Un poema y un comentario

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Durante la presentación de La belleza del mundo, Hernán Mlynarzewicz leyó un poema y luego la opinión de Guillermo Saccomanno sobre el libro… ¡Gracias a ambos, grandes amigos!

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Levantar los ojos de la página

para leer el mundo:

la gran ilusión de los poetas.

Desilusión de necesitar palabras

para encantar otra vez la vida:

montar a Rocinante

y recomenzar la aventura.

*

Aníbal Zaldívar:

El pescador y su metáfora

Aníbal Zaldívar me pasó este libro hace unas tardes. Después de leerlo y subrayar –porque subrayar es una operación contra el olvido, resistirse a la pérdida de un brillo del sentido-, después de leerlo, al día siguiente, en la mañana temprano lo llamé para contarle el sentimiento que me había transmitido. Hay un salto cualitativo en este pequeño gran libro que seguiría leyendo los días después. Una afirmación de la voz y los temas, el modo en que el paisaje se resuelve en pura interioridad, la precisión para captar estados de ánimo tan pregnantes en quien escribe como en quien lo lee, en la captura de la fugacidad de la hermosura a través de una concisión de la voz, una mirada de asombro concentrada, como de quien ve por primera vez el mar.

Esta no es la primera vez que escribo sobre la poesía de Zaldívar y, calculo –espero, confío– no será la última. Nos conocimos hace ya más de treinta años, es decir, hace quince libros, cuando se iniciaba intuitivamente en el oficio de poeta. Y si digo oficio, lo digo en el sentido que Pavese le otorgaba a la labor de adentrarse en la lengua como materia de comunicación pero, más allá, de indague del instrumento que empleamos para ser con los otros y ser en los otros. No debe ser casual, me digo, que las iniciales del poeta coincidan con la primera y última letra del abecedario: en las letras y en su enhebrarlas es donde se urde lo que somos, el misterio del ser. Pero hay una situación anterior al lenguaje y está en la naturaleza: ahí reside “la belleza del mundo en la flor del durazno”. Hablo del mundo y cómo nombrarlo, hablo de un modo de acercarse al misterio y el empecinamiento en descifrarlo, mestiere que es cotidiano, incesante: “Me despierto cada noche a escribir”, escribe Zaldívar. Y también nos pide: “Levantar los ojos de las páginas” y lamenta la “desilusión de necesitar palabras/para encantar otra vez la vida”. Por esta razón también anota: “Quiero también vaciarme de significaciones/ me pesa la carga de las muchas palabras/ que contaminan mi agua desde los orígenes/ de los idiomas del hombre de voz articulada./ Rompo el espejo en el que te estás mirando / vuelvo a ser esa nada incorruptible/ donde todo es posible y es hoy y para siempre / un silencio  sonoro sin pensamientos o números./ Y te invito a vaciarte, como último gesto”. Es decir, en “la belleza del mundo” Zaldívar extrema lo confesional para ingresar, austero y despojado, en la naturaleza y lo primitivo, encontrarse ahí, en donde comenzó la existencia: “Me arrojo al mar para sentir mis límites”. Entonces, de ser cierto que los límites de mi lenguaje son los de mi mundo, Zaldívar en ese arrojarse al oleaje, lo que persigue es y no es otra cosa que la razón de ser de la escritura poética.

Hace unas tardes una amiga, refiriéndose a su poesía, encontraba su mejor definición en algo que se percibe en sus libros: La paciencia del pescador, me decía. Hay que verlo a Zaldívar en los confines de las playas desoladas, esperando, prestándole atención a la superficie a ver que puede extraer de lo hondo. No nos equivocamos si coincidimos que en esa imagen se encuentra no sólo la representación de una búsqueda y la espera. También, en ese atardecer, en esa playa desierta, en la luz del atardecer, puede verse una metáfora, eso sagrado a que aspira un verso. 

Guillermo Saccomanno

Villa Gesell, diciembre 2021

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