de la jaula, mira a la gente con expresión aburrida. Muestra al público sus manos y dedos largos, orejas humanas, mandíbula redonda y grande, la línea de la boca horizontal. Es idéntico a Homero Simpson, pero de expresión más aguda e inteligente que el padre de Bart y Lisa. Mira pacíficamente, relajado y distraído, como quien no tiene nada que hacer. El último primo lejano es el mandril. Pelo jaspeado y fino, orejitas respingadas y cortas, ojos muy juntos, trompa y hocico de colores puros, como pintados por Matisse. Gran culo ardido (callosidad izquiótica), intensamente rosado. Hay también hembras en celo.

Dice Konrad: “¡Cuán pobre e interiormente mutilado nos resulta un mono, un prosimio o un gran papagayo, acostumbrado a vivir en una jaula, y cómo contrasta con la increíble movilidad, diversión e interés del mismo animal cuando goza de absoluta libertad!”

No son lo mismo los animales cautivos que los que están libres en su espacio natural. En este sentido, rescata la creación de Parques donde los animales viven en condiciones casi idénticas a las naturales. En estos casos, viven muy bien, mejor incluso que cuando están expuestos a las contingencias de la vida, las penurias y necesidades.

Nuestra nostalgia por la vida salvaje tiene, para Lorenz, un punto clave: haber perdido el “tempo” vital asociado a la naturaleza. Y este es un aspecto que podemos recuperar, y que él llama “indolencia”, la adecuación al ritmo natural de la vida, algo que ha quedado muy atrás en nuestra cultura…

“En mi primer «verano de ganso» pasé un tiempo asombrosamente largo con mis diez educandos, los cuales, a su vez, me enseñaron una cantidad increíble de cosas. Puede calificarse de afortunada una ciencia en que la parte esencial de la investigación consiste en retozar por las orillas del Danubio y bañarse en sus aguas, desnudo y libre, en compañía de una manada de gansos silvestres. Soy un hombre perezoso, tan perezoso que sirvo más para observador que para experimentador. En realidad, si trabajo, es sólo bajo la presión de los más fuertes imperativos kantianos, completamente en contra de mis tendencias naturales. Lo maravilloso que tiene esta vida de pura observación y contemplación con los animales salvajes es que los mismos animales son también deliciosamente perezosos. La estúpida prisa de los modernos hombres civilizados, que ni siquiera disponen de tiempo para adquirir una verdadera cultura, es algo completamente extraño a los animales. Incluso las abejas y hormigas, símbolos de la laboriosidad, pasan la mayor parte del día en el «dolce far niente»; lo que ocurre es que entonces no se dejan ver los muy ladinos, porque permanecen dentro de sus construcciones, en las que no trabajan. A los animales no hay que andarles con prisas. Si se quieren conocer los gansos silvestres, se ha de vivir con ellos, y si se quiere vivir con ellos, debe uno acompasar el ritmo de su vida al de los gansos. No puede hacerlo un hombre al que la Naturaleza no haya dotado con esta indolencia, que es un don de Dios”.

No saco conclusiones de este recorrido. Fue una visita carente de objetivos, intuitiva, curiosa, indolente. Por eso me gusta este párrafo de Lorenz, que además me recuerda un poema de Walt Whitman, que sintió y expresó poéticamente lo mismo que él, cien años antes:

“Creo que podría volverme a vivir con los animales.
¡Son tan plácidos y tan autónomos!
Me quedo mirándolos días y días sin cansarme.
No preguntan,
ni se quejan de su condición;
no andan despiertos por la noche,
ni lloran por sus pecados.
Y no me molestan discutiendo sus deberes para con Dios…
No hay ninguno descontento,
ni ganado por la locura de poseer las cosas.
Ninguno se arrodilla ante los otros,
ni ante los muertos de su clase que vivieron miles de siglos
antes que él.
En toda la tierra no hay uno solo que sea desdichado o venerable.

Me muestran el parentesco que tiene conmigo,
parentesco que acepto.
Me traen pruebas de mi mismo,
pruebas que poseen y me revelan.
¿En dónde las hallaron?
¿Pasé por su camino hace ya tiempo y las dejé caer sin darme cuenta?”

(Canto a mi mismo, XXXII)

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